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No nació con buen gusto para armar sus conjuntos, pero se asesoró con los mejores y aprendió a sacar provecho de su figura
VIRGINIA BLONDEAU
Por VIRGINIA BLONDEAU
Se pueden escribir (y se han escrito) páginas y páginas sobre la multifacética Diana Spenser.
Cada 31 de agosto, invariablemente, pensamos en ella. Cada aniversario recordamos a esa inocente muchacha que con 20 años apenas cumplidos se convirtió en princesa de Gales y terminó, dieciséis años después, herida de muerte y convertida en leyenda.
Un aspecto de ella es el que hoy nos ocupa: su insuperable destreza para dar un mensaje claro y preciso a través de un vestido. Se convirtió en icono de la moda porque rápidamente se dio cuenta del impacto que producía en la opinión pública cada centímetro que acortaba en su falda y cada peinado nuevo que estrenaba. Esa habilidad no le venía de cuna. De hecho, no había sido una adolescente vanidosa y solía ponerse la ropa que sus hermanas descartaban. Incluso los primeros modelos que le vemos lucir luego del compromiso con el príncipe Carlos y en los primeros años de matrimonio, tampoco la hubieran catapultado a la fama: vestidos con lunares y rayas poco favorecedoras, chaquetas militares, sacos con grandes hombreras, eran los atuendos elegidos para el día. Para las galas nocturnas usaba trajes de satén, drapeados que cortaban su estilizada figura y faldas estilo Bella Durmiente de Disney. Y siempre de rosa, demasiado rosa. Romanticismo y recato era el mensaje que enamoraba al mundo pero, como veremos pronto, de nada sirvió para enamorar a su marido.
Diana no tenía un diseñador de cabecera pero solía elegir a David Sasson y a Catherine Walker. También comenzó, discretamente, a consultar con asesores de imagen, entre ellos el argentino Roberto Devorik quien se convertiría en su gran amigo y confidente. A lo largo de su vida aprendió, escuchó y absorbió los consejos de diseñadores, fotógrafos y estilistas. Podía no tener la habilidad innata de elegir un vestuario, pero tenía la inteligencia de tomar lo mejor de cada experto. Y aprendió tanto y tan bien que ella misma se convirtió en experta en el manejo de su propia imagen.
Suponemos que en esos primeros años Diana era feliz. Sobre todo con el nacimiento de Guillermo y Harry, sus niños a los que adoraba. Pero también sabemos que en 1985 el castillo de cuento de hadas se estaba resquebrajando y hay un vestido que lo demuestra: el azul, escotado y ceñido al cuerpo, de seda y terciopelo que usó para una gala en la Casa Blanca. La feliz conjunción de haberse puesto ese osado vestido y encontrarse en Estados Unidos, lejos del protocolo de los Windsor, la liberó de prejuicios y le pidió, luego de la cena, a John Travolta que la acompañara a la pista para bailar juntos la coreografía de Fiebre de Sábado por la Noche, el musical que había hecho furor cuando ella era adolescente. La imagen de la hasta ese momento recatada princesa dando volteretas, enfundada en un vestido super sexy, con el rebelde actor de los `70 sorprendió al mundo y, lo que es peor, asustó a su marido que, suponemos, habrá tenido el primer indicio de que Diana era mucho más traviesa de lo que aparentaba. El vestido era un diseño de Víctor Eldestein y fue subastado por la propia Diana poco antes de su muerte. Hace unos años fue puesto nuevamente la venta y alcanzó la cifra de 800.000 dólares.
Cuanto más naufragaba el matrimonio de Carlos y Diana, más se afianzaba ella en su estilismo. De 1987, cuando los rumores de crisis eran cada vez mayores, son dos vestidos de Catherine Walker que marcan un cambio sutil, más osado: un rosa palo de satén, muy principesco, pero con el escote peligrosamente bajo y otro celeste que usó para la apertura del festival de Cannes. Otra vez lejos de casa, en Francia, Diana se animó a desmarcarse del estilo princesa bucólica para acercarse al de estrella rutilante de Hollywood. De hecho, ese vestido celeste, se asemejaba muchísimo al que había usado en una película una actriz devenida en princesa: Grace Kelly.
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Cuando, ya en los `90, su matrimonio estaba definitivamente roto Diana estalló, pero no de tristeza sino de glamour: se cortó el pelo, afinó su silueta y cambió romanticismo por sofisticación. Descubrió y adoptó a Valentino, Armani, Versace y otros grandes diseñadores en los que se apoyó para crear su propio mito y hacerle saber al mundo, a través de su ropa, que nada quedaba de esa chica ingenua e insegura. Todos y especialmente su familia política debían saber que era una mujer fuerte que estaba dispuesta a todo.
Y si alguna duda cabe de que Diana hablaba a través de su imagen, nada mejor que poner de ejemplo el famoso “vestido de la venganza”. El 29 de junio de 1994, Carlos y Diana ya hacía dos años que estaban oficialmente separados. Diana debía asistir esa noche a una gala organizada por la revista Vanity Fair y había elegido un vestido de Valentino. Ese mismo día y mientras Diana comenzaba a prepararse, emitieron en la televisión inglesa un reportaje al príncipe Carlos, su exmarido, en el que él confesaba que había buscado consuelo en su amiga Camila Parker-Bowles mientras estaba casado. Diana, a pesar de que había sido tan infiel como Carlos, montó en cólera y decidió que tenía dos caminos para superar la humillación: esconderse o brillar. Y decidió brillar. Cambió el vestido de Valentino por uno mucho más osado, con un gran escote “palabra de honor”, que marcaba su espectacular figura y dejaba ver sus piernas. Era un diseño de Christine Stambolian, una diseñadora griega que se lo había vendido hacía tres años. A Diana siempre le había parecido muy poco adecuado para el rígido “dress code” de la casa real. Claro que ver por televisión al futuro rey de Inglaterra confesando que le metió los cuernos a su esposa tampoco es muy protocolar, habrá pensado Diana. Y bien merecía una venganza.
En los `90 su matrimonio quebró y Diana estalló, pero no de tristeza sino de glamour
Los últimos años de Diana la alejaron de deberes reales y, de hecho, hizo una subasta con sus vestidos más icónicos para recaudar fondos para caridad. Vestía cada vez más sencilla pero había aprendido, como nunca, a sacar provecho de su cuerpo. Lejos habían quedado sus trastornos en la alimentación, su timidez, sus inseguridades. Era una mujer madura a la que le gustaba mirarse al espejo. Pero esa vanidad la convirtió en el objetivo preferido de la prensa mundial que la perseguía a sol y sombra. Ella conocía el juego de la popularidad y la fama, pero a veces no quería jugarlo y en ese deseo de evitarlo, escapando de los paparazzi, encontró la muerte en un túnel de París hace 22 años. Única e irrepetible en su estilismo ni sus nueras osan imitarla, aunque le rindan algún que otro merecido homenaje.
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