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Séptimo Día |LA IGLESIA DE HOY

Hipocresía conyugal

4 de Marzo de 2018 | 07:54
Edición impresa

Por DR. JOSE LUIS KAUFMANN
Monseñor

Queridos hermanos y hermanas.

El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que “La Sagrada Escritura se abre con el relato de la creación del varón y de la mujer a imagen y semejanza de Dios y se cierra con la visión de las ‘Bodas del Cordero’. De un extremo a otro la Biblia habla del matrimonio y de su ‘misterio’, de su institución y del sentido que Dios le dio, de su origen y de su finalidad, de sus realizaciones diversas a lo largo de la historia de la Salvación, de sus dificultades nacidas del pecado y de su renovación ‘en el Señor’, todo ello en la perspectiva de la Nueva Alianza de Cristo y de la Iglesia.” (1602).

Para el cristiano, el matrimonio es una institución natural elevada por Jesús a la dignidad de sacramento. Sin embargo, lamentablemente, la sofisticada hipocresía de los seres humanos ha pretendido deteriorar esa realidad insustituible. Pero su deterioro, por no decir corrupción, es ante todo una consecuencia del pecado de origen y de los pecados personales. No pocos están obstinados en destruir el matrimonio, pero ciertamente no podrán lograrlo porque es “duro dar coces contra el aguijón” (Hechos 26, 14), es decir: destruir aquello que es la célula de la sociedad humana.

Dios creó al varón y a la mujer dotándolos de la sexualidad, pero de un modo superior a todos los demás seres creados, debido a la condición racional. El sexo en sí mismo es una de las grandes maravillas del ser humano, pero está destinado únicamente a ser usado dentro del matrimonio y según un modo digno de la única especie inteligente. Sin embargo, cuando prima la pasión irracional el ser humano es capaz de lo más depravado y aberrante, dañando así la grandeza y dignidad del sexo y del matrimonio.

“El matrimonio se funda en el consentimiento de los contrayentes, es decir, en la voluntad de darse mutua y definitivamente con el fin de vivir una alianza de amor fiel y fecundo” (Catecismo 1662)

 

Cuando entran sombras en las propiedades esenciales del matrimonio, que son la unidad, la indisolubilidad y la apertura a la fecundidad, y entre los cónyuges comienzan a darse situaciones adversas, como la falta de comprensión, de sinceridad, de trasparencia, de fidelidad, de amor… la institución se convierte en una hipocresía insoportable que concluye con la separación, al menos. Y las víctimas que más sufren son los hijos, sobre todo si son niños o jóvenes. La hipocresía es el veneno mortal de toda institución.

“El matrimonio se funda en el consentimiento de los contrayentes, es decir, en la voluntad de darse mutua y definitivamente con el fin de vivir una alianza de amor fiel y fecundo” (Catecismo 1662).

Es muy lamentable que se estén queriendo denigrar y destruir valores fundamentales de la sociedad humana. Tengamos en cuenta que todo aquello que sólo se parezca al matrimonio no es matrimonio, al menos para los cristianos. Toda relación o vínculo sexual sin una adecuada orientación natural, en el respeto a la dignidad integral, es una mera pasión carnal, que es una manifestación más de la hipocresía conyugal. Por lo tanto, los vínculos maritales entre un varón y una mujer, pero sin la voluntad mutua y definitiva expresada ante testigos, es una hipocresía o ficción o parodia o mentira o falsedad; y las consecuencias son imprevisibles.

La conciencia de los individuos debe ser formada en la verdad, dejando de lado toda posible manifestación de libertinaje contra la naturaleza, es decir toda aberración moral. Esa responsabilidad está en los progenitores, a quienes compete prioritariamente la educación de sus hijos.

“No se engañen: nadie se burla de Dios. Se recoge lo que se siembra: el que siembra para satisfacer su carne, de la carne recogerá sólo la corrupción; y el que siembra según el Espíritu, del Espíritu recogerá la Vida eterna” (Gál 6, 7-8).

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