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Mariano Pérez de Eulate
mpeulate@eldia.com
Si se esperaba un discurso de ruptura, no lo hubo. Sí, una dialéctica que, con modos bastante contenidos, avanzó un poco más en la tarea de disminución paulatina de la figura y autoridad de Alberto Fernández y en la reiteración de una idea que el kirchnerismo repite como un mantra conceptual para explicar las diferencias con el Presidente: la ruptura del contrato electoral que los hizo ganar en 2019. A esto último se refirió Cristina Kirchner cuando ayer, desde el Chaco, cerró su “clase magistral”, con la siguiente frase: “No le estamos haciendo honor a tanta confianza y amor que nos depositaron”.
La traducción de esa sentencia sería: “No nos votaron para esto”. Que es la gran crítica que se escucha dentro del kirchnerismo desde que el Presidente cerró el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional para refinanciar la deuda heredada del gobierno anterior, a cambio de ciertos parámetros de ajuste y racionalidad del gasto.
Está claro a esta altura que Cristina y Alberto F. tienen dos visiones económicas distintas de cómo debería transitar el país esta etapa. Esas discrepancias han elevado las tensiones internas en la alianza gobernante a niveles inéditos. Pero, por diversas razones particulares, ni uno ni otro quieren tomar la decisión del quiebre, del divorcio. Fue hábil la Vicepresidenta cuando ayer aseguró que “lo que está pasando en el Poder Ejecutivo pelea no es; hay un debate de ideas”. Que, por cierto, no es cara a cara porque la dupla gobernante no se habla hace dos meses como mínimo.
Según fuentes oficiales, si algo irrita a Fernández es que Cristina recuerde una y otra vez que él está ahí sentado, en Balcarce 50, gracias a ella. Porque además de reforzar la idea del poder bifronte, no ayuda a alejar esa figura maldita que escurre su poder real: la del gerente que maneja un negocio que tiene otro dueño. Ayer la vice recordó: “Elegí a alguien que no representaba a ninguna fuerza política y que me había criticado en 2008”.
Ese es el año en que Fernández dejó de ser su jefe de Gabinete e inició el período de diferenciación del kirchnerismo. Néstor aún vivía.
Anida ahí un concepto que es la gran factura que La Cámpora le pasa por estos días a Fernández: él no tenía ningún voto propio. Como recordó la vice, no era Sergio Massa, tercera pata de la coalición, que venía con su Frente Renovador, hoy licuado dentro del cristinismo. Ni siquiera era el Movimiento Evita, que mueve legión de gente en el Conurbano. Deducción: por eso el gobierno es “nuestro” (Andrés “Cuervo” Larroque dixit) y no de Alberto.
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Aquella ruptura del contrato electoral, esa idea de que Fernández está haciendo lo contrario de lo que piensa la parte del oficialismo que tiene “respaldo popular”, han llevado a Cristina a dejar en claro que éste, por ahora, no es un gobierno kirchnerista; que no es la continuación de la gestión fundacional de Néstor, entre 2003 y 2007, y de ella misma en los dos períodos en los que condujo el país, entre 2007 y 2015. “Yo siempre hablo de tres mandatos”, dijo de entrada. ¿Un aviso de lo que se viene en materia electoral el año próximo? ¿La resurrección de Unidad Ciudadana como sello electoral? Especulaciones.
Por supuesto que desde la tribuna chaqueña, donde los militantes del gobernador Jorge Capitanich la recibieron al grito de “Presidenta”, Cristina no perdió oportunidad de criticar la gestión económica. No nombró al ministro Martín Guzmán, el objeto del odio de su núcleo duro, pero no hizo falta: “Hay trabajadores en relación de dependencia que son pobres; esto nunca había pasado”, dijo. Y explicó que eso se debe a la concentración de ingresos y a los salarios bajos.
Para la estadística, el dato es cierto. Lo curioso es que, en situaciones relativamente normales, esas críticas, esos estiletazos, suelen venir de la oposición. “Hay que revisar algunas cosas porque alguien o algo está fallando”, avisó la vice. Obvio mensaje a Alberto, un remedo de aquel “funcionarios que no funcionan” con el que se cobró la cabeza del entonces vocero Juan Pablo Biondi, hombre de estrecha confianza del Presidente. Por ahora no parece probable que Alberto entregue a Guzmán. Después de Chaco, sería imposible no leer eso como una capitulación humillante.
El que ligó de lo lindo fue Matías Kulfas, el ministro de Desarrollo Productivo, el otro gran apuntado por el kirchnerismo. Quedó claro en sus dichos que la vice dejó que Alberto eligiera a Kulfas, a pesar de sus reparos. Para ella, no era el hombre indicado para manejar la “puja distributiva”, que es lo mismo que decir la pelea por la distribución de la riqueza y las decisiones que se toman en ella a favor de uno u otro lado de la cinchada. “Había escrito un libro contra nosotros”, lo zamarreó Cristina a Kulfas.
Se refería a “Los tres kirchnerismos”, una especie de historia de la economía argentina entre 2003 y 2015 -muy respaldado por estadísticas oficiales- en el que, efectivamente, el ahora ministro señala errores de los gobiernos de Néstor y Cristina pero también algunos ítems que no considera desacertados. “Fui generosa al permitir que el Presidente pudiera elegir a su gabinete económico”, explicó con cierto desdén Cristina, que preferiría a la troupe kicillofista en Hacienda.
El Presidente, en tanto, había elegido el lugar más lejos posible de Cristina para esperar un discurso que, en verdad, no sabía para dónde iba a rumbear: viajó a Ushuaia, donde llamó a dejar de lado las “voces de desánimo”.
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