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Escritores del verano y del invierno. Los casos contrastantes de García Márquez y Dostoievski. El culto al sol de Albert Camus. La calefacción clandestina que recibió Almafuerte en su casa de 66
Gabriel García Márquez / Web
Marcelo Ortale
Marcelo Ortale
¿Existe una época preferida, una temporada alta para la literatura? Para leer o escribir ¿es más propicio el frío o el calor? Tanto para escritores como para lectores, hay respuestas y ejemplos en los dos extremos.
El asombroso Dostoievski, nacido y cautivo en el frío de su Rusia, logró en ese clima inhóspito llegar a la paz interior y a la excelencia creativa. Un texto de García Lorca escrito en 1931 aporta este retrato: “Cuando el insigne escritor ruso Fiódor Dostoievski [...] estaba prisionero en Siberia, alejado del mundo, entre cuatro paredes y cercado por desoladas llanuras de nieve infinita, y pedía socorro en carta a su lejana familia, solo decía: ‘¡Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!’. Tenía frío y no pedía fuego, tenía una terrible sed y no pedía agua: pedía libros, es decir, horizontes, es decir, escaleras para subir la cumbre del espíritu y del corazón”.
Pero García Márquez fue gestado por el calor. Hay un precioso artículo de Xaví Ayen en La Vanguardia, titulado “Cuando el calor es fuente de inspiración”, en donde cuenta las tribulaciones que atravesó García Márquez cuando en una habitación madrileña redactaba -o intentaba hacerlo- “El otoño del patriarca”. Y ocurre que la baja temperatura del invierno madrileño no se lo permitía.
Reproduce el periodista cultural de Barcelona estas palabras del colombiano: “Ayer llegué de Madrid y no he empezado de nuevo a escribir. Me fui porque encontraba que mi nuevo libro es una mierda. Esperaba que a la vuelta opinaría distinto... Lo sigo encontrando una mierda. Tampoco logro que haga calor en el libro. Pongo que hace calor y no hace”.
García Márquez sabía –dice Ayen- “que ese era un tema importante, y al final descubrió que viajes relámpago a zonas de calor, como el Caribe, podían romperle ese bloqueo creativo-climático. Hoy, sabemos del gran calor de Macondo, capaz de hacer transpirar a los lectores, y preludio de desastres, crímenes o revelaciones”.
El siempre soleado y deportivo Albert Camus, un tipo que, además de ser de las letras, también fue del fútbol y de otros deportes, buceó en este interrogante que nació en la Antigüedad y se prolonga hasta hoy, para extraer una respuesta intermedia y a la vez reveladora de sus gustos: “En las profundidades del invierno finalmente aprendí que en mi interior habitaba un verano invencible”.
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El reverbero y los espejismos del desierto africano, que fueron su cuna, alumbran la obra de Camus que, a medida que pasan las décadas y las épocas se va viendo alcanzada ya por la invasión del bronce. Su nombre está a pocos pasos de figurar, si es que ya no entró, en la grilla de los pocos clásicos.
En uno de sus escritos, Camus contó que cuando abandonó su continente natal para ir a radicarse en Francia, el barco que lo llevaba navegó unos minutos junto a una escollera que protegía al puerto.
En la punta de esa escollera había un árabe, enfundado en su túnica blanca que parecía encandilada por el sol. El hombrecito, pues la distancia lo volvía pequeño, levantó su mano para saludarlo. El escritor iba recostado sobre la baranda de la popa del barco y no dudó de que aquel beduino que lo despedía representaba al sol y al caluroso desierto que lo despedían y que nunca más olvidó. Allí debió haber nacido una de sus obras cumbres, “El extranjero”.
Pero sigamos un poco más con Ayen: “Los psicólogos lo tienen claro. El calor provoca irritabilidad, agresividad y, además, afecta a la creatividad, del mismo modo que estimula los comportamientos impulsivos: por eso hay más crímenes -y romances- en los meses cálidos”. Entonces, el calor para la literatura amorosa; en cambio, para leer las novelas negras y distópicas, mejor el frío y la lluvia.
Ayen relativiza el efecto negativo del calor sobre la literatura y concluye que en la ficción, el calor tiene un efecto parecido al del alcohol: “Se asocia a la violencia, a las pasiones destructivas y a la emergencia del inconsciente y la sexualidad, sin tener en cuenta las convenciones sociales”. La creatividad del escritor y la curiosidad de los lectores no se contraen con el calor, se expanden. El que escribe o lee, es como si se embriagara.
Existen corrientes filosóficas y teológicas que niegan la existencia del mal. Lo que hay, sostienen, es una ausencia del bien. Y esta ecuación también regiría para los extremos del frío y el calor: el frío no existiría, sino que lo que habría es ausencia de calor.
El calor habría sido una de las primeras sensaciones agradables del ser humano. El jardín edénico debió haber sido, necesariamente, templado. Imaginar a Adán y Eva tiritando en el Paraíso sería sólo una audaz licencia de la literatura ficción. En el principio fue el calor.
Otra hipótesis, basada en la llamada teoría cinética, sostiene que el calor es producto del movimiento de las moléculas, que se encuentran siempre en continuo movimiento y que, de esa fricción entre ellas, nace el calor.
Entonces el frío sería equivalente al quietismo, a la gradual pérdida de sensaciones. No así el calor que representaría lo vital. Sin embargo, aún si fuera así, no faltarían escritores como Dostoievski, Ibsen y tantos otros apologistas del invierno. Tampoco hubiera nacido Macedonio Fernández, que para procurarse calor en los crudos inviernos porteños, encendía tres fósforos -uno atrás de otro- y apantallaba esa mínima calefacción hacia su abdomen, para poder seguir escribiendo y leyendo.
Almafuerte, cuando vivió en La Plata, no contaba con calefacción para poder escribir. Vivía en su despojada casa de calle 66 y no disponía de fuentes de calor para oponer a los inviernos. En la casa lindera había una panadería y los empleados que amasaban el pan y lo colocaban todas las noches en el horno -el principal de ellos se apellidaba Marozzi- decidieron extender algunos caños desde el horno por la pared medianera, construyendo así una suerte de “losa radiante” para que “el Poeta no pasara frío”, según contó uno de los descendientes de ellos.
No le avisaron nunca a Almafuerte ni tampoco al dueño de la panadería: la obra había sido clandestina. Pero el propietario del local tardó poco en advertir que había una conexión y cuando se enteró para qué era, se enojó con sus empleaos “porque no me avisaron, yo los hubiera ayudado a construir para que fuera más efectiva”. Nunca se sabrá bien qué poemas y prosas potentes pudo escribir Almafuerte, abrigado por el calor solidario que le regalaron los anónimos panaderos.
Hay muchos escritores a los que se ha considerado maestros del calor, como Philip Roth, Graham Grenne, Henry Miller, Willian Faulkner, Juan Rulfo, Thomas Mann, García Lorca o Guillermo Cabrera Infante.
En cuanto a los lectores, bueno, si uno atendiera al testimonio de libreros, la mayoría de quienes compran libros pertenecerían al reino del frío, del invierno, a pesar de que últimamente muchos de los que salen de vacaciones veraniegas cargan sus equipajes con tres o cuatro libros.
Sin embargo, los lectores estarían más predispuestos a absorber los insospechados matices de la ficción literaria, arrebujados en sus camas, sentados frente a sus estufas o, los más pudientes, protegidos por la mínima opulencia de alguna chimenea.
Existe, claro está, una propensión a suponer que el frío –el invierno- forma parte de la temporada alta de la literatura y es verdad que es en los meses con nieve, garúas, heladas o escarchas, cuando el público se amontona en las presentaciones en sociedad de escritores y sus libros. Presentar una obra en enero o febrero suena temerario.
“No logro que haga calor en el libro. Pongo que hace calor y no hace”
‘¡Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!’
Gabriel García Márquez / Web
Retrato de Fiódor Dostoievski / Vasily Perov, wikipedia
Museo Almafuerte en avenida 66 / Web
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