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Mariano Pérez de Eulate
mpeulate@eldia.com
La Argentina arroja postales de país invivible, caótico, en algún punto sublevado. Cualquier zapping devuelve una cierta sensación de orfandad de algo. ¿Qué es lo que falta? Breve raconto de lo que observa cualquier ciudadano:
- Las tres fábricas de neumáticos del país están paralizadas por un conflicto gremial que lleva cinco meses. La izquierda dura es el actor sindical. Sin cubiertas, corre peligro la industria automotriz, la logística, el transporte y otras actividades económicas que necesitan ese insumo para trabajar.
- En el sur, un grupo mapuche no reconocido por el Estado literalmente corrió a la Gendarmería de un puesto de vigilancia que se había puesto para que no hicieran lo que hicieron: quemar todo.
- Los sectores piqueteros duros volvieron a instalarse en la concurrida Avenida 9 de Julio, tomando el control de la calle. Mismo reclamo de siempre: más asistencia a comedores, más planes de ayuda.
- Varios colegios de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires fueron tomados por agrupaciones juveniles, aparentemente vinculadas al kirchnerismo.
- A raíz de una discusión por un delegado, una patota de camioneros ingresó por la fuerza a una empresa y molió a golpes a dueños y empleados no alineados con el moyanismo.
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- Una compañía láctea tradicional fue paralizada por el gremio de los trabajadores del sector durante semanas hasta que los dueños decidieron echar a todos los rebeldes. Sigue el conflicto.
Por supuesto que la cuestión económica explica el trasfondo de casi todo lo antes mencionado. La inflación, especialmente descontrolada en el rubro alimentos, carcome el poder adquisitivo del salario de los trabajadores, un motivo legítimo de lucha. Si la economía estuviera encauzada, probablemente no habría conflictividad extendida.
Pero, más allá de ese dato objetivo, detrás de lo que está sucediendo asoma lo que tal vez sea el mayor flanco débil del Gobierno: la ausencia de liderazgo político, un vacío de poder en la cúpula que encima coincide con una etapa de ajuste profundo en la economía que para el peronismo, que maneja los destinos del país bajo la marca Frente de Todos, resulta una anomalía. Algo a lo que no está del todo habituado, al menos en los últimas décadas: a administrar miseria.
Lo que está faltando, aquella orfandad, es una voz que trace directivas, más allá del resultado que éstas tengan. El que ordene. En un país hiperpresidencialista, lo que parece faltar es la figura del jefe. En Argentina, el jefe de Estado siempre ha sido el “jefe” del sistema.
La debilidad objetiva de Alberto Fernández actúa como amplificador de esa ausencia. Cristina Kirchner, la figura más importante del oficialismo, tampoco asume el rol en términos de gestión: nunca avalará en público un ajuste, jamás aparecerá poniendo límites a, por ejemplo, las intenciones gremiales de alinear salarios y precios porque eso es lo que ella siempre dijo que hay que hacer. Aunque ahora, más por espanto que por convicción, tolere tragar el sapo del torniquete al gasto.
Sergio Massa, sobre el que recae el manejo de lo importante de la gestión, no termina de hacerse cargo de esa jefatura ausente. Recién ayer salió a decir, en relación al conflicto de los neumáticos, que el país no puede ser rehén de un sindicato. Fue la voz más encumbrada después de 35 audiencias entre trabajadores y patronal en el que el Gobierno sólo actuó de prestador de la oficina donde se conversó cada una de esas veces. El colmo fue cuando el sindicato del área (SUTNA) le tomó el ministerio de Trabajo. “Quédense nomás”, concedió el titular de la cartera, Claudio Moroni, un albertista en soledad dentro del gabinete.
Lo que está faltando es una voz que trace directivas, más allá del resultado que éstas tengan
El gremialismo peronista tradicional intuye problemas. Por eso cenaron el lunes con Alberto F. y ayer se juntaron con Massa. “Hagan algo”, piden a los gritos. El éxito de la intransigencia de los sindicalistas del trotkismo los interpela porque acaso haga dudar a sus bases. ¿No será la CGT demasiado complaciente con el Gobierno en este contexto cuasi hiperinflacionario?, es la pregunta maldita que los “gordos” cegetistas temen que se hagan sus afiliados.
Si los supuestos mapuches espantaron a los uniformados en Bariloche, ¿porqué no ir por más? Se reitera: los gendarmes no repelieron un ataque directo a un puesto de esa fuerza. ¿Órdenes de arriba o autopreservación individual? Si respondían a la maroma que bajó de la montaña y la cosa terminaba con mapuches heridos, ¿hubieran tenido el respaldo político de un gobierno que parece tener una compulsión a ceder soberanía en ese paraíso del sur?
Lo preocupante, en todo caso, es cierta tendencia a la consolidación de la idea de que el desmanejo económico habilita vivir bajo una suerte de ley de la selva en la que la única estrategia viable para conseguir lo que se busca, desde un aumento salarial a una mejor vianda en un colegio, es pasar a la acción directa extrema, casi por afuera de institucionalidad.
En muchos casos -el sindicalismo de izquierda, los supuestos mapuches, los piqueteros duros, hasta los estudiantes- parecen que actúan en base a la lógica de llevar su poder de fuego al límite de lo posible, que en definitiva termina siendo el poder de vetar el sentido de la existencia del otro. Ese jueguito ocasiona, entre otras cosas, que la respuesta más dura al desafío planteado, esto es las decisiones audaces y terminantes, terminen “pagando bien” políticamente hablando. Por eso Massa, aunque tarde, amenaza con abrir la importación de cubiertas u Horacio Rodríguez Larreta terminó denunciando a los padres de los alumnos que tomaron los colegios porteños.
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