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La Ciudad |La ONG está en todo el país y en la ciudad la integran unas 70 personas

Las desgarradoras historias de “Madres guerreras contra las adicciones” en La Plata

Se conocieron en el deambular por hospitales, comunidades y comisarías. Se sintieron solas y desconcertadas. Pero hoy se ayudan y tratan de sacar a otras personas del consumo. Lanzaron una campaña para armar “bolsitos de internación”

Las desgarradoras historias de “Madres guerreras contra las adicciones” en La Plata

Las integrantes del grupo mantienen permanente contacto con personas de otras provincias / Demian alday

Alejandra Castillo

Alejandra Castillo
acastillo@eldia.com

1 de Octubre de 2023 | 02:11
Edición impresa

“Alguna vez llegué a pensar en pegarle un tiro a mi hijo y matarme; otra vez tuve que encadenarlo. Y todo eso es terrible”, reconoce Miriam Godoy, una de las casi 300 mujeres que conforman una red nacional llamada Madres Guerreras contra las Adicciones, casi 70 de las cuales viven en La Plata.

Miriam tuvo a dos de sus hijos atrapados en las redes del consumo de drogas cuando ellos tenían apenas 15 y 16 años, y la experiencia que ganó en aquel calvario indeseado de “salir a buscarlos” para recuperar lo que le habían robado, rescatarlos de la calle y convencerlos de empezar un tratamiento, la vuelca ahora en ayudar a familias que enfrentan problemas graves. Porque, según cuentan ella y las demás, el drama es integral: hombres y mujeres muy jóvenes que viven en la miseria absoluta, muchas veces con sus hijos chiquitos, que gastan la plata que consiguen en comprar droga o alcohol y sufren y ejercen violencia a diario, frente a un Estado e instituciones que, más allá de los discursos, “nunca están”.

Es por eso que acaban de lanzar una campaña para armar “bolsitos de internación” que incluyan toallas, sábanas, ropa interior, medias y artículos de higiene personal como dentífrico, cepillo de dientes, jabón, shampoo y hasta toallitas femeninas: “Es como el ajuar que preparamos para el bebé”, explica Miriam, sin caer en la cuenta -o sí- de que en cierto modo es un nacimiento nuevo. Un intento que tiene mucho que ver con la premura de aprovechar una decisión que nunca es fácil de tomar, sobre todo cuando se trata de una persona adicta que está en situación de calle y que accede por fin a internarse, pero que no tiene los elementos mínimos para entrar a una comunidad o una granja.

Encima, acceder a los tratamientos no sólo depende de que la persona en consumo esté de acuerdo. “Hay comunidades a las que se ingresa por el Sedronar -explica Miriam-, pero se consiguen becas de acá a seis meses y hay chicos que no pueden esperar todo ese tiempo. Cuando alguien dice ‘me quiero internar’ es porque tocó fondo y al otro día se puede colgar, tirar abajo de un tren o de un micro. Ya nos pasó”.

La cosa se complica todavía más si las personas no tienen dinero ni obra social para afrontar los costos de un tratamiento con internación, que demanda, en promedio, 200 mil pesos mensuales. Es en este tipo de casos en los que la red de las Madres Guerreras funciona muy bien, ya que al estar en todo el país y tener contacto con comunidades por sus propias historias, consiguen cupos y hasta trueques de mercadería o de ropa a cambio de una cama.

“Nos damos una mano entre todos”, resalta Godo, “porque ellos nos devuelven la vida de nuestros hijos y nosotros les compartimos lo que recibimos. A veces nos cobran una mínima cuota; o, si tienen un espacio pero les falta una cama, llevamos al chico y la cama”.

Los hijos de Miriam están recuperados, aunque ella no deja de verlos en esos pibes que “se vuelven zombies y están tirados en la calle”, sin más expectativas que esperar la muerte. Quizás por eso es que ella y sus compañeras de la ONG no dudan en ir a rescatarlos a la hora que sea, a donde sea que estén: “Nosotras no tenemos miedo, el miedo es a que se muera un hijo; esto es prevención”.

“TENGO MARCAS EN EL CUERPO DE LOS GOLPES QUE ME DIO”

Madres Guerreras surgió hace aproximadamente 16 años, del encuentro de mujeres que deambulaban por juzgados, comisarías, hospitales y centros terapéuticos, con desconcierto, desesperación y, sobre todo, soledad. La mayoría tienen hijos adictos, aunque muchas otras tratan de ayudar a sus parejas, padres, amigos o familiares.

Alejandra, por ejemplo, tenía 17 años cuando conoció a su ex pareja. “Al principio todo iba bien, pero con el tiempo empecé a notar cosas raras en él. Trabajaba como remisero, yo lo seguía y veía que en la agencia tomaban cerveza; era un descontrol. Empecé a encontrar en mi casa marihuana, cocaína y a medida que pasaban los años, su familia y yo logramos internarlo cuatro veces en distintas comunidades de la Región, pero se iba. Él seguía consumiendo y la violencia empeoró”, cuenta esta mujer que siempre logró mantenerse al margen del consumo, a pesar de haber compartido 15 años con aquel hombre.

“Se emborrachaba, me pegaba. Tengo marcas en el cuerpo porque caí muchas veces en el hospital y lo denunciaba. Nos separábamos, me pedía perdón, amenazaba con suicidarse y volvíamos a lo mismo. Para internarlo en una de las comunidades más caras, el padre tuvo que vender un montón de cosas, pero no duró ni un año. Cuando nació mi hija pensé que iba a cambiar, pero tampoco. No sé cómo no me tiró por el balcón. Más de una vez terminé con mi nena abajo de la cama y ahí lo eché para siempre”. Después de eso, apunta Alejandra (que no es su nombre real), él se involucró con “una mafia, tomaba hasta alcohol etílico y robaba”. Años atrás fue asesinado. Y ella, que es asistente materno infantil, se acercó al grupo de las Madres Guerreras para colaborar.

En la ONG participan también algunos hombres -“no son muchos”, aclara Miriam-, que se sumaron al grupo por la misma razón que las mujeres: “Todos fuimos aprendiendo cómo abordar la situación de nuestros hijos y cuando se recuperaron mucha gente se nos acercó para preguntarnos cómo habíamos hecho”.

Fue así como un buen día decidieron que podían ayudar desde la empatía que genera el haber estado en un lugar que no eligieron, pero no podían sortear. Años atrás afinaron la organización a través de zoom, regularizaron las reuniones y empezaron a recibir a otras personas en sus propias casas. Hoy, en La Plata disponen de un espacio que les cedió la Municipalidad en 2 bis entre 516 bis y 517, Ringuelet, para que funcione como punto de encuentro y, pronto, como comedor o copa de leche.

“La idea también es sumar asesoría jurídica y psicológica”, adelanta Mayra, quien se acercó al grupo porque la droga le arrebató a un amigo de la infancia.

“Él empezó a consumir drogas duras desde chico. Era de buena familia, estudiaba, trabajaba, pero el principio tuvo una plantita de marihuana, lo tentaron a probar otras cosas y no lo dejó más. Se suicidó hace 10 años, cuando tenía 30 y ya no razonaba. Estaba en su mundo; alejado de los vínculos sanos”, acota.

“CONVIRTIÓ A MI HIJO EN SOLDADITO Y ME GATILLÓ UN ARMA”

Cerquita suyo está Roxana, una chica de 19 años que asiente mientras la escucha, sobre todo cuando Mayra menciona que la puerta de entrada al consumo grave es la marihuana. “El famoso porrito que cosechás vos mismo”, dice esta jovencita que tiene tres trabajos, estudia y sueña con ser “abogada penalista”.

Conoció a las Madres Guerreras a través de la hija de Miriam y se sumó porque le gusta ayudar desde la experiencia que le dio el contacto con casos dramáticos. “El primo de una amiga le vendía todo a la madre para dárselo al transa; amanecía con una cajita de vino, totalmente perdido, hasta que la madre murió de cáncer, él recapacitó, se internó y ahora está recuperado. Pero corre muchísima droga. Ahora está de moda el ‘nevado’, que es un porro que arman con marihuana y merca cocinada”, describe.

“Eso los mata”, la interrumpe Nicolasa, de 59 años, pelo cortísimo y la experiencia que le da haber batallado contra las adicciones de tres de sus doce hijos. “Una está recuperada, otro está internado y uno más está intentando salir”, asegura.

Su hija “era una chica excelente”, apunta, “con buenas notas en el colegio, hasta que a los 14 años quedó embarazada de un chico adicto. Empezó con el porro, siguió con el nevado, la merca, sufría violencia de género y se separó. Cuando ella tenía 15 años y la beba 4 meses, me la dejaba y desaparecía. Tenía que ir a buscarla por todos lados, hasta que terminé echándola porque me pegó y me denunció en Niñez y Adolescencia”, recuerda. La intervención de la asistente social de una escuela les permitió llegar al acuerdo de que Nicolasa cuidaría de la niña hasta que su hija cumpliera 18 años, con la condición de que hiciera un tratamiento. “Fue a un centro de rehabilitación y gracias a Dios pudo salir, terminar la escuela y tener otra pareja. Hoy tiene 20 años y dice que su adicción es el gimnasio”.

Cuando esta joven comenzó a mejorar, Nicolasa tuvo que ocuparse de la adicción de otro de sus hijos, que, a los 15, “también empezó con un porrito. Siempre es así. Te dicen que no hace nada, que es más sano que el cigarrillo, pero enseguida pasó a otras cosas y terminó inhalando nafta y pegamento”.

Ella, que en aquel momento tenía que ocuparse de mantener a sus cinco hijos menores de edad cuidando ancianos, trató de ocultar el problema todo lo que pudo. “Cuatro veces me pegó. Una vez fui a buscarlo a la casa del tipo que lo había convertido en su soldadito, en Catella (Ensenada), y éste me puso un arma en la cabeza. Gatilló. La bala no salió, pero le dije que prefería que me matara, porque por lo menos iba a ir preso y no le jodería la vida a nadie más”.

Según Nicolasa, este sujeto regenteaba banditas de menores que robaban con mucha violencia en las estaciones de trenes de Ringuelet y City Bell, hasta que un día le causaron graves heridas a un adolescente para sacarle las zapatillas y, en revancha, a ella casi le queman la casa.

“Llorando les pedía ayuda a Niñez y Adolescencia, pero me decían que tenía que denunciarlo y yo no quería que lo mandaran a un reformatorio, porque ahí no lo iban a tratar por las adicciones”. Según Nicolasa, el chico logró iniciar un tratamiento después de que ella sufrió “un principio de ACV” a causa de los golpes que él mismo le dio en su casa. “Hoy tiene 18 años, está terminando el secundario y trabaja”, aporta la madre. Su otro hijo, de 30 años, empezó a consumir drogas a los 11, y aunque logró llegar a tercer año del profesorado de Matemáticas, su adicción se disparó por completo. “Empezó a robar por todos lados. La última vez, (con otros cómplices) lastimaron a una mujer grande en Tolosa, ella les dijo ‘puedo ser la abuela de ustedes’ y él se acordó de mí. Un domingo en pleno invierno cayó a mi casa a las 10 de la noche, llorando, en short, ojotas y pesando 33 kilos. Me dijo ‘mamá ayudame, no doy más’ y ahí la llamé a Miriam para internarlo”.

El hijo de Nicolasa ingresó en una comunidad terapéutica de General Rodríguez, por cuya estadía ella paga 50 mil pesos al mes. A eso hay que sumarle los 4.000 pesos del viaje, la comida y “todo lo que necesita”, suma.

Jésica tiene 25 años, una hija de 7 y una historia de adicciones que arrancó a sus 15: “La rebeldía de la edad y el consumo hacían que yo fuera una bomba de tiempo”, reconoce. Consumió cocaína, durmió en la calle y pasó por situaciones extremadamente difíciles para una chica de esa edad. Y aunque aclara que su familia no le preguntó si quería internarse, hoy agradece que entonces lo hayan hecho en una comunidad de Pilar.

“Estoy agradecida con Dios y con mi fuerza de voluntad, porque aprendí que empezar a hablar es muy importante. Decidí que, si tenía que vivir eso, lo iba a hacer de la mejor manera”. El tratamiento allí duró cuatro meses. La pelea contra las adicciones, confirma, es para toda la vida.

Reconoce que en estos diez años sufrió algunas recaídas, pero también comprendió que ayudar, la ayuda, y que sólo se puede cambiar “si te das cuenta de lo que te pasa a partir de la gente que tenés al lado. Solo no se sale”.

“No necesitamos que nos juzguen, necesitamos que nos ayuden” - Jésica

“Para comprar droga venden todo y se quedan en la calle” - Nicolasa

Mayra. Perdió un amigo por las drogas

“Empezó a consumir drogas duras desde chico. Era de buena familia, estudiaba, trabajaba, pero el principio tuvo una plantita de marihuana, lo tentaron a probar otras cosas y no lo dejó más. Se suicidó”

Jésica. Sus padres la internaron por consumo a los 15 años

“Estoy agradecida con Dios y con mi fuerza de voluntad, porque aprendí que empezar a hablar es muy importante. Decidí que, si tenía que vivir eso,

lo iba a hacer de la mejor manera”

Roxana. Trata de ayudar a jóvenes en consumo

“Corre muchísima droga. Se naturalizó el ‘porrito’, pero ahora está de moda el ‘nevado’, que es un porro que arman con marihuana y merca cocinada”

Nicolasa. Tuvo a tres de sus hijos en consumo

“Un domingo en pleno invierno mi hijo cayó a mi casa a las 10 de la noche, llorando, en short, ojotas y pesando 33 kilos. Me dijo ‘mamá ayudame, no doy más’ y ahí la llamé a Miriam para internarlo”

 

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