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Revista Domingo |IMPRESIONES

Los nuevos ciegos

Por GABRIEL BÁÑEZ

Los nuevos ciegos

Los nuevos ciegos

15 de Febrero de 2009 | 01:00
Son los nuevos ciegos. Ambulan por las ciudades con la mano en alto, extendida, concentrados en pulsar o digitar aquello que la tecnología exige. Caminan ensimismados, sumisos, satisfechos. Uno los puede ver en masa, en su mayoría jóvenes, cruzando las avenidas como sonámbulos, en estado ausente pero concentrado, esforzando la vista y enfocados en un solo punto. Han cambiado el bastón blanco por el celular, los sonidos y el paisaje de la ciudad por la última melodía de onda o los breves mensajes en pantalla. El toc toc del bastón también ha trocado: el ringtone. Los nuevos ciegos, por supuesto, han dejado de percibir y marchan tanteando el adminículo. Es curioso: parecen zombies, ajenos por completo al entorno, a los detalles de una realidad siempre rica, caótica en matices y detalles imprevistos. No hay miradas en esos ojos para otros ojos. No pueden. Es que están lejos, distantes, en estado de ausente vigilia.

Peor aún: hay quienes ni siquiera dependen de la llamada en línea: cada dos o tres minutos llevan la mano a la cartera o al cinturón y ejecutan el acto maquinalmente. Controlan, aprietan, verifican. Luego vuelven a guardar, como en cartuchera.

La ansiedad incorporada al lenguaje corporal urbano es un síntoma cotidiano, un tic vulgarmente expuesto en cada esquina y calle de la ciudad. Basta observarlos.

Por supuesto, no podría ser de otra manera: la recursiva sobre exigencia de estar en conexión demanda una permanente vigilancia, una obediente gimnasia policial en eso de recibir y contestar. Subordinación y respuesta. Nada más elocuente. Lo inmediato bajo control ha desplazado al presente: mensajes, llamadas, signos y señales perdidas o en estado de espera. Lo importante es el aguijón de la orden -diría Elías Canetti-y la consabida celeridad para responder. Nada, tampoco, parece tener más valor que ese aparato que permite abrirnos al mundo tanto como encerrarnos en nosotros mismos.

En el variopinto paisaje ciudadano de los nuevos ciegos habría que consignar también el exhibicionismo. Es manía. La acción consiste en extraerlo, abrirlo, consultarlo compulsivamente, y luego volverlo a guardar. Se trata de una puesta en escena minúscula y peatonal, mera apariencia. Nadie los convocado. Sin embargo, ellos tienen sobrados motivos para hacerlo: la hora, el estado del tiempo, el más reciente spam, el tránsito en las rutas y hasta el e-mail o la clave en código de la trampita retacona. No hay edad para la dependencia.

Lo singular de estos nuevos ciegos es comprobar con que docilidad se han adaptado -masiva, entusiastamente-, a la estrategia más feroz del consumo comunicacional de los últimos tiempos. Comunicarse es exigencia cultural. Claro que el equívoco deviene de un concepto de raíz parecida, neologismo en alza compulsiva: conectividad. Esta es la palabra. Lo cierto: se ha sustituido la comunicación por el contacto; el encuentro por la respuesta msn. Toda una estética de estar espacialmente sin estarlo. En el verano, en las playas, la sumisión tecnológica ser más contrastante. El paisaje desaparece ante la fiebre de pulsar. Lo más nefasto de la conducta de estos nuevos ciegos se da por lo general en medio de una conversación: mano a mano: ante la mínima llamada, el receptor se aparta, se levanta como un resorte y responde. Nada es más importante. El sonido ha adquirido más valor que la palabra hablada. Obediencia debida y de vida.

¿Cuál es, me pregunto, la irresistible seducción que provocan estos collares modernos? Muy probablemente, como insinuó Antonio Muñoz Molina, cierta artificiosa noción moderna del ser social. Conectarse de este modo representa un grado de justificada validez social. Cuanto más repique el aparatito, más importante se es. Casi obligación. Al revés, cuando es uno quien llama, el objeto adquiere un valor suplementario: pasa a convertirse en fetiche patrimonial. Sentarse a la mesa de un café en un bar es seguido por un único ritual: apoyar el teléfono, el blackberry, o el I-Pod y guardar estricta atención sobre la miniatura. Poder territorial que cabe en una mesita. El mal gusto está a la orden.

Hay quienes, con algo de rebeldía y elegancia clásica, reniegan del collar. Primero por buen gusto, lo que es comprensible; segundo por independencia, lo que es aún más inteligente. Dentro este muy selecto grupo están también aquellos que despotrican contra los mensajes de texto, por sus códigos de lenguaje anémico. Puede ser, aunque tengo mis dudas con respecto a esto último. Algunos consumidores -más mal que bien-, han aprendido que existe la palabra escrita y que ésta puede escribirse y hasta formarse letra a letra a través de un botón, aunque suene a ironía. Personalmente, nada tengo en contra de la modalidad: es muy útil. Puede sacarnos de situaciones límite, emergencias o imponderables de extrema gravedad. Lo que también creo, por supuesto, es que demasiada gente vive en estado de gravedad permanente.

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