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La nueva intolerancia

La nueva intolerancia

La cultura de la cancelación, una muestra más de intolerancia

SERGIO SINAY
Por SERGIO SINAY

3 de Octubre de 2021 | 09:09
Edición impresa

Bajo un barniz de corrección política e ideológica una peligrosa forma de intolerancia se ha instalado en primer lugar en las redes sociales y desde ahí desborda hacia espacios públicos, culturales, educativos y mediáticos generando nuevas grietas y flamantes resentimientos. Las palabras que definen a ese fenómeno fueron consideradas las más determinantes del año en 2019 por el diccionario Oxford, el más respetado y completo de la lengua inglesa. Esas palabras son “cultura de la cancelación”, y esa cultura, nacida en el mundo endogámico de las universidades estadounidenses, se extendió por el planeta.

Como ocurre con muchos procesos que alcanzan masividad, también este se inició de manera intrascendente. Sin saberlo, quienes en las redes sociales eliminaban o bloqueaban a aquellos contactos con los cuales de pronto disentían en alguna idea, gusto u opinión ya practicaban, antes de que esto se extendiera, la cultura de la cancelación.

OFENSAS A GRANEL

En el último lustro, y especialmente a partir del movimiento “#Me Too”, el fenómeno adquirió características marcadas y se manifiesta en forma de bullyng virtual, tanto personal como colectivo, de escraches, de exigencias de despidos de personas (en universidades, centros científicos, organismos culturales), de agresiones físicas y públicas, en patota, a artistas, políticos, pensadores, periodistas y demás. Basta con que alguien (persona o grupo) se sienta ofendido desde el punto de vista racial, sexual, generacional, político, etcétera para que se atribuya el derecho de “cancelar” al supuesto ofensor. ¿Por qué supuesto? Porque no existe un “ofensómetro” que permita determinar si una opinión, una actitud, un texto, una palabra, una indumentaria o cualquiera de las cosas que la cultura de la cancelación determina como tales, son realmente ofensivas. Sucede cada vez con más frecuencia que la ofensa se termina demostrando como una cuestión puramente subjetiva. El problema comienza cuando esa subjetividad se establece como medida de todas las cosas, como verdad única e indiscutible, como vara de medida para todas las ideas y todas las personas, como ley inapelable, y en virtud de ello se exige o se aplica penalidades a quienes no se ajustan a ese rasero.

(*) El autor es escritor y periodista. Su último libro es "La ira de los varones"

En una columna de opinión publicada en el diario español “El País”, el escritor Andrés Barba, autor de la reciente “Guastavino y Guastavino” y una de las figuras más destacadas de la nueva narrativa española advierte: “El boicot de la cultura de la cancelación no pretende solo un tirón de orejas digital o un bloqueo profesional, sino algo más radical y en cierto modo verdaderamente utópico, borrar literalmente a esas personas, programar un paso del ser al no ser. Ya no importa que la persona se avergüence públicamente de sus acciones, ni que pague en moneda de carne o de sangre por sus errores o sus delitos, queremos que sea ajusticiada con la inexistencia: que sea cancelada”.

Desde esa perspectiva la cultura de la cancelación puede considerarse como una cultura de odio, de intolerancia hacia lo que no concuerda con el propio modelo mental, con la propia cosmovisión, con las propias creencias. Amparándose en lo autodeterminado como “políticamente correcto” sus cultores suelen actuar con en el poder del número, de la manada, para rechazar lo diferente en nombre de la pureza de un grupo, y escapar a todo debate y a toda posibilidad de pensar. En un texto titulado precisamente “El miedo a pensar” (que forma parte de su propuesta “Principios de reconstrucción social”), el filósofo y matemático ingles Bertrand Russell (1872-1970) señalaba en 1916: “Es mejor que los seres humanos sean estúpidos, amorfos y tiránicos, antes de que sus pensamientos sean libres. Puesto que, si sus pensamientos fueran libres, seguramente no pensarían como nosotros. Y este desastre debe evitarse a toda costa. Así arguyen los enemigos del pensamiento en las profundidades inconscientes de sus almas. Y así actúan”. Palabras que parecen dedicadas a los practicantes de la cultura de la cancelación, quienes a menudo se escudan mucho bajo títulos, profesiones y cargos prestigiosos.

CREANDO GUETOS

La nueva intolerancia no repara en nombres. La han sufrido, entre muchos otros, escritores como el gran novelista estadounidense Philip Roth (1933-2018), J.K. Rowling, autora de “Harry Potter” (quien osó considerar que entre género y sexo hay una íntima e ineludible relación) y recientemente la actriz Scarlett Johansson, víctima de un sostenido bullyng de grupos intolerantes que consideraban que no siendo ella una mujer trans era una ofensa que interpretara a una protagonista de esas características, como iba a hacerlo hasta que optó por renunciar al proyecto. Esta es una muestra específica de la cultura cancelatoria. Lo que se conoce como política identitaria. De acuerdo con la misma nadie que no sea parte de una determinada minoría, sea sexual, nacional, racial, religiosa, etaria, puede opinar sobre esa minoría, ni escribir sobre ella, ni usar sus ropajes, experimentar sus hábitos, preparar sus comidas, usar sus palabras, cantar sus canciones, recitar sus poemas bajo pena de estar ejecutando una “apropiación cultural” y cometiendo una ofensa que, por supuesto, autoriza a los “ofendidos” a todo tipo de desquite.

Como bien explica la ensayista y profesora de ciencias políticas francesa Caroline Fourest en su reciente, lúcido y esclarecedor ensayo titulado “Generación ofendida”, se establece así una suerte de nuevo racismo, se anula la riqueza de la diversidad, se fragmenta a la vasta humanidad reduciéndola a guetos con murallas impenetrables, se impide toda integración de lo diverso y se termina por establecer una verdadera policía del pensamiento cuyos integrantes son aquellos que se atribuyen a sí mismos la razón, la pureza y la verdad. Esto se verifica en las cuestiones de género, en las religiosas, en las académicas, en las políticas y, una vez enquistada, la cultura de la cancelación se naturaliza incluso en las relaciones interpersonales, en las laborales, las afectivas y hasta las familiares. Las redes sociales aportan lo suyo, ya que, al sustraer la presencialidad, la constancia del otro en carne y hueso, la exigencia de discutir cara a cara y exponer argumentos y no solo prejuicios, estimulan el anonimato y la consecuente cobardía desde la cual se elimina o se cancela al diferente. Acaso la analogía que mejor describa a los canceladores es la de quienes manejan drones que destruyen poblaciones enteras, y lo hacen desde cómodas instalaciones, a decenas de miles de kilómetros de distancia, indiferentes a las consecuencias de sus acciones.

La ferocidad y el accionar en bandas de los canceladores ha logrado crear la censura del miedo. En los medios, en los claustros, en eventos públicos, en instituciones, en espacios culturales, en reuniones sociales muchos callan por temor a la descalificación y a la cancelación del progresismo intolerante (vaya paradoja), que deformando y desvirtuando causas nobles, marcha hacia la imposición del pensamiento único. Los canceladores, dice Caroline Fourest, defienden la libertad de odiar, no la de pensar y hablar.

 

(*) Escritor y ensayista. Su último libro es "La ira de los varones"

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