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Por SERGIO SINAY
sergiosinay@gmail.com
Las fechas como la del próximo jueves, 8 de marzo, cuando se conmemora el Día de la Mujer, tienen un problema. Al igual que en el Día de la Madre, del Maestro, del Padre, del Trabajo, y tantas otras, concentran en una jornada todas las alabanzas, las promesas, las intenciones, los recordatorios, los pedidos de perdón y las exaltaciones y dejan todo eso en segundo, tercer, o cuarto plano durante los restantes 364 días del año. Como si la dedicatoria de ese único día absolviera de errores, de malentendidos y de olvidos.
En el caso puntual del Día de la Mujer, como en tantos otros, no está de más recordar por qué se conmemora. La historia se remonta a 1911, cuando en la Segunda Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas, realizada en Copenhague, Dinamarca, se decidió establecer el 8 de marzo como Día de la Mujer Trabajadora. En aquella declaración se subrayaba que el objetivo de la conmemoración era exigir para las mujeres igualdad laboral, derecho a voto (que en la mayoría de los países del mundo no les era concedido) y posibilidad de aspirar a cargos públicos, lo que entonces se consideraba una herejía. Pasaron pocos días antes de que se confirmara trágicamente la justeza de aquellos reclamos. El 25 de marzo de 1911 ardió una fábrica de camisas en Nueva York y murieron las 140 mujeres que trabajaban en aquel taller en condiciones infrahumanas. Tuvo que transcurrir otro siglo hasta que, recién en 2011, la Organización de las Naciones Unidas (ONU), un organismo en el que, al igual que en el mundo allí representado, predomina el machismo, estableciera oficialmente el 8 de marzo como Día Internacional de la Mujer.
Este breve repaso histórico muestra que, desde el principio, no hubo nada que celebrar. Y, a la luz del presente, tampoco lo hay. Muchos de aquellos reclamos siguen siendo válidos. La situación laboral de las mujeres en el mundo continúa mostrándose desventajosa respecto de los varones, aun cuando desde la década de los años cincuenta del siglo pasado su ingreso al mundo del trabajo haya sido creciente e incesante. Las diferencias salariales las perjudican, en muchas tareas son víctimas de un enraizado prejuicio que hace que se las considere “no aptas”, y la persistencia de estereotipos que no dejan de transmitirse de generación en generación sostiene la creencia de que la biología genera capacidades. Este sesgo de pensamiento francamente discriminatorio llevó a que, por ejemplo, un par de años atrás varios pasajeros decidieran bajarse de un avión de American Airlines que debía cubrir el trayecto Miami-Buenos Aires al enterarse que tanto piloto como copiloto eran mujeres.
La anécdota no es graciosa. Muestra atavismos inaceptables en pleno siglo XXI y, lo peor, es apenas una muestra de una creencia y un prejuicio que siguen profundamente instalados en el inconsciente colectivo (y a menudo también en la conciencia). Es posible verlos en acción en muchas conversaciones, en entrevistas laborales, en declaraciones de personajes públicos, en comentarios en los medios, en el funcionamiento de la política, en el atraso o en las omisiones de muchas políticas públicas, en los sueldos que se pagan en oficios u profesiones considerados “femeninos”, como enfermería, docencia, trabajo doméstico, confección, etcétera. He aquí un pequeño test: pregúntese el propio lector o lectora qué trabajos o profesiones considera “femeninos” y luego trate de fundamentar el por qué. Puede ocurrir que, a la hora de demostrarlo, se encuentre en dificultades, salvo que apele a lugares comunes no probados científica o racionalmente. Es que todos hemos sido criados dentro de una cultura machista y estamos impregnados por ella. Lo cual hace muy valioso todo intento individual o familiar por revisar preconceptos. Por supuesto, hay excepciones. Y son eso, excepciones. Pero lo que predomina es la regla, no la excepción, por eso existe un Día de la Mujer. Si otra fuera la pecera en la que nadáramos, esta conmemoración no sería necesaria.
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Respecto de esta cuestión, la filósofa e historiadora francesa Elisabeth Badinter hace en su libro “Hombres/mujeres: cómo salir del camino equivocado” una necesaria advertencia: “La diferencia de los sexos es un hecho, pero no predestina a roles y funciones”. La igualdad se alimenta de lo mismo, dice Badinter, no se enriquece con las diferencias. Es la equidad lo que debe buscarse, porque allí las diferencias cuentan para sumar. Entonces no habrá tareas “menores” por ser cosa de mujeres, sino labores distintas, que merecen el mismo tratamiento, respeto y paridad que todas las demás.
Mientras no se vea así, varones y mujeres continuaremos atrapados en las jaulas de los estereotipos. Se valorará preferentemente la capacidad económica y políticamente productiva y ejecutiva de los hombres y el así llamado instinto por el cual las mujeres estarían destinadas a cuidar, criar y alimentar. Estas creencias de orden cultural son presentadas como leyes naturales. Pero una ley natural es inviolable e inalterable (como la de la gravedad), mientras está comprobado que los hombres, si se lo permiten, pueden criar, educar, cuidar y ser emocionalmente receptivos, y las mujeres, si les es permitido, pueden ejecutar, decidir y liderar.
En realidad, es lo que ellas vienen haciendo de modo creciente desde las décadas finales del siglo anterior, pero a costos altos. Los días de las mujeres incluyen cada vez más, y muchísimas veces, doble trabajo. El de sus oficios, empleos y profesiones, que llevan a cabo para coprotagonizar el sostén de sus hogares, y en el caso de familias monoparentales para sostenerlas por completo. Y a eso se suman las tareas domésticas, que siguen recayendo básicamente sobre ellas. Una encuesta sobre el uso del tiempo efectuada por el Indec señala que las mujeres dedican un promedio de 3,4 horas diarias a esas tareas contra 1,2 de los hombres, que ellas dedican 1,9 horas al cuidado de personas contra 0,6 de los hombres, y 0,4 horas al apoyo escolar de sus hijos contra 0,1 de los hombres. Todo eso es trabajo no remunerado. Y, al final de la jornada, significa que para la mayoría de las mujeres adultas un día de sus vidas es un día de trabajo.
Serían días más equilibrados, cooperativos, solidarios y equitativos si los varones rompieran sus estereotipos mentales y se comprometieran en esas tareas sin miedo a perder masculinidad. No hay riesgo de esto. Pero la convocatoria no será fácil mientras los modelos mentales (que no son leyes naturales) sigan imponiendo, desde la educación y la cultura, la idea de los “instintos” femeninos. ¿Cómo pedirle a un hombre que participe, se pregunta Badinter, si se le dice a él y a la mujer que el varón carece de esos instintos de crianza, cuidado y administración del hogar? ¿Y cómo lograr que una mujer abra esos espacios (aunque pida colaboración) si los mandatos la amenazan conque, en caso de no dedicarse a esas labores, algo estará fallado en ella como mujer?
Ni estas preguntas se responden en un solo día, como el 8 de marzo, ni estas cuestiones se resuelven, para bien de hombres y mujeres, en una sola jornada, como el Día de la Mujer. Son temas que nos deben acompañar todo el tiempo, todos los días, hasta que, juntos, encontremos el punto de equidad, en el cual las diferencias se complementan.
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