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Ícono de la música y cine indie, emblema del arte al margen para generaciones, murió ayer, con apenas 54 años
Pedro Garay
pgaray@eldia.com
Los datos fríos indican que Rosario Bléfari nació en Mar del Plata en 1965, se destacó en el under musical y en el cine independiente, fue ícono de la energía de los movimientos artísticos subterráneos y figura de la autogestión que renegó siempre de expresarse de forma que conformara los parámetros del mercado. También indican que después de todas estas vidas vividas, de la música, el cine, la poesía, el teatro, todo en apenas 54 años, murió ayer en Santa Rosa, tras enfrentar un tratamiento contra el cáncer que deprimió su inmunidad.
Pero lo que no dicen estos datos de la crónica periodística es que aunque ella se fue, esa voz suave pero potente, permanece indeleble en las mentes de los que fuimos jóvenes en los 90 y los 2010. Para siempre, y como siempre: listos los estribillos, los suaves pero a menudo devastadores ganchos melódicos de su carrera musical, para sorprendernos mientras caminamos por alguna plaza, mientras miramos fijo la pared o durante algún insomnio.
En estos días se venía filtrando en mi cerebro, aparecía de tanto en tanto, ese “me desanimo fácilmente, todo este año me cansó”, de “Tuya”, parte de ese milagro energético que fue “Misterio relámpago”. Ayer, claro, todavía más literal, resonó todo el día en mi cabeza ese “adiós, adiós” que abre el himno “Río Paraná”, lo más parecido a un hit que tuvo su carrera. Lo que ocurre es sencillo: no es tanto que las melodías sean irresistibles, que lo son, sino que esas palabras, poesía sutil empapada de melancolía, instantáneas de vidas no tan épicas y gritonas como las del mainstream musical, pero hermosas, son parte del paisaje emocional de mi vidas.
Entonces, este texto de despedida estará atravesado por dos contradicciones: por un lado, aportará el dato biográfico obligado para el género y, entre ese registro clásico asomarán exabruptos de la emoción; por el otro, esos destellos intentarán sin éxito lo imposible, asir lo inasible, resumir a Bléfari, describir su relevancia indeleble para el arte y la juventud que eligen vivir a contramano de un mundo tonto e injusto, tan cruel.
Palabras, palabras, palabras: como sé que las palabras no alcanzan a desatar ese nudo de ideas en torno a Bléfari, tomo palabras prestadas para que me auxilien: “Hay artistas que fijan una marca generacional. Suárez, Silvia Prieto, el Bafici en las funciones y las pantallas y los pasillos y los recitales, “Río Paraná”, Dolli, ese momento sensacional de Un mundo misterioso. Hay artistas que hacen todo bien, son poquísimos. Qué tristeza”, escribió Sergio Wolf en Twitter. Todo bien: dejó su marca como poeta, como música, como actriz. A todo lo salpicaba de su poesía particular. Ella decía, o dijo hace dos años cuando la entrevisté, al menos, que todas sus poesías estaban hechas de amor. “Todas las canciones son canciones de amor de alguna manera, porque eso a lo que llamamos amor es un sentimiento muy complejo e ilusorio, que ‘enracima’ muchas emociones diversas... Podría decirse que se trata de la relación que establecemos con nuestro propio deseo, y eso afecta nuestra relación con el mundo, no solo con personas sino con animales, objetos, actividades, memorias, ideas, lugares. Las canciones son maneras de decir, maneras entonadas, es decir que las palabras ya vienen con un tono que es la melodía y un ritmo, un tiempo, eso hace que sean muy útiles para comunicar lo complejo de cualquier mirada o sentimiento”. Quizás es esa complejidad sentimental la que este texto no puede desatar: quizás este texto necesite de una canción de Bléfari que enracime todas estas emociones diversas, este torbellino de los adioses.
Me voy en exabruptos pero quizás es más útil, al final, el dato para explicar a Bléfari, la artista que hizo todo bien: formó Suárez, emblema de la independencia y la autogestión que fundó en el país un sonido sónico y una poesía más pequeña y personal. Siete años y un puñado de discos grabados de forma casi casera, algunos difíciles de conseguir, alcanzaron para dejar una huella indeleble en el panorama musical nacional.
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Vinieron luego los discos solistas, y las sociedades como Sue Mon Mont y Los Mundos Imposibles, siempre desde los márgenes, defendiendo otros sonidos, otras formas. También otro rock, donde las mujeres tenían lugar, soñaba, pionera: “El discurso del rock me es ajeno como cliché, su estereotipo me fue siempre ajeno, siempre nos reímos de eso. Nosotros y unos cuántos más. Ni siquiera quien sostiene su viejo discurso puede hacerlo en serio”, decía hace dos años, aunque agregaba: “Pero para muchos, el rock, no el discurso estereotipado del rockero, fue y es una forma de encontrar su identidad, un aviso de libertad. Al escuchar sus canciones, se encuentra una advertencia en contra de las complacencias de una vida esclava de costumbres, morales y estéticas impuestas por generaciones anteriores o por un estado represor, y cumple un rol de acercamiento al arte”.
Con esa misión, “demoliendo, y construyendo por la diagonal”, Bléfari hacía arte, experimentaba, jugaba: sus vivos eran performáticos, tomando elementos de la mítica del under de los años 80 por la que transitó. Su energía era indudablemente punk, cargada de voluntad contra las adversidades del artista independiente, que muchos colegas recordaban ayer: noches épicas, pero donde nunca había un mango.
Los amantes de la música al margen del ruido del mainstream ya la adoraban por sus canciones: “Silvia Prieto” la volvió también ícono del indie cinematográfico, protagonista también de otro comienzo, de otra alternativa artística, como fue el Nuevo Cine Argentino. Escribió, también. En algunas semanas se publicará “Diario del Dinero”, donde con humor revelaba como sostenerse en la independencia, “remontando río arriba”. Un libro póstumo, un regalo final de la sensibilidad, el coraje y la energía “hazlo tu mismo” de una artista única.
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