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Años de ineficientes gestiones de gobierno en la Argentina en materia de asistencia social a los más necesitados, que permitieron el florecimiento de delitos por parte de personas que actuaron de intermediarios o de funcionarios que aprovecharon ese verdadero caos administrativo para alimentar el clientelismo y sus propios bolsillos, obligan ahora a revertir esos desbordes y, por cierto, a que la Justicia sancione a los responsables de tan gigantescas malversaciones y defraudaciones al Estado.
La realidad de lo que ocurrió hasta ahora demuestra que los planes de ayuda social y los alimentas que el Estado reparte tienen que llegar intactos a quienes más los necesitan, a las personas más vulnerables.
Y llegar de una manera directa, sin intermediarios como lo son algunas organizaciones sociales o los propios comedores, en gestiones en las que se sigue viendo la mano de representantes de La Cámpora o de entidades que se encuentran investigadas por irregularidades en los planes, como es el caso, entre otras, de la que conduce Juan Grabois, imputado últimamente por presuntamente desviar fondos estatales y dejar casas sin terminar en Mar del Plata.
Datos conocidos señalan que el 55 por ciento de los habitantes del país estuvo alcanzado por los planes sociales, ya sea monetarios o de asistencia en alimentos, lo que marca una referencia concreta sobre la magnitud presupuestaria puesta en juego. Por otra parte, lo de la falta de transparencia en los manejos no es nuevo -además de conocido por todos- de modo que resultaría extremadamente dificultoso ponderar la magnitud del daño causado a las arcas públicas.
En ese sentido, es buena la implementación de la tarjeta Alimentar , esto es que la compra de alimentos pase a ser directa por parte del beneficiario social, de modo que pueda adquirir sólo productos básicos e imprescindibles para garantizar su alimentación.
Aquí convendría reseñar que los abusos llegaron a tales extremos que un cuarto de millón de beneficiarios de planes sociales cobraban ingresos superiores en dos veces al salario mínimo; que otros realizaban fuertes gastos con tarjeta de crédito o débito; que adquirían divisas extranjeras o que eran propietarios de uno o más inmueble y que tenían un comercio en funcionamiento o un automotor, embarcación o aeronave; que eran dueños de un campo y que un porcentaje de quienes recibían un subsidio habían fallecido.
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En ese río revuelto de incompatibilidades, también pudo determinarse que el 11,6 por ciento de los beneficiarios de estos planes –la ayuda no era una sola, ya que se yuxtaponían en un mismo receptor unos planes con otros- pertenecían al nivel medio alto de la población.
Demasiadas irregularidades y delitos se cometieron en lo que esencialmente debiera ser un apoyo estatal transparente y, en todo caso, provisorio, ya que lo ideal es que cada persona pueda vivir del producto de su trabajo genuino. Lo concreto es que un sistema perverso permitió combinar las necesidades vitales de tanta gente con el afán de lucro de unas pocas personas inescrupulosas.
En el caso de los alimentos, la eficacia en la administración es lo principal en el sistema de distribución para los que menos tienen. El Estado para eso debe contratar técnicos para que la logística sea la adecuada y se reparta la comida a quien realmente la necesita.
Esto, incluso, haría ahorrar fondos al Estado para utilizarlos en otros servicios.
No puede ser que haya, al menos, 56 mil comedores en el país. ¿Cómo se controlan tantos?
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