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Nacido en CABA, llegó a Estudiantes y adoptó a la Ciudad como propia, donde se instaló para siempre y formó una hermosa familia
Esteban Pérez Fernández
eperezfernandez@eldia.com
Las luces de la fama y el éxito nunca encandilaron al inmenso Alejandro Sabella, amigo acérrimo del bajo perfil, el buen trato y la impronta sabia y paternal en cada acto de su vida, que aplicaba tanto cuando le enseñaba una jugada preparada a uno de sus dirigidos como cuando se cruzaba con un vecino en su barrio, Tolosa, ese que adoptó para siempre desde que conoció La Plata de la mano de su querido Estudiantes.
Es que Pachorra -el nacido en Barrio Norte de Capital Federal que empezó a brillar en el River del 74 pero encontró su consagración futbolística en el Estudiantes bicampeón del 82 y 83 que dirigieron Carlos Salvador Bilardo y Héctor Luján Manera- adoptó a al Pincha como su casa y a la Ciudad como su pago chico.
Formó una familia con una fanática pincharrata, Silvana, profesional y vecina de Tolosa, barrio que fue su lugar en el mundo desde su casa de la calle 4 bis, que ayer se convirtió en un improvisado santuario de fieles devotos de su calidez.
El barrio amaba a Sabella no solo por sus éxitos deportivos sino por su calidad humana inoxidable. En el almacén, en la verdulería, en la peluquería o donde le tocara estar haciendo los mandados como uno más, nunca desde su lugar como exquisito jugador que triunfó en Inglaterra y Argentina o como DT campeón de América y del torneo local con Estudiantes o subcampeón del Mundo con la Selección Nacional.
Su sencillez era el sello con el que se conectaba con la gente, cuando transmitía una palabra de afecto, cariño, un beso, un apretón de manos o un consejo del maestro que hizo de la sabiduría y el bajo perfil un culto innegociable.
Así fue recibido al volver de Brasil 2014, como un héroe en la Rosada, al igual que en 2009 en nuestra Ciudad, volviendo del Mineirao con la cuarta Copa Libertadores para su Estudiantes, ese que llevaba en el alma y en su corazón. Ante una Plaza Moreno colmada como pocas veces y bajo un frío polar en una noche de plena felicidad para el pueblo pincharrata, acuñó una de sus frases históricas para los albirrojos, en la que rebautizó al club de sus amores como “Estudiantes de la Patria”.
Los vecinos lo encontraban como un ciudadano más hasta en el hospital platense donde se atendía de su enfermedad y ni siquiera en ese lugar negaba una selfie o un apretón de manos. Tampoco lo hacía en la estación de City Bell, adonde muchas veces esperaba que lo pasaran a buscar en auto para ir a Ezeiza cuando era ayudante de campo en los 90. Pocos reconocían a aquel enorme hombre en su 1,71 metros, algo tímido y con el sentido de la fanfarronería absolutamente fuera de su radar.
Todos recuerdan en Tolosa la trágica inundación en la Ciudad, esa que se ensañó con su barrio y ante la cual el venerado Pachorra no dudó en abrir las puertas de su casa para alojar a gente que había dejado su hogar con el agua al cuello.
El mismo que ayudaba en comedores, merenderos, y cuanta acción solidaria le requirieran en su pago chico o en la Región. Nunca un “no”, nunca un “no puedo”, nunca un “no tengo tiempo”.
Esa calidez, templanza y sabiduría, ese sentido de pertenencia, esa solidaridad que desplegaba en la cancha eran su esencia, su forma de ser, sus valores, su ideario inclaudicable en el que muchos posaron la admiración que superaba a la del jugador brillante o al DT estudioso, trabajador, sagaz, detallista, echo a la medida de la escuela de Zubeldía y Bilardo, ese que entró en el podio de un club que se coló con desfachatez ante los grandes de la mano del “Zorro” y conquistó el cariño de propios y ajenos por la grandeza del “Narigón” y el “Magno”.
Sabella no era solo fútbol. Era valores, mística y solidaridad, como lo transmitió en cada paso de su vida. Ayudando, conduciendo y tendiendo una mano al que lo necesitaba.
Se fue un imprescindible, un esencial, un grande. Se fue Sabella, el hijo dilecto de Tolosa que se ganó el cariño de un país entero.
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