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SERGIO SINAY (*)
Por SERGIO SINAY (*)
En su exquisita novela “La lentitud”, el escritor checo Milan Kundera pregunta: ¿Por qué habrá desaparecido el placer de la lentitud? Interrogante que muy pocas personas, si acaso alguna, sabría responder en esta época de urgencia, corridas, velocidad, en la que las inamovibles 24 horas de un día parecen siempre escasas. Se ha calificado de varias maneras a la época en que vivimos. Tiempos líquidos, era de la ansiedad, sociedad del cansancio, etcétera. También se la puede definir como la era de la impaciencia. Todo tiene que ocurrir u obtenerse ya. No hay espacio para la espera ni para los procesos. Se quiere llegar sin viajar. Y cuanto peor es la situación general (sea que se la observe en el plano económico, el político, el social o simplemente el personal) más prisa hay por huir, no importa por cuál puerta ni en qué dirección.
“Cuando las cosas suceden con tal rapidez, nadie puede estar seguro de nada, de nada en absoluto, ni siquiera de sí mismo”, escribe Kundera. Y explica la relación que encuentra entre velocidad y olvido por un lado y lentitud y memoria por el otro. Se puede observar en la manera de caminar, sostiene. Quien quiere olvidar acelera su paso, como si quisiera escapar de lo que pretende borrar de su memoria. En cambio, quien busca atesorar un recuerdo camina más lento, permitiendo a esa experiencia encontrar un espacio donde asentarse en el mundo interno. ¿De qué pretende alejarse la sociedad contemporánea, a través de sus miembros, mediante esta permanente y desbocada fuga colectiva? Autos más veloces, constante repiqueteo de las frases “tenelo ya”, “pedilo ya” o “no te lo pierdas”, impaciencia ante las pantallas si una página tarda más de un segundo en bajar o la respuesta a un mensaje no es inmediata, imposibilidad de mantener la atención en un texto, una conversación, o lo que fuere, durante más tiempo que unos breves minutos o segundos. El delivery promete devolver el importe de lo pagado si el pedido no llega en un lapso cada vez más breve, que pone en riesgo la vida del repartidor, sometido a la presión de la urgencia. Se nos ofrece internet cada vez más veloz, lo que tendría como único resultado empacharnos con más mensajes, más infoxicación (noticias falsas, información chatarra, publicidad, mensajes) y, al final, con menos tiempo para encuentros y experiencias reales con personas reales en el mundo real. Como bien lo explica Kundera, el ser humano está entregado hoy a una velocidad delegada en la tecnología, de la cual el cuerpo está ausente, no participa de la experiencia, un éxtasis artificial que trae sufrimiento a la mente y al alma.
Semejante velocidad impide vivir el presente que nos toca, pasamos por él como surfistas, haciendo cabriolas sobre una superficie a la que apenas rozamos, y en ningún momento podemos ser buzos que descienden hacia la profundidad y los misterios de las vivencias. Diana Hunt y Palm Hait, planificadoras del tiempo para personas y organizaciones, detectaron en la década de los 90 el modo en que este se había deteriorado y deshumanizado y plantearon en el libro “El Tao del tiempo”, que escribieron en conjunto, una distinta aproximación al fenómeno. “Antes del 1500, escriben allí, la visión del mundo era orgánica. Las personas vivían en comunidades pequeñas y estaban muy ligadas a la tierra. Si pensaban en el tiempo, la percepción se limitaba a lo que sucedía en la naturaleza y lo que experimentaban personalmente”. En ese mundo, señalan, el día seguía a la noche y las estaciones lucían ordenadas. Había, literalmente, un tiempo para sembrar y un tiempo para cosechar, tiempos que, además, se repetían en patrones fáciles de clasificar, sin relojes ni agendas que apuraran a nadie ni forzaran a transgredir ni desvirtuar las leyes de la vida, eso que los chinos llaman Tao.
Hacia los años 60, relatan Hunt y Hait, se instaló la práctica (convertida hoy en manía) de la administración del tiempo. Empezó en las empresas industriales y de servicios bajo la consigna de la innovación (otra tara de nuestros días, que urge a correr permanentemente hacia adelante sin dejar que ninguna experiencia se asiente, cuaje, eche raíces). Veinte años más tarde, en la década de los 80, algunos “individuos pensantes”, como los llaman las autoras, empezaron a darse cuenta de que habían quedado atrapados en las urgencias derivadas de la administración de un tiempo que solo podía ser pensado en términos, de eficiencia, productividad, sin minutos (no hablemos de horas o días) destinados a la contemplación o la reflexión. La consigna “el tiempo es dinero”, se hizo universal, se expandió no solo en las empresas sino en la vida de cada persona. Un minuto perdido es dinero perdido, es quedarse atrás en la carrera hacia ninguna parte. ¿Pero qué importa el destino? Si todos corren hay que correr. A pesar de darse cuenta de la trampa, dicen Hunt y Hait, pocas personas hicieron algo para salir de ella. Es decir, para variar la velocidad en la marcha de sus vidas, para recuperar tiempo propio. “Al ver el tiempo como limitado, advierten, nos imponemos límites a nosotros mismos, fronteras que percibimos como una presión cuando nuestros planes mejor trazados se van al traste”.
Hunt y Hait hablan de dos senderos. El impersonal, la Era de la Información, camino de la alta tecnología, impulsado por una mente científica colectiva y dirigido por computadoras, programas y algoritmos, y que tiene un solo carril: el de la alta velocidad. Datos, eventos y experiencias se conectan allí y no hay tiempo (valga la paradoja) para desacelerar. El otro camino es el de la Era de la Conciencia, senda que se vuelve sobre sí misma, que es intensamente personal, que permite mirar el propio mundo interior, preguntarse por las necesidades a atender y por los propósitos cuyo seguimiento da sentido a la vida. En este camino se reduce la velocidad, lo urgente cede su lugar a lo importante y es posible crear una experiencia de vida cotidiana intransferible. Quizás, en respuesta a Kundera, se pueda decir que el placer de la lentitud se perdió por el camino de la Era de la Información.
En un muy recomendable ensayo titulado “Alienación y aceleración” el sociólogo alemán Hartmut Rosa advierte que la velocidad que domina estos tiempos (creando esa liquidez en la que nada se consolida, permanece ni deja huella en la memoria) “estamos tan dominados por el deseo de reducir la lista de cosas por hacer que perdemos nuestro sentido de lo auténtico, de aquello que en verdad queremos”. Nunca encontramos tiempo para saber quiénes somos, y menos aún para serlo. Acelerados, terminamos por salir de nosotros mismos, disociarnos y perdernos en el sinsentido. Eso es la alienación.
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Cuando no hay tiempo para nada, tampoco hay nada para el tiempo. Nada que haga de los minutos, las horas y los días de nuestra vida una experiencia que tenga sentido transitar. Todo será correr y, como dice el filósofo coreano Byung-Chul Han en su ensayo “El aroma del tiempo”, quien se queda sin aliento se queda sin espíritu. En el Antiguo Testamento la palabra “ruaj” define, precisamente, tanto a aliento como a espíritu.
(*) Escritor y ensayista, su último libro es "La ira de los varones"
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