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La Ciudad |Historias platenses: la ciudad universitaria

Volver o quedarse, esa es la cuestión

Regresar al pago, o instalarse en la ciudad que los acogió es un dilema para los que terminan sus estudios en la facultad

Volver o quedarse, esa es la cuestión

Luciana Banzato eligió volver a vivir cerca del río y de su familia. “me costó mucho el desarraigo, no podía volver muy seguido y el domingo era el peor día. Acá el tiempo rinde de otra manera. Tomarte un mate con una amiga de pasada. Después de 10 años a mil kilómetros, eso lo valorás de otra manera”. Luciana Banzato, 35 años

VALERIA NATALIA SÁNCHEZ Y VERÓNICA LISO historiasplatenses@gmailcom

5 de Mayo de 2018 | 03:20
Edición impresa

Miles de jóvenes migrantes llegan a La Plata todos los años atraídos por las 110 carreras de grado que ofrece la Universidad Nacional de La Plata. De los 27.614 ingresantes que tuvo el año pasado, el 53,59 por ciento llegó de ciudades del conurbano, del interior del país y de otros países.

Por año se gradúan aproximadamente 6 mil estudiantes. ¿Pero qué pasa con los que vienen del interior cuando se reciben? Algunos deciden volver y otros adoptan a La Plata como su hogar permanente. En esta decisión influyen los vínculos, el desarraigo, el desarrollo profesional y las expectativas de futuro.

Fito Páez le cantó a Rosario que siempre estuvo cerca, León Gieco a su litoral, Mercedes Sosa a la Luna Tucumana, Lisandro Aristimuño a su querido pueblo del Sur y Rodrigo a su Córdoba capital. Se fueron y tuvieron éxito fuera de la ciudad que los vio crecer, pero en sus letras las evocaron. Porque irse, dejar a la familia, los recuerdos de la infancia, los lugares donde uno fue feliz, siempre deja una huella. Juan Gelman escribió: “Nacemos y nos cortan el cordón umbilical. Nos destierran y nadie nos corta la memoria, la lengua, las calores”.

Cada joven que llega a La Plata tiene la oportunidad de construir una nueva versión de sí mismo. Durante años arma nuevos vínculos, construye un nido y una nueva red de contención. Las calles de La Plata que eran una hoja en blanco de a poco se van cargando de experiencias, de historias propias, de recuerdos.

Qué pasa con los estudiantes cuando pierden ese estatus. La condena es estar dividido: irse es un nuevo desarraigo, quedarse es estar lejos de la familia.

En cada una de las historias que se cuentan en esta nota hay una búsqueda del equilibrio entre las raíces y el futuro.

Un Verano del 98 eterno

Cuando Carla Rojkind (27) se fue a vivir a La Plata tenía 17 años. En Villa Regina, la ciudad rionegrina de 40 mil habitantes donde nació, había pocas carreras para elegir. Pero ella no se fue por eso. Era muy apegada a sus padres y siempre le había costado hacer amigos. Cuando terminó la secundaria quería empezar una vida distinta.

“La Plata no fue nada de lo que yo esperaba. Fue diez mil millones más”, dice y se emociona. “Es un lugar amigable con los estudiantes. Yo tenía 17 años, iba al mercadito del barrio y recuerdo que me trataban como si fuera casi de la familia”. Para la joven, en La Plata las opciones están al alcance de la mano. Es grande pero no abruma. “Te sentís mal, salís a la calle y algo lindo, algo compinche te sucede”.

Cuando Carla se fue no tenía muy claro si iba a volver a vivir en Villa Regina. Pensaba que tal vez de muy grande. Cuando pudiera comprarse una casa allá, poner su propio medio de comunicación o cuando quisiera tener hijos. Algo lejano.

Agustín Cleve, Licenciado en Trabajo Social y becario del CONICET, explica: “muchos quieren irse del ´pueblo´ a la ´ciudad´ para vivir sus juventudes, ir a la universidad, conocer gente nueva y hacer otras experiencias. Sin embargo, cuando piensan en formar una familia, el ´pueblo´ vuelve a ser un lugar atractivo para tener hijos por sus características más tranquilas y menos inseguras para la vida diaria.”

Carla se recibió de Licenciada en Comunicación Social en septiembre del 2015. Trabajó varios años como productora en un programa de radio y en dos portales de noticias. Pero pronto sintió que se había terminado un ciclo para ella en La Plata. “No podía crecer en mi trabajo. Cobraba la mitad que mis compañeros hombres, estaba en negro, aislada en una oficina”, cuenta.

“Es hermoso ser estudiante en La Plata pero a medida que vas creciendo las cosas cambian”, dice la comunicadora social. “Las amigas se van a vivir con sus parejas y los proyectos dejan de ser tan utópicos y divertidos. Yo sentía que no podía salir del amateurismo en La Plata”, admite. Además, después de tantos años lejos, quería pasar más tiempo con su familia.

Se volvió el 28 de enero del 2017. Estuvo tres meses y la pasó mal. “No me adapté al ritmo de pueblo” dice Carla. Ahora, ya instalada hace un año en Neuquén donde trabaja haciendo prensa para un diputado, encontró el equilibrio: está en una ciudad grande y a la vez cerca de su familia. Sin embargo, siente que se fue de La Plata para avanzar y todavía no lo logró. Tal vez con el tiempo, espera, pueda adaptarse.

“No, no me arrepiento de la decisión, si no me hubiera ido de La Plata me estaría preguntado si había algo para mí en otro lugar. Fui afortunada por tener el apoyo de mi familia y los medios para elegir”, dice.

Igual no descarta volver algún día. “Para mí La Plata es el eterno ´Verano del 98´, un cuadro congelado que duró 8 años de amor constante”.

Cada uno está dónde tiene que estar

A los 17 años Germán Esteban Paggi (61) terminó el secundario y dejó Cacharí, un pequeño pueblo del interior bonaerense, a 250 Kilómetros de La Plata. Cerca del campo y la naturaleza, de las calles de barro y de una infancia libre.

Con más de cuatro décadas en la ciudad, revive: “Cuando terminé el colegio decidí venir a estudiar a La Plata ingeniería química, un poco motivado por los docentes y porque nuestros padres también lo empezaban a ver como un posible futuro. En mi familia no había nadie profesional pero me entusiasmaba la sensación de aprender algo nuevo.”

Cada joven que llega a La Plata tiene la oportunidad de construir una nueva versión de sí mismo

Llegar desde el interior a La Plata con 18 años a muchos puede resultarles aterrador

Para ese entonces Germán había salido del pueblo solo dos veces: un viaje a Monte Hermoso y otro a Corrientes con su familia. Luego, todos sus veranos se reducían a tres meses en el campo, entre la cosecha, la siembra y la tradición de carnear en familia.

Aterrizar en la ciudad de La Plata vestido con jean skipping far west cuando la moda eran los Levis, no fue nada fácil. Sapo de otro pozo. Así se sintió: “Tenía pinta de pajuerano y las chicas te señalaban como el distinto. Además, esto fue en el año 75, época donde las ciudades estaban convulsionadas y yo venía de vivir en una burbuja. Lo que más me impactó es que nadie te dijera un hola, un cómo estás o buenas tardes”.

Ese año le pusieron dos veces un arma calibre 45 en la cabeza y entraron varias veces a la pensión donde vivía. “Yo no estaba en política. La ciudad y la facultad me resultaban totalmente inhóspitas. Preparé la valija dos veces y me volví a mi casa llorando sin contarle lo que me pasaba a mis viejos”, recuerda.

Pero siempre volvía. Pasaban dos o tres días y terminaba regresando a La Plata, buscando eso, que él ahora define como “algo más”. Por esa situación, su primer año no resultó como hubiera querido. “Fue ahí que me cambié de carrera y me anoté en farmacia que era lo que realmente me gustaba”, cuenta. Hoy es dueño de la farmacia Suarez, fue diez años presidente del Colegio de Farmacéuticos de La Plata, con cuatro hijos y una mujer que lo acompañó toda la vida, descubrió finalmente qué era ese “algo más”.

Él se dice un eterno agradecido. Destaca que todo lo que logró fue gracias a generaciones de personas que pagaron las universidades públicas. Aún hoy con lágrimas en los ojos, se replantea: ¿No tendría que haber vuelto para devolverle algo a mi pueblo? Y se responde: “Creo que mi aporte fue cuando pelee por los derechos de las personas desde el Colegio de Farmacéutico”.

Si le preguntan si se siente un poco platense luego de tantos años de vivir en la ciudad, larga una carcajada y afirma: “Ni en pedo. Soy cachariense”.

Volver a respirar viento sur

Luciana Banzato (35) nació en Viedma y cuando terminó la secundaria no tenía muchas ganas de irse. Pero quería estudiar Ciencias Ambientales y no le quedaba otra. Se fue en plena crisis del 2001 así que tenía que elegir una universidad pública sí o sí. “Buenos Aires me daba miedo y sentía que no me iba a adaptar. La Plata era algo intermedio y me gustaba el hecho de que fuera una ciudad universitaria”, cuenta. Finalmente se inscribió en la licenciatura en biología con orientación en ecología.

Cuando piensa en sus primeros días en La Plata recuerda que la ciudad le gustaba, sobre todo las plazas, pero se dio cuenta que extrañaba mucho. Nunca le había pasado: “me costó mucho el desarraigo, no podía volver muy seguido y el domingo era el peor día”. Luciana nunca cambió el 02920 por el 0221, aunque las llamadas le salieran más caras.

Vivió 10 años en La Plata hasta que en el 2011, dos años después de recibirse, se volvió. “Para mí había cumplido un ciclo, ya había estudiado y quería buscar una opción laboral acá”, cuenta sentada en el comedor de su casa que está a pocos metros del Río Negro.

Quería reencontrarse con su tierra patagónica y tener cerca a su familia, así que la vuelta para ella fue feliz. No llegó a Viedma con muchas expectativas. Confiaba en que iba a generarse sus propias oportunidades y así fue. Empezó dando clases en la carrera de Ciencias Ambientales en la Universidad de Río Negro. También participó de investigaciones científicas y fue co-directora de una beca de estímulo a las vocaciones científicas.

Su novio, Estaban, también estudió en La Plata, se recibió de abogado y se volvió a Viedma. Pero para él fue diferente. Volvió pensando que se iba a comer el mundo después de sus años de formación en La Plata. Y pronto descubrió que no. Igual, cree que empezar de cero en la ciudad natal tiene sus beneficios, porque la gente lo conocía a él y a su familia. Además se siente un privilegiado por vivir cerca del río, cerca del mar.

“Acá el tiempo rinde de otra manera”, dice Luciana que llega a su oficina en diez minutos. Hace seis años trabaja en el equipo técnico de la Secretaría de Ambiente y Desarrollo Sustentable de la Provincia de Río Negro. “Tomarte un mate con una amiga de pasada. Después de 10 años a mil kilómetros, eso lo valorás de otra manera”.

La posibilidad de reinventarse

Karina Skop (29) vino a estudiar medicina a La Plata. “En mi familia tenemos el mito que para hacer algo te tenes que ir de tu casa, y yo estaba de acuerdo con eso”, recuerda. Eligió la ciudad porque la guió una pasión que al día de hoy conserva: el teatro. “Estudiaba actuación desde los 14 y como Buenos Aires era un salto muy grande, me vine acá para estar cerca de Capital”, dice.

Venirse con 18 años a muchos les parece aterrador, pero ella vio una posibilidad para empezar de cero. La idea que más le gustaba era la de reinventarse como persona. “Nadie tenía una imagen previa de mí. Acá yo era yo, y eso es algo que todavía me gusta. La gente no me conoce por lo que haga o deje de hacer”.

Agustin Cleve explica que “la vida en otra ciudad y en la universidad habilita nuevas experiencias para los jóvenes en el plano artístico, político, y también personal. En este sentido, la migración posibilita nuevas experiencias y no solamente el ingreso a la universidad”.

El desarraigo no fue un problema para ella, acostumbrada a las mudanzas producto de la situación laboral de sus padres, vivió en varios lugares: nació en Bariloche y pasó por Zapala, Las Grutas y Neuquén. Piensa que La Plata es el lugar donde más tiempo estuvo, 12 años, y cree que la magia está en lo amigable de la ciudad y en que es imposible aburrirse.

La única vez que dejó La Plata fue para irse a Cuba a cursar un postgrado en Medicina General que le llevó un año y medio. Aún así, una vez más, volvió para apostar a la convivencia con su pareja y a una vida cargada de proyectos personales.

Lo que más añora es el contacto con la naturaleza y se imagina una escena futura viviendo en el Sur. Pero la simple idea de irse de La Plata la lleva a aferrarse a sus vínculos. “Sé que acá si yo me caigo va a haber alguien para levantarme, acá tengo redes de contención y viceversa, siempre hay alguien que si necesita algo, yo estoy. Con los que venimos de afuera se genera esa solidaridad. Ese tipo de sostén mutuo es irreproducible en otra situación. Todos estamos lejos de la familia y se genera un vínculo más íntimo”, reflexiona.

 

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Luciana Banzato eligió volver a vivir cerca del río y de su familia. “me costó mucho el desarraigo, no podía volver muy seguido y el domingo era el peor día. Acá el tiempo rinde de otra manera. Tomarte un mate con una amiga de pasada. Después de 10 años a mil kilómetros, eso lo valorás de otra manera”. Luciana Banzato, 35 años

“En mi familia tenemos el mito que para hacer algo te tenes que ir de tu casa, y yo estaba de acuerdo con eso. Estudiaba actuación desde los 14 y como Buenos Aires era un salto muy grande, me vine acá para estar cerca de Capital. En la vida uno puede hacer planes, pero la vida hacer lo que quiere con uno” Karina Skop, 29 años

“Tenía pinta de pajuerano y las chicas te señalaban como el distinto. Además, esto fue en el año 75, época donde las ciudades estaban convulsionadas y yo venía de vivir en una burbuja. Lo que más me impactó es que nadie te dijera un hola, un cómo estás o buenas tardes” Germán Esteban Paggi, 61 años

Carla Rojkind, 27 años “ La Plata no fue nada de lo que yo esperaba. Fue diez mil millones más. Es un lugar amigable con los estudiantes. Yo tenía 17 años, iba al mercadito del barrio y recuerdo que me trataban como si fuera casi de la familia”

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