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Los tiempos cambian y los estilos de vida también. Muchas personas que rondan los 30 eligen vivir “en comunidad” y postergan o rechazan la vida conyugal o en solitario. La necesidad económica y las nuevas concepciones del trabajo y el placer se mezclan con cambios sociales y culturales, dando lugar a la búsqueda y la concreción de nuevas experiencias
Por CLARISA INÉS FERNÁNDEZ
Hace medio siglo, tener más de treinta y vivir en la casa de los padres era toda una rareza. Y si, además, uno decidía vivir solo y no casarse o formar una familia, se ganaba la etiqueta de bicho raro. Los parámetros de lo que debía hacerse y el mandato de la tradición pesaban con más fuerza, y aquel que se alejaba de esa senda era tildado como extraño, anormal o incluso desviado.
Pasaron los años e irse a vivir solo se convirtió en un hábito cada vez más elegido por hombres y mujeres que dejaron de lado la posibilidad de casarse o convivir con una pareja, en pos de lograr un espacio de independencia donde el desarrollo personal era la prioridad. Pero la sociedad es un magma en constante transformación y hoy en día vemos otros estilos de vida que desafían a aquellos que en algún tiempo fueron rupturistas.
Vivir en comunidad con amigos o conocidos, alquilar una casa y compartir gastos, parece ser una opción viable y deseable para muchos jóvenes platenses que rondan los 30. ¿Se trata una estrategia para pagar menos de alquiler? ¿Es una forma de rebelarse contra los mandatos tradicionales? ¿Cómo se organiza una convivencia colectiva entre personas adultas?
Nicolás Baima nació en La Plata, tiene 35 años y trabaja en el Hospital Italiano hace seis. A los 25 se fue de la casa materna a vivir con su pareja en El Rincón, donde estuvieron un año y medio. La cosa no funcionó. Luego de una breve estadía en la casa de mamá, se mudó con Juani, un compañero de su banda “Les Rauls”, a la casa donde ensayaban, en Los Hornos. Corría el 2010: “el primer día sentí una paz tremenda, aparte estaba la sala de ensayo en mi pieza y eso me atraía mucho”.
Así, Nicolás y su batería encontraron su primera casita, la que compartían con Juani y con la otra banda que comenzó a formarse en suelo hornense: “La Pororoca”. Cuando el dueño decidió vender, a Nicolás le llovió una propuesta inmejorable: dos amigos con los que compartía banda y trabajo querían mudarse. La búsqueda culminó en el 2013 cuando fueron a ver una casa para alquilar en La Loma: “En esta zona viví hasta los 3 años. Mi abuela vivió toda su vida en Plaza Güemes, fue como volver al barrio. Aparte mi viejo también era de acá”. Ahora, Nicolás y su batería comparten la casa con Juani y con tres amigos más: Luis, Lucio, y su tocayo, Nicolás.
Lucas Abot también tiene 35. Se recibió de diseñador en Comunicación visual en La Plata, pero nació en General La Madrid. Él dice que allá, en el pueblo, su casa siempre era un desfile constante de amigos: los de la madre, los de él y los de sus tres hermanos varones. Tanto era así que la puerta de atrás permanecía abierta. Por eso Lucas no se molesta con el bullicio de la casa compartida, aunque reconoce que, de todas maneras, le gusta tener su momento de soledad. Desde que dejó su pueblo, en el 2000, nunca vivió solo, siempre con pares. “A mí siempre me había gustado Capital –recuerda Lucas- viví con un amigo siete meses en Congreso pero la pasé re mal: Capital te devora”.
Después de estudiar seis meses en CABA abandonó la carrera y se vino a La Plata. Una vez que se recibió volvió a probar suerte en la metrópolis capitalina con el mismo resultado. Esta vez, volvió a La Plata para quedarse. Hace tres años comparte el techo con Natalia y Leandro, en una casa de Villa Argüello. Lucas es militante en el Centro Cultural Olga Vázquez y allí también trabaja de portero. Levanta la bandera del trabajo cooperativo, sin patrón, y para él su casa es una “mini comunidad”.
¿A qué se deben los cambios de las expectativas de los nuevos jóvenes-adultos? Eliana Gubilei es socióloga egresada de la UNLP y doctoranda de Ciencias Sociales en la UNGS; se dedica a la docencia, a la investigación y a la extensión. Ella afirma que la elección de personas adultas que deciden optar por “vidas comunitarias”, remite a varias tensiones y cambios que están en pleno desarrollo. Entre ellos, puntualiza la existencia de “una ruptura con el trabajo y su capacidad organizadora del tiempo, de las disposiciones y de las aspiraciones”. Destaca que si bien éste es un fenómeno de larga data, “las nuevas” trayectorias de vida nos muestran que trabajar es concebido como un medio para sostener y desarrollar otras esferas que otrora han sido asociadas al ocio: las actividades artísticas, políticas o autogestivas, entre otras.
Muchas veces la idea de vivir con otros está asociada con la pérdida de la individualidad, o la ausencia de intimidad. Nicolás y Lucas concuerdan en que un poco de intimidad se pierde, pero que se contrarresta con las satisfacciones
Lucas cuenta que para él, la vida en grupo es parte de una ideología, ya que la sociedad impone muchos mandatos invisibles: “Pasás los 30 y es vivir en pareja o solo, el mandato es tal cual. Aparte, la sociedad está cada vez más dividida y el que puede se alquila un departamento solo en el centro”, afirma. Para el diseñador, la generación que ronda los 30 rompió con muchos de esos mandatos, con los cuáles no está conforme, pero tampoco sabe bien qué es lo que quiere o cuáles son las alternativas.
Para Nicolás el tema de vivir en comunidad tiene un rasgo místico que en La Plata es especialmente fuerte. Agrega que para él, el tema económico es fundamental pero no es lo único: también está la experiencia y la búsqueda personal.
El costo de un alquiler en La Plata varía de acuerdo a la zona, la cantidad de habitaciones y el estado edilicio. Un departamento de un dormitorio en el casco urbano no desciende de los seis mil pesos por mes. Y ahí entra la ventaja del compartir: alquilar una casa de dos o más habitaciones en la misma zona puede costar entre 10 mil y 15 mil pesos, lo cual, dividido por tres o más amigos, abarata. Además se puede vivir en un lugar más amplio e incluso disfrutar de un jardín.
Para la socióloga Eliana Gubilei, la concepción del valor del dinero que tienen los jóvenes también muta: “Estar encerrado en una oficina o trabajar en relación de dependencia, aunque sean opciones monetariamente más redituables, no justifican el aplazamiento de las aspiraciones propias”, explica. “Ya no se concibe utilizar un alto porcentaje de los ingresos para mantener los costos de vida, si no que se busca disminuirlos para elegir otros destinos de utilización: viajes, instrumentos y aportes a proyectos colectivos son algunas de las opciones que suelen aparecer como preponderantes”, detalla Gubilei.
Para Melisa Achinelly, Licenciada en Psicología egresada de la UNLP, “rasgar las amarras que nos atan a repetir lo que está escrito, sólo por el hecho de que así es como hay que vivir, invita a hacer el duelo por aquellos ideales que desde el comienzo de nuestras vidas nos siguieron como nube negra sobre la cabeza”. Afirma que darle cauce al deseo no es cosa sencilla, porque implica inmiscuirse en la búsqueda de otros caminos posibles frente al no reconocimiento de algo que nos convoca, pero que a la vez abre la posibilidad de detenerse ante la urgencia para construir. “Y ese construir con otros”, concluye “reflejado en la posibilidad de vivir en comunidad, puede pensarse como un modo de de-construcción y re-construcción”.
Ahora bien, si vamos a lo concreto: ¿qué implica vivir en comunidad?: ¿No tener intimidad? ¿Compartir absolutamente todo? ¿No tener espacios propios? ¿Coincidir en intereses y dividir los gastos? Al respecto, tanto Nicolás como Lucas destacan que el hecho de que cada uno tenga su habitación es fundamental, porque siempre es necesario tener algunos momentos de soledad. Ambos comparten con sus compañeros de casa los gastos generales, y disfrutan de los momentos compartidos a la hora de cenar, del mate, o cuando se arman “mini reuniones” entre todos o algunos miembros de la casa.
“A mí me parece que funciona por una cuestión de que nos respetamos un montón, nunca tuvimos ni un quilombo. Funciona todo. Además se dio esto de organizar culturalmente la casa, que es algo que disfrutamos entre todos”, cuenta Nicolás. “Este lugar siempre fue habitado por militantes o amigos, gente que andaba, de alguna forma, intentando cambiar algo –afirma Lucas- así vamos rotando entre nosotros. Cada uno hace la suya y capaz que nos cruzamos o capaz que no, cuando coincidimos hay encuentro y es muy divertido”.
Al respecto, la Licenciada Achinelly destaca la posibilidad de vivir con otros, en apariencia ajenos, pero sin sentirlo como un ataque a la individualidad sino como un pasaje hacia el nosotros: “Es un nosotros que abre la contingencia de encontrarse por fuera de las normas, de las recetas esperables, un nosotros que no censura, que no obtura, que no moldea, sino que acompaña el proceso de hacer con aquello que debo, pero de otro modo que invita a tornarse propio, translúcido y autónomo, pero, por sobre todas las cosas, saludable”. Sobre este punto, desde una mirada sociológica, Gubilei afirma que este esquema nos muestra “cómo la idea de placer va surcando muchas de estas elecciones, porque ya no se trata de una necesidad eminentemente económica, sino que se elige vivir con otras y otros pares por sobre otras opciones posibles”.
Muchas veces la idea de vivir con otros está asociada con la pérdida de la individualidad, o la ausencia de intimidad. Nicolás y Lucas concuerdan en que un poco de intimidad se pierde, pero que se contrarresta con las satisfacciones. Tampoco desconocen que puede existir el conflicto, o el surgimiento de momentos en los cuales uno necesita aislarse. “A veces pasa que todo se convierte en ‘colectivo’ y la cuestión de ser anfitrión a mí me genera una responsabilidad que ahora estoy soltando de a poco”, cuenta Nicolás. “Yo vivo bastante al día, pero creo que hay una sobrevaloración del hogar. Ese reducto todo blanco que no se puede ni ensuciar”, cuenta Lucas “ese extremo me parece mal, porque la casa no deja de ser un lugar para hacer lo que uno quiere. La casa es un medio no un fin”.
Gubilei afirma que “estas nuevas opciones de vida parecen haber reconciliado dos elementos que siempre aparecieron polarizados: el individuo y el grupo. En las experiencias de compartir vivienda, con todo lo que ello implica, encontramos referencia a una fuerte cohesión grupal. Hay un sentimiento de pertenencia y de compromiso con lo colectivo pero que también respeta o recuerda los límites de las esferas individuales o íntimas de cada participante del espacio”. Al respecto, Achinelly agrega que “estos nuevos modos de vivir en comunidad se tornan salutógenos (lo opuesto a lo patógeno) para un sujeto que se encontraba predestinado a forjar un modo de hacer su independencia pero totalmente dependiente del querer del otro. De este modo, se logra dar nombre al querer propio, hacer para ello y con ello. Habla de un intento por parte del sujeto, de romper con las imágenes en las que no nos reconocemos, aunque eso implique la trabajosa tarea de cortar los hilos que nos atan”.
Desafiantes y novedosos, los modos de vivir “comunitarios” apuestan a recrear nuevos valores sobre lo colectivo, devolviéndole al hombre su condición eminentemente social, y descubriendo nuevas formas de compartir desde el cotidiano.
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