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SERGIO SINAY (*)
Por SERGIO SINAY (*)
Según estimaciones de sitios que elaboran estadísticas en tiempo real, como Country Meters y Worldometer, hacia el jueves de esta semana la población mundial era de casi 8.100 millones de habitantes (exactamente 8.079.142.350 en la tarde de ese día). Los nacimientos superaban largamente a los fallecimientos (52.203.140 contra 20.167.614 desde principios de año) y los varones a las mujeres (4.076.374.256 contra 4.002.770.253). Ni en ese momento exacto, ni hoy ni nunca existieron dos seres humanos iguales. Cada uno que nace es inédito, original, irremplazable e intransferible. Por otra parte, los humanos somos seres sociales por naturaleza. Charles Darwin, el célebre naturalista inglés que en el siglo diecinueve revolucionó y transformó el paradigma sobre la evolución con su libro “El origen de las especies”, señaló que la necesidad de cercanía y pertenencia son un instinto prioritario en nuestra especie. A pesar de lo que dicen quienes entendieron mal a Darwin, para él aquellos dos atributos se anteponen a la agresividad. Esta y el miedo aparecen como reacción contra lo que amenaza la vida. Según sus ideas, el objetivo inicial del ser humano en el planeta es el de cooperar para vivir.
Para lograr este objetivo cada humano necesita de sus congéneres. No sobrevive en la soledad absoluta, del mismo modo que una planta no sobrevive sin riego. Nos regamos con nuestra mutua presencia. Es imposible pensar en valores esenciales como la sinceridad, la confianza, la honestidad, la empatía, la generosidad o la responsabilidad sin la presencia de otro. Se manifiestan siempre hacia y desde otro, si no se expresan en una interacción y en una relación pierden sentido, dejan de existir. Lo mismo ocurre con el amor. Esto es tan obvio y natural que no pensamos en ello y olvidamos que se trata de un hecho constitutivo de la existencia.
Solo podemos ser a partir de vincularnos. Como afirmó Martín Buber (1878-1965), filósofo existencialista israelí nacido en Austria, no hay un yo sin un tú. En su esencial ensayo titulado precisamente “Yo y Tú”, Buber señala que no se trata de dos términos, sino de una sola palabra, a la que llama “palabra primordial” por considerarla fundadora de la experiencia humana. Soy en relación con otro. Soy en tanto, ante mí, otro es. Y llegados a este punto, todos los vínculos imaginables y posibles entre los más de 8 mil millones de humanos que poblamos la Tierra, así se trate de vínculos íntimos y privados hasta públicos y colectivos, serán siempre relaciones entre seres diferentes. Entre individuos únicos. Desde que hubo dos humanos en la superficie del planeta ha sido siempre así y así siempre será.
Si bien las similitudes nos acercan, facilitan las elecciones entre unos y otros y nos permiten reconocernos como congéneres, hay más diferencias que semejanzas entre todos nosotros. Es lógico y natural. Por eso cada uno es original y único. Y en las diferencias se basa el potencial de todo vínculo, porque lejos de restar suman. Ningún individuo es completo y autosuficiente, a todos nos falta algo que otro tiene, todos tenemos algo que a otro le falta. De ese modo cada encuentro, cada relación, entraña la posibilidad de una suma en la que uno más uno no da como resultado dos, sino que es el nacimiento de un número nuevo y hasta ahí inexistente.
Cuando se pierde la capacidad de pensar (un don humano poco apreciado en la práctica) dejamos de comprender y apreciar el valor de las diferencias. Vemos lo distinto en el otro como una amenaza, como un obstáculo. Solo confiamos en quienes piensan como nosotros, en quienes tienen nuestros mismos gustos, en quienes ven todo del mismo color en que lo vemos. Y creamos con ellos una tribu en la que solo pueden entrar los semejantes. Todos los demás son adversarios o enemigos. El mundo se divide a partir de ahí en “ellos” y “nosotros”. En “nosotros” contra “ellos”. “Nosotros”, por supuesto, somos mejores que ellos, las virtudes son propias, los defectos son ajenos. Así será hasta que, dado que no hay dos seres humanos iguales, descubramos que también entre nosotros hay diferencias y comiencen los enfrentamientos dentro de la tribu.
Esto no es otra cosa que la génesis de las grietas. Y puede verificarse, como de hecho ocurre, en todos los órdenes de la vida en sociedad. Las grietas no son solo políticas, las hay en el deporte, en la economía, en las familias, en los grupos de trabajo, en las universidades, entre profesionales y trabajadores de un mismo ámbito, hay grietas de género, de nacionalidad, de religión, de raza. Se da hoy la patética ironía de que, en una era en que se habla hasta por los codos de globalización y se la presenta como la panacea universal, vivimos en un mundo fragmentado y agrietado por donde se lo mire. A mayor desarrollo tecnológico y económico menor capacidad de pensar, comprender y discernir.
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Es cierto que mientras más humanos poblamos el planeta, y más complejas se hacen las sociedades como producto de esa superpoblación, más variadas son las diferencias que se presentan. En su libro “El cerebro moral” la filósofa canadiense Patricia Churchland, autoridad en el campo de la neurofilosofía (disciplina que cruza la filosofía con la neurociencia) advierte que cuanto más crecen los grupos sociales y cuanto más complejas se hacen su organización y sus interacciones, más difíciles de resolver son los problemas que se presentan, y que precisamente por ese motivo resultan más necesarias la cooperación, la confianza, la búsqueda de propósitos comunes, el establecimiento de códigos y normas de convivencia y de relación y el respeto de estos.
El 21 de septiembre de 2013, en el Día Internacional de la Paz (fecha que las Naciones Unidas instituyó como propuesta para la construcción de un mundo pacífico y sostenible), Cristóbal Garro (1928-2013), que fue profesor del Colegio Mariano Acosta de Buenos Aires, institución formadora de docentes, y Socio de Honor de la Asociación Argentina para la Infancia, señaló: “Practicar la tolerancia no significa renunciar a las convicciones personales ni atemperarlas. Significa que toda persona es libre de adherir a sus convicciones individuales y aceptar que los demás adhieran a las suyas propias. Significa aceptar el hecho de que los seres humanos, naturalmente caracterizados por la diversidad de su aspecto, su situación, su forma de expresarse, su comportamiento y sus valores, tienen derecho a vivir en paz y a ser como son”.
Nada de esto quita que no todas las diferencias son conciliables. Las de valores no admiten concordancia, y quien la proponga erra el camino en nombre de una “corrección” o un “buenismo” estériles. Pero salvo las diferencias de valores (o las que nacen de la intolerancia religiosa), las hay que son naturalmente complementarias y otras, acaso las más numerosas, que, aunque no se complementen naturalmente, entregan una rica materia prima para construir relaciones sólidas, con cimientos firmes. Son las diferencias abordables, aquellas en las que se aprende a dar para recibir, a resignar para engrandecer, a escuchar y mirar para comprender. Las que, aceptadas, se convierten en puentes para atravesar grietas.
(*) Escritor y ensayista, su último libro es "La ira de los varones"
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