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Séptimo Día |NICOLÁS TETÉ

Historias de famas

DANIEL KRUPA

21 de Marzo de 2021 | 03:57
Edición impresa

El ecosistema de los seres que entran y salen de los veinte relatos breves –con una extensión promedio de cuatro carillas–, que le dan forma a Nada nos puede pasar –libro editado el mes pasado en el muy recomendable sello porteño Blatt & Ríos– están principalmente vinculados a lo que solemos conocer como el “mundo del espectáculo”, que incluye géneros y subgéneros que van de las producciones de cine y televisión a los programas para adolescentes con sus respectivos castings, sus clubs de fans, etc.; ingredientes narrativos desplegados desde la primera persona del narrador, y que desde una perspectiva temática no deberían ser tomados como casuales si se contempla la trayectoria laboral del autor, quien se ha desempeñado en oficios tales como director, guionista y productor de cine.

“Igual, yo sé que soy de la generación pop”, se lee en el cuento “Mi generación”. “Soy fanático de la televisión”, escribe Teté en “El verano prohibido”. O: “levantar la cabeza y verme en esa gigantografía llena de lentejuelas, casi desnuda, con plumas en la espalda, me pone en éxtasis”, brevísimas líneas tomadas al azar que podrían condensar el clima de buena parte de esta novedad editorial.

A partir de la segunda mitad de Nada nos puede pasar se abre el juego y aparecen también los relatos dedicados a retratar los avatares de los primeros escarceos amorosos que, por supuesto, están signados por lo fallido; las naturales inquietudes sexuales –en amplio abanico, aunque sin recurrir a lo explícito: “lo hace muy bien”, se lee en el relato “El viaje”– y los conflictos familiares.

En ese sentido, quien desee reencontrarse con una memorabilia habitada por adolescentes que deseaban pisar los escenarios del teatro y la televisión como Amstrong la luna, acá podrán encontrar una importante paleta de personajes guiados por un ímpetu de inmolación con tal de acceder a esos infinitos diez segundos de fama.

El fresco social que propone Teté en su primer libro, en gran proporción situado en la ultra liberal década del noventa con sus derivaciones culturales en los siguientes años, plantea su máxima desde el vamos de cualquier libro: la tapa, que en este caso retrata, recurriendo a un icónico sticker de época, a dos jóvenes transportándose en el vehículo por antonomasia de una juventud, en su mayoría –no generalicemos–, frenéticamente desorientada.

 

 

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