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Séptimo Día |LA IGLESIA DE HOY

Mansedumbre

DR. JOSE LUIS KAUFMANN Monseñor

14 de Octubre de 2018 | 08:12
Edición impresa

Queridos hermanos y hermanas.

Uno de los frutos del Espíritu Santo es la mansedumbre (cf. Gal 5, 22-23), que también es una virtud aneja a la virtud cardinal de la templanza.

Después que Jesús pronuncia severas invectivas contra los hipócritas se lamenta por la dureza de su pueblo y le reprocha que mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados, y lo hace con una mansedumbre admirable (cf. Mt 23, 27 ss). La firmeza en el proceder nunca excluye la mansedumbre. De hecho, el Señor invita a los oprimidos por sufrimientos y dificultades a que se acerquen a Él: “Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy manso y humilde de corazón…” (Mt 11, 28-29). Toda la vida de Jesús en Palestina ha sido un continuo testimonio de mansedumbre.

En orden a vivir en la fe, en fidelidad al Evangelio, esta virtud es de una necesidad absoluta ya que modera la ira y sus efectos desordenados. Es una forma de templanza que evita la exasperación, el arrebato y el descontrol en la conducta humana. Por lo cual no es una opción posible sino un mandato del Evangelio.

En el llamado Sermón de la Montaña, Jesús comienza con una serie de bienaventuranzas, y después de felicitar a los que tienen alma de pobres lo hace a los mansos, porque éstos “recibirán la tierra en herencia” (Mt. 5, 4).

Santo Tomás de Aquino enseña que el primer efecto de la mansedumbre es hacer al ser humano dueño de sí mismo, mediante la disminución de la ira (cf. II-II q.145 art. 4).

“Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy manso y humilde de corazón…” (Mt 11, 28-29).

 

Por eso, mansedumbre no equivale a debilitar ni erradicar la potencia irascible, de modo semejante a como castidad no es igual a destruir la potencia sexual. La mansedumbre en cuanto virtud supone la pasión de la ira y consiste en dominarla y moderarla según la recta razón.

De modo que mansedumbre es la disposición y actitud cordial y humilde de servicio desinteresado, sin por eso creerse superior. Esa disposición proviene de la caridad y de la humildad. San Pablo nos exhorta: “Con mucha humildad, mansedumbre y paciencia, sopórtense mutuamente por amor” (Ef 4, 2).

Es decir que la mansedumbre requiere la fuerza del autocontrol, de la consideración, del tacto y preocupación sin doblez por los demás. En el cristiano que se esfuerza por vivir esta virtud no tiene cabida la hipocresía.

La mansedumbre es la virtud de los fuertes, que saben dominarse en aras de un bien mayor, de los que saben soportar con paciencia las contrariedades. Es la virtud de los pacíficos, que son valientes sin violencia, que son fuertes sin ser brutos. Es la virtud de misericordiosos, que no juzgan y no reaccionan por apariencias.

Esta virtud se conquista, como de alguna manera también muchas otras, con la abnegación, con la negación a sí mismo cada vez que tenga la oportunidad de hacerlo, soportando de buen grado las incomprensiones, las ofensas, las reacciones negativas de otros, y considerando que también esas adversidades pueden ser útiles para limar o corregir tantos defectos o errores cometidos.

En su predicación Jesús condiciona - con mansa firmeza - a la multitud y a sus discípulos: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará” (Mc 8, 34-35; cf. Mt 16, 24-25; Lc 9, 23-24).

 

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