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Jorge Garay
jgaray@eldia.com
Hoy, cuando nuestros hijos hacen largas y desesperadas colas para ver por tercera vez “Avengers: Endgame” mientras discuten frente a sus desorientados padres el destino de las piedras del infinito y las implicancias del viaje en el tiempo de Capitán América, es importante recordar que este tipo de consumos comiqueros no siempre fue abrazado por las masas.
De hecho, durante décadas los geeks, freaks y nerds del mundo se aglutinaron en los márgenes de la sociedad, ocultos porque, claro, ocupaban (ocupábamos) el piso de la cadena alimentaria social y eran presos de eso que hoy llamamos bullying, pero que entonces era parte de la vida cotidiana. Pero en esta era, en la que una película de superhéroes es el evento del año y camina con paso seguro a convertirse en la cinta más vista de toda la historia, una generación entera cita de memoria a “Harry Potter”, y todos se reúnen los domingos para ver “Game of Thrones”, el geek es rey.
Quizás tenga que ver con que habitamos la era de la información. El geek es dueño de un compendio de datos profundos, aparentemente infinitos, sobre aquellas cuestiones que lo fascinan: el término nació para referirse a personas obsesionadas con la tecnología y la información, aunque, como cualquiera que haya visto “The Big Bang Theory” sabe, los mismos que viven enroscados en sus computadores suelen leer decenas de historietas por semana. La confluencia de intereses terminé ampliando la cultura geek: de centrarse en cuestiones tecnológicas, a abarcar la ciencia ficción, la fantasía, los juegos de rol y, claro, los videojuegos.
Y hoy, cuando el consumo cultural mainstream pasa, justamente, por los videojuegos, la ciencia ficción y la fantasía, el geek ya no se esconde en los márgenes sociales; hoy lleva ese exceso de información aparentemente inútil sobre temas como el creador del último jueguito para celulares o la mitología de Poniente, como una medalla de honor, que saca a relucir ante sus amigos en la larga cola de “Endgame”.
Sigue habiendo, sin embargo, un grupo social que no termina de comprender o aceptar estos comportamientos obsesivos: los padres. Es que, está claro, ciertos aspectos obsesivos del geekismo vienen acompañados de largas horas de encierro y de hábitos desmedidos de consumo: la fuerza principal de este fenómeno son grandes corporaciones que empujan nuevas versiones de lo mismo, la décima secuela a una saga de cine, más misiones para un videojuego, para aprovechar la fascinación juvenil con estos mundos fantásticos y el hecho de que son hoy una especie de carnet social. Antes mandaba el que tenía la pelota, ahora, el que tiene la consola, el último jueguito, el que más veces vio “Endgame”.
Y de alguna manera, la desaprobación de los padres está bien: nadie fue, de chico, a un recital de punk rock de la mano del padre, son espacios, consumos, jóvenes que operan como contraseñas para atravesar la puerta hacia un mundo sin adultos.
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Y en rigor, siempre fue el universo geek así: como cualquier consumo, desde el rock hasta la ropa de moda, las historietas, el cine, la ciencia ficción, siempre sirvieron de aglutinadores, de plasticola social. Ayer y hoy, el mundo geek fue y es una excusa para hacer amigos y reunirse. Allá a lo lejos y hace tiempo, sirvió para que muchaches con intereses alternativos trabaran amistades a pesar de una timidez que comandaba su deseo de escapar hacia mundos fantásticos. Y hoy, cuando la cultura geek es aceptada, es masiva, ya no es sólo un consumo alternativo. Hoy, cuando las familias se reúnen frente al televisor cada domingo para ver “Game of Thrones”, como se hiciera otrora con “Grande Pa” o “Gasoleros”, y cuando desde mis padres a mis sobrinos discuten quien se quedará con el Trono de Hierro en la fantasía medieval de HBO, la plasticola social de los marginados se ha convertido en un aglutinador de masas.
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