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SERGIO SINAY (*)
Por SERGIO SINAY (*)
Un aspecto morboso de la “nueva normalidad” parece ser el de contabilizar diariamente muertos e infectados por el COVID-19. A fuerza de repetición el hábito se naturaliza. Así se construyen las normalidades. Una vez establecidas las costumbres no se las cuestiona, no se inquiere por otras alternativas, se vive con ellas como con la ley de gravedad. Se sanciona que las cosas son así porque son así y no pueden ser de otra manera. La rutina de la repetición de cifras lleva a pensar en término de números y no de personas. Se los llama “casos”, como si no fueran seres. Y, a menos que uno de esos casos ocurra en el propio hogar, en la propia familia o en el círculo de amigos y conocidos, pasa a engrosar inmediatamente la lista de cifras olvidables y olvidadas, remplazadas por el nuevo informe oficial.
Ese informe, como se vio esta semana, es bastante relativo. El sistema puede fallar (y falla, no solo porque la tecnología es bastante más precaria y frágil de lo que sus fanáticos creen, sino porque, además, esto es Argentina). Cuando eso ocurre, las cifras de los días en que el sistema no funcionó se acumulan y el informe que seguirá a la reparación del desperfecto mostrará una cantidad súbitamente alta de nuevos “casos”. Para redondear la cuestionable praxis, solo después de ocurrido el percance se nos informa que el impresionante incremento se debió a una falla tecnológica, cuando una simple muestra de tacto habría aconsejado dar esa información en tiempo real. Otro aporte al terror informativo conque, incluso desde instancias gubernamentales, se administró desde el principio el tema de la pandemia. Como se dijo en este mismo espacio dos semanas atrás, acumular trayectoria política, títulos académicos o especialización en ramas de la ciencia o la informática no garantiza poseer y ejercer inteligencia emocional.
Lo cierto es que la “nueva norma” de contar muertos por coronavirus (¿mueren todos “por” el virus o mueren “con” el virus?) parece haber creado un novedoso sesgo cognitivo o atajo del pensamiento. También conocidos como heurísticas, estos sesgos acotan el ejercicio de pensar, recortando y estrechando la mirada sobre la realidad. De esa manera no solo estimulan la pereza mental, sino que empobrecen la comprensión del mundo y sus circunstancias. Podríamos denominarlo “sesgo de la única causa”. De acuerdo con este, las muertes que hoy y aquí cuentan, y se cuentan, son las relacionadas con el COVID-19. Si se llevara esto al absurdo, como en una película del célebre y lamentablemente disuelto grupo inglés Monty Python, se podría imaginar un país en el que solo se otorga certificado de defunción a los familiares de quienes puedan demostrar que su deudo falleció a causa del coronavirus.
Si, para respetar la “nueva normalidad”, quedáramos atados a las cifras, veríamos que la muerte de alrededor de 3 mil personas en cuatro meses atribuida al COVID-19 (dato supeditado a la falibilidad manifiesta del sistema), significa el 0,006% de la población del país, que, según las últimas cifras oficiales de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), era de 44 millones 560 mil personas en 2018. Con el coronavirus como única causa “oficial” de muerte, estos porcentajes permitirían imaginar que, en cuanto aparezca la mítica vacuna, (y suponiendo que sea eficaz y llegue a estar al alcance de todos), estaríamos a un paso de convertirnos en un país de inmortales. Si solo se cuentan las muertes por COVID-19, muerto el virus se habrá acabado la muerte.
Hablar solo de COVID-19 es una excusa para evadir todas las demás causas de muerte
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Esa es una de las conclusiones falaces a las que puede conducir el “sesgo de la única causa”. Olvidar y omitir los otros motivos de muerte, esos que están presentes en las normalidades de todos los tiempos, como parte del flujo natural de la vida. Así, de acuerdo con datos del Ministerio de Salud de la Nación, en la Argentina 32 mil personas murieron en 2019 a causa de la gripe común o influenza. Es decir, 10 veces más decesos que los provocados por el coronavirus. Un 0,07% de la población. Con el agravante de que esa cantidad se repite año a año y de que el virus que la provoca es contagioso, aunque no por eso se suspenden transporte, actividades laborales, clases ni eventos. Nunca fue tema de discusión saber si alcanzan las camas de terapia intensiva para quienes caen víctimas de la influenza. Y nunca la gripe motivó tantas horas de pantalla, tanto estrellato televisivo de todo tipo de expertos y opinólogos, tanto discurso oficial, tanta especulación y ni siquiera tanto negacionismo ni fantasías conspiracionistas. Apenas alguna rutinaria y lánguida campaña invitando a la vacunación, aunque se supiera que la rápida mutación de su virus hace que la vacuna de hoy no se corresponda con la versión actual y actuante de la cápsula genética, sino con la del año anterior. Una vida segada por la gripe es tan valiosa y su pérdida tan dolorosa como la que es mutilada por el COVID-19, y merecería la misma atención.
Pero no solo matan el coronavirus o el virus de la influenza. El célebre diseñador gráfico Gary Simon abrevó en investigaciones de NCBI, Reuters, CBS News y otras fuentes informativas para producir una infografía muy ilustrativa acerca de las otras muertes, que el “sesgo de la única causa” parece dejar en el olvido. Allí se informa que el desempleo está asociado a un 50% de las muertes producidas por insuficiencia cardíaca, que en pocos meses el hambre (como siempre, desatendido) podría alcanzar proporciones bíblicas, diezmando poblaciones enteras, que cada diez millones de desempleados podrían producirse 60 mil muertes por suicidio, que cientos de miles de niños morirán en todo el mundo en 2020 por la recesión económica, según advertencia de la ONU, que los decesos por enfermedades respiratorias, circulatorias y por cánceres desatendidos a causa de la focalización en la pandemia de coronavirus están aumentando de manera exponencial. A todo lo que cabría agregar otros factores letales que se vienen activando en estos meses, como el alcoholismo, la drogadicción, el tabaquismo y la violencia familiar.
El “sesgo de causa única” bien puede estar acompañado de otro atajo cognitivo: el “sesgo de única conversación”. Hablar solo de COVID-19 en los medios, en la familia, entre amigos y en cualquier espacio termina por ser una excusa para evadir todos los demás temas y causas de muerte, de desesperanza, de quiebra emocional y económica, de desigualdad, de pésima administración sanitaria, de injusticia que estaban delante de los ojos durante la “vieja normalidad” y que, aunque los ojos permanezcan cerrados, se mudan a la “nueva normalidad” (sea esta lo que fuere) para seguir demandando respuestas, atención, compromiso.
Mientras tanto, en la Argentina mueren, según datos oficiales de 2017, 341.668 personas por año. El AMBA y las regiones Centro y Este suman 270 mil. Del total, 97.219 murieron ese año de enfermedades cardiovasculares. De esa “normalidad” no se hablaba antes del COVID-19. Después de todo, la muerte es parte de la vida. Y mucho menos se habla ahora, cuando se impone el “sesgo de la causa única” y esa causa se convierte en árbol que tapa un denso bosque de cuestiones pendientes y de muertes normales, anónimas y olvidadas.
(*) El autor es escritor y periodista. Su último libro es "La aceptación en un tiempo de Intolerancia"
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