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Por HUGO E. GRIMALDI (*)
El presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, representa un desafío y una incógnita para la política de la Región y del país
No es lo mismo patear el tablero que mover la estantería. Sin entrar en el facilismo de repetir aquello de que “todos son iguales”, prejuicio del que muchos críticos ideológicos parten al comparar sus pasados como empresarios que “gobiernan para los ricos”, ha sido saludable observar que las cabezas de Mauricio Macri y de Donald Trump han tenido por estos días más separaciones que convergencias, aunque los dos personajes han mostrado en común un apasionado y peligroso apego al verticalismo, algo que, en el extremo, termina siendo el disparador de prácticas reñidas con la democracia.
Por ejemplo, desde el minuto uno como presidente de los Estados Unidos, Trump ya zapateó sobre el hormiguero y empezó a ejecutar “manu militari” parte de aquello que prometió en la campaña, aunque muchas de esas decisiones deberán ser aprobadas luego por el Congreso. Y si bien en ambas cámaras hay mayoría republicana existe consenso que no habrá disposición a convalidar cualquier zafarrancho.
Más allá de que los que sean considerados delirios pasen el trámite legislativo o no y, si lo consiguen, el filtro de los jueces, hay algo que los observadores visualizan casi como definitivo, como es la expansión del proceso de cierre que el mundo anglosajón comenzó con el Brexit y que quizás ahora lleve al fin de la economía globalizada que gestaron, hace tres décadas, justamente un estadounidense y una británica: Ronald Reagan y Margaret Thatcher.
En ese sentido, muchos cuestionan que -aún bajo las reglas de juego democrático por todos aceptadas- tanto la consulta que dejó al Reino Unido fuera de Europa y que determinó el cambio de James Cameron por Theresa May cuanto las elecciones de los Estados Unidos que han depositado a Trump en la Casa Blanca por decisión del Colegio Electoral, no han seguido patrones mayoritarios del voto popular.
En tanto, ya con un año de experiencia como Presidente, al tiempo que busca con ahínco afianzar la inserción de la Argentina en el mundo, aquí Macri ha tenido que reacomodar algunos platos caídos sobre los estantes, por cimbronazos de afuera y de adentro. Internamente, se ha dedicado a disciplinar al “equipo”, una visión que, con la excusa de la “homogeneidad” comparte el uso del dedo con el más rancio peronismo, método exacerbado al máximo en tiempos de Cristina Fernández.
Como se verá, al lado de la incertidumbre que afronta el mundo con la llegada de Trump los problemas de la Argentina parecen nimios, ya que es notorio que existen diferencias de magnitud entre el peso de los dos países, propias de quienes ocupan el centro o la periferia del Globo y en el rodaje de cada personaje como mandatarios. La diferenciación queda más que clara a la hora de verificar las intenciones; aquellos, porque han comenzado a mirarse el ombligo, mientras que el gobierno argentino busca desesperadamente salir de la cerrazón internacional a la que sometió al país el kirchnerismo.
Sin embargo, hay un elemento que puede visualizarse como algo en común entre este proceso que recién empieza en los Estados Unidos, que se nutre de claras características populistas y algo que, hasta ahora, no se había manifestado tan explícitamente en Cambiemos: la necesidad de tener uniformidad de criterios que es lo mismo que acallar voces disonantes alrededor del Presidente.
Por ahora, Macri las tolera desde afuera del Gobierno y Elisa Carrió o algún misil radical es elocuente ejemplo, pero puertas adentro solo se quiere mostrarle a la sociedad, ya mirando a las elecciones de octubre, la certeza de un rumbo único.
Esa idea, desde ya que puede darse de patadas con la necesidad que tiene el Gobierno de encontrar nuevos socios que ayuden a mostrar en esas elecciones no tanto que se han ganado demasiadas bancas más (algo imposible casi, ya que igualmente no se alcanzarán las mayorías parlamentarias que se necesitarían), sino que no se ha perdido la provincia de Buenos Aires.
Entonces, parece que los gurúes de la estrategia del oficialismo se han decidido por dos caminos novedosos para este Gobierno que se dan de patadas con otros abordados como dogma con anterioridad: el uso de las redes sociales y el diálogo como bandera. En primer lugar, se ha pasado a marcar la agenda al echar a rodar los nuevos asuntos a través de los medios tradicionales (edad de imputabilidad, tema laboral, cuestión migratoria, ley de ART, decretos, etc.) y así se calienta la discusión previa en el orden que le interesa al Gobierno.
En ese primereo, también empujado por la llegada de Trump y los cambios financieros que podrían darse hay que inscribir los viajes al exterior de varios ministros (Nicolás Dujovne, Francisco Cabrera, Susana Malcorra y Esteban Bullrich) a Davos y el de Finanzas, Luis Caputo a Londres y los Estados Unidos.
Los primeros llegaron el encuentro suizo con la misión de agitar el árbol para recordarle a los inversores que la Argentina había cumplido con casi todo lo que Macri les había prometido que iba a hacer y de armar el tinglado para una segunda fase, la del año en el que se pretende terminar con la recesión. Los frutos cayeron del lado de Caputo quien, un día antes de la asunción del nuevo presidente de los EE.UU., recogió 7 mil millones de dólares a cinco y diez años de plazo a una tasa bastante alta para la región, pero impensada hace un año atrás.
Queda ahora del lado del Gobierno la necesidad de que esos recursos sean apenas un paliativo para financiar transitoriamente los grandes desajustes fiscales que tiene la economía. Quizás un acuerdo con el Fondo hubiese sido más apto para encarar reformas estructurales, algo que en un año electoral traería demasiado ruido si se lo comenzara a discutir, aunque nunca se sabe. Si la sola mención de la flexibilización laboral movió el avispero sindical y un decreto no nato (ART) ya provocó el rechazo del Frente para la Victoria, la cosa se pondría muy brava.
En segundo término, el Gobierno se ha impuesto como nueva doctrina aquel conocido refrán de las barbas incendiadas, ya que se han generado desplazamientos dentro del Gobierno cuyo objetivo fue el de cerrar filas alrededor de la Jefatura de Gabinete, aunque con ello se corra el riesgo de que se puedan inferir algunos rasgos totalitarios y se termine apuntalando el pensamiento único.
La intempestiva salida del economista Carlos Melconian de la presidencia del Banco de la Nación Argentina (BNA) ha puesto en el ojo de la crítica al jefe de Gabinete, Marcos Peña y a sus dos subjefes, Mario Quintana y Gustavo Lopetegui, quienes, al decir del Presidente, son “mis ojos y mis oídos”. Más allá de las probables motivos de la salida (su resistencia al uso de recursos del BNA para asistir al Tesoro como reedición de una habitual práctica kirchnerista o que hayan llegado a oídos del entorno presidencial algunas de sus críticas técnicas al manejo de la economía o quizás algún desvío paritario) el resultado práctico del desplazamiento fue mostrarle al resto del Gabinete quién manda y qué pasa cuando alguien se sale de la uniformidad requerida.
(*) De la agencia de noticias Dyn
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