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Con 57 años, un geólogo platense se propuso barrer las fronteras que separan Argentina de Estados Unidos en una pequeña moto. En el camino, sorteó territorios calientes no sólo por la temperatura y llegó hasta Austin, Texas. El resultado: una breve guía para dejar la casa y el sillón y, como le gusta decir, abandonar la zona de confort
Por YAEL LETOILE
Fernando Lorenzo (57) no tiene tiempo que perder. Recorre 5000 kilómetros en una Honda XR250 Tornado por las rutas calientes de Panamá, Nicaragua, Honduras y El Salvador, atraviesa México y llega, finalmente a Texas, donde un amigo lo espera con un asado. Corrección: barbacoa. Vuelve a la Argentina con una experiencia formidable algunas fotos y, de vuelta en la comodidad del hogar, escribe un mail a este diario para contar qué sucede cuando uno deja el sillón y sale a la aventura.
La historia es atractiva: un tipo que le tiene miedo a la casa y al sillón, no un revolucionario como dice la canción de Silvio Rodríguez, alguien que busca espabilarse en la ruta. Un fulano que teme que la comodidad un día lo encuentre frente al televisor y entonces se sube a una moto y cruza la frontera hasta los Estados Unidos.
Es verdad que el tipo se toma los planes muy en serio. ¿Con qué impulso? A los 25, bueno, pero ya está grande para el viaje iniciático ¿Y los riesgos? Tini Stoessel sobre una Harley daría más miedo que Lorenzo. ¿Y la velocidad? ¿Por qué corre? Si hay algo que decididamente no está para carreras, dicen los que saben, es la Tornado. En definitiva, ¿qué hace que alguien que parece tener todo resuelto se lance una y otra vez a la incertidumbre del camino? Veamos.
Con el Renegado Lorenzo Lamas -resucitado hace un tiempo por el Bailando de Tinelli-, Fernando Lorenzo comparte apenas el nombre. Los cultivados músculos a caballo de una Harley Davidson -inmortalizados en la afamada serie de los ‘90- no son el espejo de nuestro héroe: 1,70 de estatura, 70 kilos atléticos. Si espera un Ángel del Infierno o un perfil tipo Dani “La Muerte”, olvídese.
Lorenzo, no obstante, puede dar crédito de motero: su abuelo lo inició en la pasión por las motos; la primera que tuvo fue una Siambretta modelo 54’ que reparaban juntos. Divorciado y vuelto a juntar –con Graciela, hace 16 años–; reparte su tiempo entre su trabajo como asesor técnico de empresas y su vida en familia: cinco hijos y siete nietos, a los que, a veces, cuida. “El día que puedo, retiro a los más chicos del jardín”, confiesa.
Hasta acá, me aburro, dirá usted. Aunque, ojo con el abuelito: al tipo le gustan las motos y, tanto le gustan que todos los miércoles se junta a comer con amigos con los que comparte el mismo berretín. Un grupo de 10 hombres dedicados a distintas actividades -ferretería, importación, medicina y diseño- amantes de las dos ruedas.
Fue en el taller mecánico de Carlos donde surgieron los primeros viajes grupales: a Uruguay, Brasil, Chile, Perú. “Una vuelta, volviendo de Mendoza, en la soledad de la moto, me di cuenta de que tenía ganas de hacer un viaje más largo”, revive hoy frente al grabador, campera térmica negra y nevada barba candado.
Meses después empezó a juntar voluntades y, al final, el que no estaba ajustado por la familia, no tenía recursos económicos y al que no tenía problemas, le faltaban ganas. Quedaron tres. Dos meses antes de salir, los otros dos se bajaron. Uno por temas de trabajo y otro por causas familiares. ¿Y él? Lorenzo, con 55 años, no podía esperar a nadie. Se dijo: “Solo o nada”. Y lo hizo. ¿Destino final? Desconocido. Punto de partida: Gonnet. “Tengo un mes y esta plata, hasta donde llegue y me den las ganas”, se despidió de su familia. Así llegó a Nicaragua.
La persiana del playón fiscal de Panamá se levantó y dejó ver un paquete enorme envuelto en nylon. Era 3 de marzo y el calor derretía las ideas, aunque no pudo con las de Lorenzo. El tipo se arremangó y, ante la mirada incrédula del empleado, la empezó a armar. “La moto viajó como carga, desarmada, no sabía si iba a andar”, se enorgullece hoy.
Es que nadie daba dos pesos por la moto. Más: la mesa de moteros de los miércoles la había vetado. ¿Por qué no viajar con una GS 1200, confiable, potente y veloz?, sostenían. Azuzado por los amigos, Lorenzo se convenció: la “insignificante” Tornado –liviana, de mecánica simple, bajo costo y comercializada en la mayoría de los países a transitar– sería su caballo errante por los caminos de Centroamérica.
Lo mejor del viaje: ir corriendo la frontera, día a día. “Si llego a Guatemala, genial, si llego a México voy a ser el chapulín más feliz de la vida”
Viajar solo en moto no es una tarea sencilla, mucho menos si uno se propone atravesar la zona caliente de Centroamérica. Lorenzo era consciente de eso, y ese, paradójicamente, era el atractivo que lo desafiaba: “Hubiera podido alquilar una moto en España o Italia y andar por ahí. Pero me gusta más lo étnico, me gusta que tenga más adrenalina, más naturaleza. Y por sobre todas las cosas soy un cabeza dura”.
Lo mejor del viaje: ir corriendo la frontera, día a día. “Si llego a Guatemala, genial, si llego a México voy a ser el chapulín más feliz de la vida”, pensaba durante los tórridos días en que las temperaturas de entre 30 y 40 grados lo obligaban a parar. Lo peor del viaje: el calor y el rigor físico. Por el fenómeno del Niño, andaba sólo de madrugada. “Tenía que viajar de noche. Tomaba 4 a 6 litros de líquido por día. No podía comer nada. La dieta era tremenda”, asegura.
La Tornado, sin embargo, equipada con un par de baúles plásticos a los costados y un top case de 40 litros atrás, no sufrió mucho. A lo largo de los 5000 km no necesitó cambios de aceite ni de motor.
“¿Qué se siente cuando uno se aleja de la gente y ésta retrocede en el llano hasta que se convierte en motitas que se desvanecen? Es que el mundo que nos rodea es demasiado grande, y es el adiós. Pero nos lanzamos hacia delante en busca de la próxima aventura disparatada bajo los cielos”, escribe Jack Kerouac en On the Road, la biblia de la generación beat que narra vivaz y auténticamente el recorrido de aquellos jóvenes que en los 60 unieron Nueva York - México y San Francisco en un mítico viaje en auto.
El camino está plagado de sorpresas. Y también de peligros. “Descubrí que ningún camionero se resiste a un chicle”, cuenta Lorenzo, sobre “los mejores consejeros de ruta”. También, en la frontera de entre Honduras y El Salvador, comprobó que lo de zona caliente no es sólo por la temperatura. “En un retén policial el jefe del operativo me dijo: estás acá bajo tu exclusiva responsabilidad, lo mejor que podés hacer es irte”.
El mayor riesgo lo sufrió en Guatemala –segundo país con mayor pobreza de América Latina: 54%, mientras que Honduras rankea en primer lugar con 60%, según la Cepal–. “Son rutas donde se anda despacio porque son angostas, están en mal estado, hay perros, carritos, agricultores que trasladan sus mercaderías”, revive, “y tienen una peculiaridad: mirás para todos lados y no ves nada; ni bueno ni malo”.
De esa nada, llegó volando una palta que le golpeó el hombro e hizo tambalear a la Tornado, pero que no alcanzó a derribarlo. “Fue el segundo intento de robo”, cuenta, y la confirmación de que debía abandonar la zona lo antes posible. Después de eso, descansó un día en Veracruz, México, donde hay retenes del ejército con armas largas en las rutas. “En comparación, eso era Disney”, dice, aliviado.
Salir de la zona de confort implica asumir un riesgo, enfrentar lo desconocido, desafiar a los demás y a sí mismo. Lorenzo está convencido de que para eso no hace falta tener mucho dinero, ni siquiera una gran moto. La cuestión es animarse a cumplir el sueño y el tiempo, el tiempo, para un hombre de su edad, es lo que no sobra.
“No puedo esperar a nadie porque lo que me gusta tiene un componente físico. Es distinto a andar en auto. La moto es muy ardua, sobre todo si son muchas horas y con clima adverso”, explica, “tenés que tener físico y eso se pierde con la edad”. ¿Qué hace para mantenerse? Gimnasio. Tres veces por semana, mucha cintura y músculos isquiotibiales, para “bancar lo que me gusta hacer”.
¿Cómo definiría la zona de confort? “Gente que tiene trabajo, clase media, con determinadas tramas familiares, que están inmersos en eso. Y que su vida pasa por ir al trabajo, juntarse a comer un asado con amigos, practicar algún deporte y pasar con la familia el tiempo que puede. Y está muy bien eso. Está bárbaro, no es cuestionable. Esa zona de confort me agobia. Entonces, necesito romper. Y rompo viajando”.
-¿A qué le tiene miedo?
-A quedarme solo –ríe-. A quedarme solo y en casa.
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