Estimado lector, muchas gracias por su interés en nuestras notas. Hemos incorporado el registro con el objetivo de mejorar la información que le brindamos de acuerdo a sus intereses. Para más información haga clic aquí

Enviar Sugerencia
Conectarse a través de Whatsapp
Temas del día:
Buscar

La Plata, 1982: el espíritu del centenario

La Plata, 1982: el espíritu del centenario

Luciano Román

19 de Noviembre de 2022 | 10:11

¿Cómo celebrar en una ciudad desgarrada? ¿Cómo darle un sentido, en medio de desencuentros y dolores, a un aniversario histórico? Frente a estos interrogantes se encontraron, hace cuarenta años, los hombres a los que les tocaba gobernar La Plata en las vísperas de su centenario.

No eran las primeras dudas que los embargaban. Antes de asumir el compromiso de administrar la ciudad, a mediados de 1981, habían tenido que lidiar con preguntas e inquietudes más complejas que compartieron en secreto con políticos de aquella época: ¿Se podrá intentar una gestión pluralista, de espíritu y convicción democrática, en el contexto de un gobierno de facto? ¿Será posible hacer una contribución al diálogo, al encuentro y a la normalización institucional desde la pequeña parcela de un gobierno municipal? El régimen militar ya se mostraba declinante. La propia sociedad, que en buena proporción había recibido con alivio el Golpe del 76, sentía a principios de los ochenta la asfixia y el agobio de un régimen que –recién se sabría después- había descendido a los sótanos más oscuros y tenebrosos del terror. En ese paisaje, ¿convenía tomar distancia o ponerle el cuerpo a un intento de sensatez y convivencia en una escala municipal? ¿era mejor desentenderse o sembrar semillas de institucionalidad y convivencia, aunque acechara, desde arriba, un poder dictatorial? Frente a dilemas complejos, las respuestas nunca son categóricas.

A principios de los ochenta, los militares intuían su final. Nadie imaginaba que todavía podían intentar la locura de una guerra, como nadie imaginaba –tampoco- que esa aventura trasnochada podía concitar un masivo respaldo popular. El gobierno de Roberto Viola había convocado a dirigentes de colegios profesionales, de instituciones intermedias, de ámbitos académicos y empresarios, para iniciar una etapa de transición. En muchas intendencias asumieron abogados, médicos, escribanos o comerciantes reconocidos, en lo que fue –desde la debilidad- un intento de apertura hacia la sociedad civil. Al frente de la gobernación bonaerense asumiría un dirigente de Carbap, la entidad de los pequeños y medianos ruralistas. En ese marco se inscribía la administración municipal a la que le tocó organizar la conmemoración del centenario de La Plata.

La ciudad todavía estaba “en carne viva”. Había sufrido, en los setenta, la violencia desaforada de organizaciones guerrilleras como Montoneros y el ERP. Sus crímenes y secuestros habían instalado, antes del derrocamiento de Isabel, una atmósfera de miedo y de locura. Había sido asesinado el director de EL DIA, David Kraiselburd, en uno de los hechos más notorios del desprecio por la libertad, por el pluralismo y por la vida que imperaba en esos años. Habían acribillado a Jorge Bigliardi, entre tantos otros hechos de crueldad inusitada. Las reglas básicas de la convivencia habían sido quebrantadas con audacia e indolencia.

En ese contexto se impuso, en marzo de 1976, la dictadura militar. La Plata sería escenario de una nueva escala de desmesura criminal: la del terrorismo de Estado. Vendrían La Noche de los Lápices, las irrupciones de madrugada para llevarse a padres e hijos a centros clandestinos de tortura. Vendrían asesinatos como los de los abogados y dirigentes Sergio Karakachoff, por su compromiso y su coraje, y Baldomero Valera, por sus ideas y convicciones. La ciudad recibió con especial dureza el golpe de la violencia más abyecta ejercida desde el poder. Era algo que había empezado antes, con la Triple A de López Rega, y que alcanzó luego los máximos extremos de perversidad.

En los tempranos ochenta no se conocía, todavía, la magnitud del horror, que recién quedaría expuesta y documentada con el trabajo de la Conadep y el juicio a las Juntas Militares. Sí, por supuesto, se sabía de los desaparecidos.

La Plata era, en esos años, una ciudad que lloraba a los muertos de una Argentina fratricida.

Los hombres que asumían el compromiso de gobernar el municipio no eran, por cierto, “extraterrestres”. Eran hijos de ese tiempo. Tenían los miedos, las vacilaciones y las angustias de aquel país atravesado por los desencuentros y el dolor. Muchos de ellos habían sufrido el extravío y el exilio de amigos y familiares. No eran militantes partidarios, aunque tampoco eran indiferentes al debate y la política. Varios se habían fogueado, en los tumultuosos años sesenta, en la militancia universitaria. Eran hombres comprometidos con los valores de la convivencia, el humanismo y el derecho. Todos cultivaban la moderación y defendían, con su palabra y sus acciones, las ideas de la libertad y el pluralismo. En medio de la oscuridad, se habían apegado al ejercicio de sus profesiones; habían fortalecido la colegiatura; muchos habían sido docentes, otros funcionarios de carrera en áreas técnicas como Vialidad u Obras Sanitarias. Entre ellos había un abogado que, en una madrugada aciaga, presentó hábeas corpus por colegas laboralistas que habían sido secuestrados por la dictadura. Un libro de Pedro Augé (1977, La trama de la defensa) da testimonio de eso. Eran, si se quiere, “tibios”, en una época que había reivindicado los extremos y despreciado la moderación.

Los cien años de la Ciudad planteaban, a la vez, un desafío y una oportunidad. El acontecimiento exigía sensibilidad y sensatez. No eran tiempos para fiestas ni grandilocuencia, pero sí para proponer el diálogo, el encuentro y, por sobre todas las cosas, el espíritu de la concordia. A eso se abocaron, con pasión y con coraje, los hombres del centenario.

Apelaron a los mejores valores de La Plata: el talento de sus hombres y mujeres, la vitalidad de sus instituciones intermedias, el legado de sus antepasados y la riqueza de su diseño urbanístico con eje en el espacio público. No se propuso un festejo, sino una celebración del espíritu platense.

La participación ciudadana y la efervescencia cultural, que habían estado tanto tiempo reprimidas, empezaron a liberarse. Fue un tiempo de singular fertilidad paras las producciones literarias: se escribieron más de treinta libros sobre distintos aspectos de la ciudad. Una de las obras más importantes fue “La Plata, ciudad milagro”, con textos de intelectuales, historiadores, docentes, e investigadores representativos de un amplio espectro político e ideológico. Presentado en el marco del Centenario, reunía el aporte de figuras del peronismo (como Tomás Diego Bernard), del radicalismo (como Miguel Szelagowski) y también de librepensadores como Carlos Vallina, Mario Teruggi, Marita Minellono (que participó de los tiempos fundacionales de la APDH), Lina Husson y Oriente Monreal. El primer ensayo de esa obra fue escrito por el arquitecto y expresidente de la UNLP Fernando Tauber. En otras producciones tuvo un rol central el gran historiador Fernando Barba, y en el “Diccionario de las Artes en La Plata” se destacó a artistas de vanguardia, como el grupo Sí, además de incluir un texto del gran plástico Edgardo Vigo sobre su revista contestataria Diagonal Cero.

Una decisión simboliza, de algún modo, aquel espíritu de pluralismo y apertura que impregnó la celebración: fue designado “cronista del Centenario” (con la tarea de documentar y dar testimonio del acontecimiento histórico) el propio Szelagowski. Había sido, hasta ese momento, el último intendente radical (1963-1966) y sería luego embajador en Polonia durante el gobierno de Alfonsín. Para asumir ese rol (inspirado en una tradición española), impuso dos condiciones: trabajar ad honorem y con completa independencia. Su crónica incluyó una mirada crítica y un registro del reclamo que hicieron Madres de Plaza de Mayo cuando vino a la ciudad el último presidente de la dictadura, Reynaldo Bignone.

Lo de Szelagowski es un ejemplo de algo que excedió los nombres propios: en esos años, la Municipalidad convocó a hombres y mujeres sin preguntarles qué pensaban sino qué podían aportar. Abrió sus puertas a los vecinos, propició el debate ciudadano y hasta un espíritu asambleario que movilizó a los barrios a través de un Consejo de la Comunidad. Para la designación de delegados municipales se consultaba y escuchaba la opinión de las sociedades de fomento, los clubes barriales, las asociaciones de comerciantes y los vecinos de a pie. En un país que todavía no conocía los teléfonos celulares (mucho menos las redes sociales) y que llevaba años hablando en voz baja, silenciando ideas, anestesiando el debate, La Plata del centenario fue una ciudad que empezaba a reencontrarse con la pluralidad, la discusión pública y la diversidad en todas sus formas.

Ese clima hizo que la vida política comenzara a recuperar cierta intensidad en la ciudad. El entierro de Ricardo Balbín (en septiembre de 1981) se convirtió en una gran movilización radical, auspiciada de algún modo por el gobierno municipal, que rindió honores y exaltó la figura del exlíder partidario, a quien los hombres del centenario estaban ligados por algo más que una antigua vecindad.

El espíritu de aquellos años rescató, en esencia, el concepto de la polis en su sentido cabal. Reivindicó, en el discurso político, la idea del municipalismo. Fue natural, después, que aquellos servidores comunales (así se definían y se concebían a sí mismos los integrantes de esa administración local) fundaran el primer y único partido exclusivamente municipal (AMUPLA) que compitió en elecciones tras la reinstauración democrática y alcanzó representación en el Concejo Deliberante.

Las plazas, que en la primera etapa de la dictadura se habían llenado de cemento y de cierta megalomanía monumental, recuperaron espacio verde, pero –sobre todo- vitalidad y ebullición ciudadana. El Eje del Centenario (que recorría las avenidas 51 y 53 hasta desembocar en Plaza Moreno) fue, por encima de todo, una reivindicación del espacio público como concepto horizontal y democrático. La Ciudad recuperó en ese contexto la Plaza Malvinas, en la que se había asentado el Regimiento 7, e incorporó al patrimonio local nada menos que el Pasaje Dardo Rocha, llamado a ser un espacio de la diversidad cultural.

El centenario fue, además, un encuentro de la ciudad con sus raíces y su propia identidad. La apertura de la Piedra Fundamental simbolizó algo más trascendente de lo que podía verse a simple vista. Más allá de intrigas y curiosidades, permitió a los platenses asomarse a sus orígenes, ver de dónde veníamos, rescatar el mensaje fundacional de una capital que nació con ambición de futuro. El discurso municipal de aquellos días puso especial acento en “La Plata como prenda de unidad nacional”. Quizá no haya habido otro tiempo en el que se exaltaran tanto las figuras de Dardo Rocha y Pedro Benoit como arquitectos de una ciudad inclusiva, racionalista y moderna, destinada a ser escenario de la inteligencia y la vanguardia, con una genuina visión progresista.

El respeto por la identidad y por el pasado no fue solo discursivo. Acciones concretas intentaron poner en valor el patrimonio arquitectónico, urbanístico y cultural de la ciudad. Se frenaron demoliciones como la del palacio Gibert (un ícono del art nouveau situado en diagonal 80 entre 2 y 3) y se elaboró la primera legislación sobre preservación patrimonial. Se colocaron, además, placas recordatorias en las casas que habían habitado figuras relevantes de la política, la cultura, el deporte, la academia, la ciencia y el arte. Se lo hizo, también, con absoluta amplitud, sin sectarismo ni exclusiones.

Aquella experiencia del centenario contribuyó, en definitiva, a reconstruir la trama de la sociedad civil y a rescatar los valores de la convivencia que habían sido trágicamente vulnerados. Se propuso, con artesanía cívica, reactivar los músculos de la democracia y el Estado de Derecho, valores reivindicados con todas las letras en los discursos municipales de la época.

El mismo 19 de noviembre de 1982 hubo gestos que luego quedaron sepultados en el fárrago de las generalizaciones, los maniqueísmos y las distorsiones de la memoria histórica. El mensaje municipal de ese día, en el corazón de una plaza que había convocado a toda la ciudadanía, fue pronunciado al ras del suelo, debajo del palco oficial, y terminó con el recitado del preámbulo de la Constitución Nacional. Fueron símbolos de una gestión comunal que le opuso a la cultura militarista la gestualidad y la dialéctica del espíritu democrático.

¿Tiene sentido hoy evocar aquellos hechos y aquel espíritu del 82, o solo suena como el obituario tardío de una época olvidada? ¿Sirve para algo más que para repasar, en su 40° aniversario, aquella celebración que muchos recuerdan por la gigantesca torta que prepararon todos los panaderos de la ciudad? Tal vez resulte útil recuperar algo de aquella energía y aquella mística ciudadana que supo movilizarse alrededor de un proyecto común. El centenario, en un contexto de dolor y adversidad, demostró que La Plata podía proponer un modelo de convivencia, pero también de impulso creativo, de realización de proyectos, de recuperación de identidad, de diálogo y de construcción colectiva. Hubo un ciclo de gestión municipal (entre 1991 y 2007) que, en la bisagra del nuevo milenio, rescató aquel espíritu y propuso la superación de antinomias y sectarismos para que la ciudad diera un salto de calidad. Hoy cuesta identificar esa idea convocante, ese proyecto común. Tal vez pueda pensarse alrededor de “la ciudad de las ideas”, un eje que quizá, como hace cuarenta años, podría unir en un esfuerzo conjunto a las universidades, los colegios profesionales, los clubes, las asociaciones gremiales y empresarias, los escritores, los artistas y los científicos. Hará falta recuperar un entusiasmo por La Plata que hace años parece adormecido.

En Los Conjurados, Borges imagina una conspiración en el centro de Europa, en 1291: “Se trata de hombres de diversas estirpes, que profesan diversas religiones y que hablan en diversos idiomas/ Han tomado la extraña resolución de ser razonables / Han resuelto olvidar sus diferencias y acentuar sus afinidades…”

En La Plata, en 1982, cuando la tragedia argentina estaba todavía a flor de piel, un grupo de hombres tomó, también, la extraña decisión de ser razonables. Con ese espíritu, y con el firme propósito de “olvidar diferencias y acentuar afinidades”, ejercieron la democracia antes de que esta llegara. Administraron la ciudad con humildad y con decencia, y celebraron su centenario con mesura, pluralismo y responsabilidad histórica. También con amor por la libertad y por su propio terruño.

Entre esos hombres estaba mi padre.

* * * * *

El autor de este texto es hijo de Abel Blas Román (1941-2021), intendente municipal de La Plata entre el 5 de junio de 1981 y el 10 de diciembre de 1983.

 

 

Las noticias locales nunca fueron tan importantes
SUSCRIBITE a esta promo especial
+ Comentarios

Para comentar suscribite haciendo click aquí

ESTA NOTA ES EXCLUSIVA PARA SUSCRIPTORES

HA ALCANZADO EL LIMITE DE NOTAS GRATUITAS

Para disfrutar este artículo, análisis y más,
por favor, suscríbase a uno de nuestros planes digitales

¿Ya tiene suscripción? Ingresar

Full Promocional mensual

$670/mes

*LOS PRIMEROS 3 MESES, LUEGO $6280

Acceso ilimitado a www.eldia.com

Acceso a la versión PDF

Beneficios Club El Día

Suscribirme

Básico Promocional mensual

$515/mes

*LOS PRIMEROS 3 MESES, LUEGO $4065

Acceso ilimitado a www.eldia.com

Suscribirme
Ver todos los planes Ir al Inicio
cargando...
Básico Promocional mensual
Acceso ilimitado a www.eldia.com
$515.-

POR MES*

*Costo por 3 meses. Luego $4065.-/mes
Mustang Cloud - CMS para portales de noticias

Para ver nuestro sitio correctamente gire la pantalla