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Amantes en la realeza: historias de alcobas, traiciones y permitidos

Las “queridas” eran moneda corriente en la monarquía cuando los matrimonios se arreglaban por conveniencia. Pero la modernidad y la propia elección del amor para toda la vida tampoco garantizó la monogamia entre reyes, reinas, príncipes y princesas

Amantes en la realeza: historias de alcobas, traiciones y permitidos

Foto oficial de la boda del principe Carlos y Camila

20 de Septiembre de 2020 | 08:36
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“¿Sabe, Su Alteza, que mi bisabuela fue amante de su tatarabuelo?” Así, dicen, se presentó la joven Camila Shand a Carlos Mountbatten Windsor. Corría el año 1970, él tenía 22 años y ella 23. Ambos eran solteros de modo que ante tan atrevido comienzo y un flechazo indisimulable se podría haber formado una pareja. Y todo hubiera ido sobre rieles si no fuera porque el tal Carlos era, en realidad, Su Alteza Real, el príncipe de Gales, hijo mayor de la reina de Inglaterra y, por lo tanto, heredero al trono. Y Camila no representaba para nada el ideal de esposa para el muchacho: católica, plebeya, nada sumisa y poco dada al protocolo. Por no decir que Carlos distaba de ser un hombre de mundo y necesitaba aún recorrer mucho camino: foguearse en temas militares, educarse, viajar y tener unas cuentas novias como si la experiencia fuera garantía para un posterior matrimonio duradero.

El breve pero apasionado noviazgo se rompió cuando él se fue a Canadá y ella se casó con Andrew Parker Bowles, un militar que pertenecía al mismo círculo de los Windsor, y de quién se dice incluso que fue pareja de la princesa Ana, hermana de Carlos.

Lo que sigue es historia por todos conocida… Carlos se casó con Diana en 1981, el matrimonio no funcionó, él retomó la relación con Camila, Diana se enteró. ¡Y no sólo Diana! El mundo entero conoció a través de la prensa inglesa (muy poco discreta y bastante canalla), las conversaciones telefónicas mantenidas por los amantes que confirmaron que Carlos frecuentaba otra vez la cama de Camila. Da un poco de pudor reproducir aquí el diálogo pero los lectores podrán encontrarlo fácilmente en la red si ponen en el cuadro de búsqueda las palabras clave: diálogo telefónico-Carlos-Camila- quisiera ser un Tampax.

Esta noticia oficializó a Camila como la “amante real”, un título que no era nuevo en círculos monárquicos. Porque, como bien Camila le dijo a Carlos cuando lo conoció, su bisabuela, Alice Keppel había sido amante del rey Eduardo VII, hijo mayor de la reina Victoria y tatarabuelo de Carlos.

Alice , en realidad, lo había conocido cuando aún era príncipe de Gales, en 1898. Él tenía 56 años y ella 30 y una larga experiencia como cortesana. Pertenecía a la aristocracia ya que su padre era el barón Edmonstone y eso le garantizó un buen matrimonio. George Keppel, hijo de un conde, había sido el elegido. Un hombre sin escrúpulos que poco le importaba que su esposa tuviera amantes siempre y cuando estos sirvieran para ascender económica y socialmente. Así fue como Alice fue subiendo peldaños hasta convertirse en la amante preferida de Eduardo VII.

La reina Alejandra sabía perfectamente que su marido no era fiel pero de ninguna manera eso fue un impedimento para que conformaran un matrimonio bienavenido. La relación entre Alice y Bertie, como se lo llamaba al rey, duró 12 años y fue, tal vez, la más duradera y querida de todas. Alejandra la toleraba sin entusiasmo porque, en realidad, le tenía mucha más simpatía a otra de las amantes de su esposo con quien había establecido cierta amistad. Aún así la reina permitió que Alice visitara al rey mientras agonizaba para así poder despedirse. Una de las hijas que tuvo con Keppel se casó con el barón Cubbit y es, por vía materna, la abuela de Camila.

Claro, la gran diferencia entre una amante y otra es que la historia de Carlos y Camila tuvo un final feliz, uno de los pocos casos en círculos reales en que una “querida” se convierte en esposa.

Aunque, entre nuestros “royals” contemporáneos, hay una princesa muy conocida por todos los lectores y famosa por su belleza que pasó de amante a esposa: Carolina de Mónaco.

La reina Alejandra sabía perfectamente que su marido no era fiel pero nunca se opuso a eso

 

Diremos como curiosidad que Carolina, nacida en 1957, fue una de las más firmes candidatas a novia del príncipe Carlos. Su madre, la princesa Grace, hizo todo lo posible para emparejarlos pero la rebelde princesa se había enamorado de un bon vivant francés bastante mayor que ella y que le había propuesto matrimonio para ganar una apuesta a sus amigos: el inefable Philippe Junot. Se casaron pero pronto vino el divorcio. Luego, una sucesión de novios (entre ellos el tenista Guillermo Vilas en su apogeo profesional) y nuevo matrimonio con Stéfano Casighari, un italiano que le dio tres hijos y una gran felicidad. Después de la trágica muerte de Stéfano, en 1990, Carolina desapareció de la corte de Mónaco y se recluyó en la región de la Provenza. Pero poco a poco fue superando la adversidad para convertirse en primera dama del principado y una gran socialité. Se reencontró con sus grandes amigos como el príncipe Ernesto Augusto de Hannover y su esposa, Chantal. Hacia el año 1996 y por esas cosas de las relaciones humanas, Ernesto y Carolina se convirtieron en amantes. Fue un gran escándalo porque Chantal no se lo tomó con espíritu deportivo como habían hecho las esposas de otros siglos. Y para Carolina tampoco fue fácil al punto tal que el estrés le produjo tal alopecia que la obligó a aparecer durante varios meses con un pañuelo en la cabeza. Finalmente los Hannover se separaron y Carolina, ya embarazada, se casó con Ernesto Augusto. A diferencia de Carlos y Camila, este matrimonio no fue feliz y diez años después se separaron.

Amantes en las cortes hubo siempre… el tema es qué actitud tuvieron “las oficiales”. Ya vimos que Diana y Chantal, la mujer del príncipe de Hannover, se lo tomaron muy mal. Diana devolvió con la misma moneda y se dedicó también a tener amantes y Chantal pidió un rápido y discreto divorcio pero le hizo la cruz a su íntima amiga Carolina y nunca más se frecuentaron.

Que las esposas se tomen con estoicismo las infidelidades de sus maridos parece cosa de otra época. Ya vimos que la reina Alejandra aceptaba bastante bien las relaciones de Bertie. Sin embargo hay una reina que, por lo menos oficialmente, le ha puesto el pecho a las balas. Estoy hablando de Sofía de España, siempre con una sonrisa para las revistas y para el marido, aunque su mundo se esté desmoronando.

No sabemos si Sofía ha sufrido ni si aún sufre el desamor pero siempre ha guardado las apariencias y aunque al rey Juan Carlos se le han atribuido cientos de amantes, ella siempre se mantuvo a su lado. Y solo dijo un tímido y disimulado “basta” cuando Juan Carlos traspasó los límites de la discreción y permitió que se conociera la relación clandestina que tenía con Corinna Larsen y que tantos disgustos le ha dado hasta hoy. A Sofía nunca se le conoció un amante ni jamás hizo declaraciones a la prensa ni pidió el divorcio. Solo ellos sabrán los acuerdos a los que llegaron entre sábanas y manteles pero a la vista de todos, Sofía ha elegido ser una esposa pasiva. Como las de antes.

Claro que aunque en siglos pasados la regla indicara que reyes y reinas podían tener amantes y que sus esposas y esposos no tenían por que objetarlo hay un caso en la corte de Francia del siglo XVII que hoy sería un escandalete del que se hablaría en los programas de televisión de la tarde y hasta tendría un rifirrafe en Instagram.

La corte francesa tenía la particularidad de ofrecer a la amante más querida y que más cercanía tenía con el monarca el nombre de maîtresse-en-titre. Eran un título oficial (algo así como “amante titular”) y que servía para distinguir a la dama de aquellas otras a las que el rey solo visitaba ocasionalmente y a las que se les llamaba petites maîtresses.

La maîtresse-en-titre más famosa fue, sin duda, la marquesa de Montespan, amante durante años de Luis XIV. Los lectores que vieron la serie Versalles (que aunque exagera y caricaturiza un poco a los personajes es muy entretenida), la recordarán como Athenaïs, su nombre de pila, y recordarán también como cayó en desgracia cuando se descubrió que había estado involucrada en el “affaire de los venenos” que había causado la muerte de varios integrantes de la corte.

Traemos a colación a este personaje porque, contrariamente a lo que ocurrió con el marido de Alice Keppel, cuando el marqués de Montespan supo que su esposa se había convertido en amante del Rey Sol, se enfureció y le exigió que regresara al hogar marital. Como no tuvo éxito, lejos de retirarse por el foro como hubiera hecho cualquier marido de la época, mostró una gran creatividad en su venganza. Según se relata en el Foro Dinastías, el más completo en español sobre casas reales, “mandó a pintar en su carroza negra enormes astas de ciervo, tan signo de cornudo como los cuernos en sí mismos, y así mismo, tan ricamente ataviado, se presentó ante la corte reunida en Saint Germain en Laye. La escena tuvo que resultar impresionante. Al rey, como es obvio, no le hizo ni pizca de gracia, pero la situación aún empeoró cuando Montespan le hizo frente y le llamó nada menos que “canalla”. Aquello no podía quedar impune: el marqués fue hecho prisionero y encerrado varios días en Fort l’Évêque, lugar bastante tenebroso. Luego, Luis tuvo a bien liberarle pero enviando orden de que se exiliase a la Guyena. El marqués seguía siendo un hombre de notable teatralidad en la expresión de su disgusto: no dudó en organizar un réquiem por su esposa, como si Athenaïs hubiese muerto, e incluso mandó preparar una curiosa tumba con la inscripción 1663-1667.

Cuando el marqués de Montespan supo que su esposa le era infiel, pintó astas de ciervo en su carroza

 

Todas y cada una de estas historias tienen innumerables bifurcaciones y miles de páginas se han escrito sobre quienes durmieron en el lado izquierdo de la cama de reyes y reinas, de príncipes y princesas. Y poco a poco los iremos conociendo.

El concepto de amor y matrimonio ha cambiado a través de los siglos y quienes hoy están en el trono o cerca de él pueden elegir por amor a quien lo acompañará por el resto de su vida. De modo que una maîtresse-en-titre es impensable en estos tiempos. Tampoco un maitre- en- titre, título que nunca existió como tal a pesar de que hubo en la historia hombres que fueron amantes fijos de grandes reyes y reinas. Aunque, por supuesto, nunca se sabe. Lo único que no cambia es que todo cambia, así que puede ser que en un futuro veamos monarcas que vivan libremente el famoso y plebeyo concepto del poliamor.

 

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