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Por MARIANO SPEZZAPRIA
Macri volvió de Holanda, convencido de que las inversiones externas están más cerca y que van a potenciar la reactivación de la economía
Twitter: @mnspezzapria
El intendente se pone los anteojos y recorre una planilla con el dedo índice. Se detiene en los datos de las principales empresas afincadas en su distrito. Y nota que los impuestos que tributan al municipio por ingresos brutos -atados a la facturación de esas compañías- cayeron nuevamente en marzo. “Así no va la cosa”, comenta el jefe comunal mientras hace un gesto de negación.
La escena tuvo lugar días atrás en un municipio del Gran Buenos Aires, donde todavía no se siente la reactivación económica de la que habla el Gobierno nacional. De hecho, el único ítem de recaudación que subió en ese distrito por encima de la inflación es el que abonan las proveedoras de luz, gas y agua, debido al sensible incremento de las tarifas, que impacta en la economía local.
“Somos los intendentes los que paramos el quilombo”, razona este dirigente del Conurbano con varias batallas sobre sus espaldas. El Gobierno nacional procura atenuar el descontento manteniendo los planes sociales que expandió la administración anterior. Con esa política -que lo lleva a negociar con los piqueteros- sólo consigue que la situación social no se vuelva explosiva.
Pero es en los sectores medios, que en buena medida votaron a Cambiemos en 2015, donde la recesión económica sigue pegando fuerte. Entre los comerciantes, los empleados -públicos y privados- y los pequeños industriales es común escuchar dificultades para llegar a fin de mes. Esa franja de la población es la que peor la está pasando respecto de sus expectativas.
Los paros y marchas de los sindicatos docentes y de la propia CGT, que hará su primera huelga general el próximo jueves, deben entenderse en este contexto de mediocridad económica. Un segundo elemento de análisis es la intencionalidad política contraria al Gobierno, pero ni los dirigentes más combativos encontrarían plafón en caso de que los bolsillos sintieran algún alivio.
Frente a esta situación, que con certeza se prolongará en el tiempo mientras no se haga efectiva la reactivación, el Gobierno optó por subir los decibeles de la política. Así, volvió a poner en escena la grieta entre el kirchnerismo y los anti K, como una forma de acumular apoyo incluso entre quienes están desencantados de Cambiemos pero temen un eventual regreso de la ex presidenta Kirchner.
La mesa chica del macrismo definió que la próxima elección legislativa debe seguir por el carril del “futuro contra el pasado” kirchnerista, sin reparar -o sin querer hacerlo deliberadamente por una cuestión de estrategia- en que Cambiemos es el presente de la política nacional. Y que el presente se puede explicar por los males del pasado, pero también por desaciertos del elenco gobernante.
Mientras el Gobierno arma su esquema electoral e intenta imponerlo a los demás actores de la política, sectores afines al propio oficialismo se autoconvocaron ayer en el Obelisco y la Plaza de Mayo bajo una consigna de defensa de la democracia, preocupados por lo que juzgan como cierta debilidad de Cambiemos para enfrentar la ofensiva de “estrategias destituyentes”.
Los manifestantes le dieron forma a una convocatoria masiva, que contrariaron los temores del Gobierno cuando decidió no hacerse eco de la marcha en forma oficial. Con esa pulseada ganada en los hechos, no se privaron de repudiar a los sindicatos y grupos piqueteros que el mes pasado desfilaron por las calles de la ciudad de Buenos Aires en una sucesión ininterrumpida de marchas.
Por cierto que el PRO llegó a la Casa Rosada con otros métodos de acumulación política, que no incluyen la manifestación callejera, a la que es tan afín el peronismo. De hecho, el jefe de Gabinete Peña y el asesor Durán Barba creen que ese tipo de demostraciones son parte de la vieja política. “No nos sirve dar la pelea en la calle. Nosotros jugamos en otra cancha”, deslizó un funcionario.
En efecto, hay otros terrenos en los que el Gobierno se mueve bien. Uno de ellos es el de las relaciones internacionales. La reciente visita del presidente Macri a Holanda volvió a ponerlo de manifiesto, así como la actuación de la canciller Malcorra como anfitriona de sus colegas del Mercosur frente a la crisis de Venezuela, siempre al borde de convertirse en una dictadura.
En una declaración conjunta, Malcorra y sus pares reclamaron ayer en Buenos Aires la “separación de poderes y el respeto a los derechos humanos” al gobierno de Nicolás Maduro. El pronunciamiento de urgencia ocurrió luego de que se disolviera el parlamento por un fallo judicial que finalmente fue revertido. El chavismo intuyó que la reacción internacional sería demoledora.
En términos políticos, el caso venezolano le viene como anillo al dedo al presidente Macri, porque la tesis oficial es que la Argentina iba camino al chavismo de no haber sido porque Cambiemos derrotó al kirchnerismo en 2015. La situación de aquel país es de un desmoronamiento tal que ya ni siquiera se lo presenta como un modelo a seguir. La “revolución bolivariana” feneció junto a Hugo Chávez.
Pero el espejo en el que nadie se quiere mirar es un elemento útil para la política doméstica y también para la regional. Y a Macri le sirve aparecer liderando el bloque del Mercosur que pone límites democráticos a Venezuela, ya que reafirma su diferenciación del kirchnerismo en el plano local tanto como su vocación por encarnar un nuevo paradigma no populista en América del Sur.
Aunque la región tiene sus particularidades: uno de los socios de Macri en el Mercosur, el paraguayo Horacio Cartez, impulsa una reforma de la Constitución para forzar un nuevo mandato, lo que provocó graves disturbios frente al Congreso guaraní en Asunción. Por cierto que la ambición de Cartez, de perpetuidad en el poder, no es nueva en estas tierras sudamericanas.
Si bien el Gobierno se siente cómodo en el terreno diplomático, pese a las dificultades para atraer inversiones y a la peculiaridades de la región, la gestión de Cambiemos no termina de acomodarse a la ríspida política doméstica. Esta misma semana tendrá que afrontar un paro general de la CGT, al que se plegarán las CTA y los sindicatos docentes, que siguen en pie de guerra contra Macri.
La huelga será masiva porque contará con la adhesión plena de los sindicatos del transporte, pero también porque las distintas ramas de la industria y el comercio no pasan por un buen momento. Entonces, se sentirá especialmente en la Capital y el Conurbano, aunque tal vez pierda fuerza en el interior del país. El “protestódromo” no se detendrá: habrá otra función cantada el 1 de mayo.
Y luego, una marcha federal motorizada por las dos CTA, según anunció el neo-combativo Hugo Yasky, que durmió una siesta de varios años en su condición de líder sindical. Mientras tanto, el paro del jueves será una prueba de fuego para el triunvirato de la CGT, que quedó tocado tras aquel acto que concluyó con disturbios y puso en tela de juicio su capacidad de conducción.
En este tiempo, Hugo Moyano pareció más preocupado por garantizar el encumbramiento de “Chiqui” Tapia en el máximo sillón de la AFA, que en apuntalar a Daer, Schmid y Acuña en su versión más opositora del Gobierno. Pero más allá de esas internas, la central obrera está inmersa en un espiral de confrontación que a la Casa Rosada le costará tiempo y paciencia desactivar.
Entre esa Argentina crítica del Gobierno y movilizada en forma recurrente, y la otra que apoya al presidente Macri, a la gobernadora Vidal y que ayer salió a manifestar en las calles aún contra la voluntad de la dirigencia, hay prácticamente un choque cultural. Unos denuncian los problemas económicos. Los otros piensan que el Gobierno es víctima de un plan de desestabilización.
Las dos puntas se unen en una polarización que no es nueva en la Argentina de la última década.
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