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SERGIO SINAY (*)
Hay algo que ni la más avanzada tecnología pudo ni podrá modificar. Y eso es la duración del día. Veinticuatro horas. Aunque no se trata estrictamente de una ley de la naturaleza, este hecho tiene la misma característica inmutable que esas leyes. Las horas del día son una de las tantas convenciones humanas destinadas a la lucha contra el tiempo. Calendarios, relojes, cronómetros, agendas son herramientas de esa inútil batalla. Fraccionado y envasado por los propios humanos, el tiempo terminó por ser una jaula adentro de la cual quedamos atrapados.
De manera que el día tiene veinticuatro horas y contra eso no hay nada que hacer. Nos empeñamos en ahorrar horas, en estirarlas, pugnamos por detenerlas o hasta ignorarlas, pero pautan inexorablemente nuestra vida. Si veinticuatro horas son muchas o pocas es un interrogante que solo puede tener respuestas relativas. Depende para quién, depende para qué. Lo único cierto es que no se puede vivir, al menos como seres sociales y vinculados, fuera de ese molde.
Los humanos somos creativos y transformadores por naturaleza. Se nos ha entregado la gestión del mundo tal como lo conocemos para que lo devolvamos modificado, si es posible para mejor, aunque muchos se esfuercen en empeorarlo. Y eso nos convierte, también, en seres tecnológicos por naturaleza. La mitología dice que fue Prometeo, un Titán más amigo de los humanos que de los dioses del Olimpo, quien entregó el fuego a los mortales y que con eso provocó la furia de Zeus, quien lo condenó a ser encadenado para siempre a una roca ubicada en lo alto del monte Cáucaso, donde un águila le comería el hígado cada noche. Sin embargo, ser un Titán (deidad predecesora de los dioses olímpicos) lo convertía en inmortal, por lo que su hígado se restauraba cada vez. Más allá de la leyenda, el fuego puede ser considerado como el primer y fundamental salto tecnológico de la humanidad, el que nos permitió cocer los alimentos, iluminarnos en las noches, calentarnos durante la inclemencia invernal. Desde allí en más cada nueva herramienta, cada nuevo salto de la técnica respondió a una promesa esencial. Facilitar nuestra vida, acortar los procesos fabriles, artísticos, científicos, industriales, permitirnos atravesar distancias de una manera antes impensada, comunicarnos a través de esas distancias, etcétera. Y, cómo síntesis de todo esto, ayudarnos a ganar tiempo. ¿Ganarlo para qué? Para que, liberados de procesos tediosos, repetitivos, mecánicos, burocráticos pudiéramos dedicar más horas de nuestra vida a los vínculos, a inclinaciones y necesidades de orden psíquico, emocional y espiritual esenciales para nuestra realización personal, a reencontrarnos con la naturaleza, ya que somos parte de ella, al arte en todas sus formas, a explorar diversos horizontes existenciales. Es decir, a convertir el hecho de estar vivos en algo trascendente.
Adentrados ya en el siglo veintiuno, y siendo ciudadanos de la etapa acaso más vertiginosa y de más acentuado salto cuántico de toda la historia, nos encontramos conque aquella es, según lo sugiere el sociólogo alemán Hartmut Rosa en su libro “Alienación y aceleración”, la gran promesa incumplida de la tecnología. No porque haya fracasado en la abreviación de los procesos, sino porque en lugar de permitir que el tiempo libre conquistado sea de veras “libre”, nos bombardea con permanentes transformaciones y novedades tecnológicas para atender a las cuales necesitamos precisamente de…tiempo. Y no lo tenemos. Escasean las horas del día para hacer todo lo que se nos ofrece desde la tecnología. Y la dictadura tecnológica no apunta siempre (o lo hace cada vez menos) a la atención de verdaderas necesidades humanas, sino a la producción incesante de nuevos deseos que nos son astutamente planteados como necesidades.
Vivimos tiempos acelerados. Pero no es el tiempo, valga el juego de palabras, el que se acelera, aunque parezca que corre cada vez más rápido, sino los procesos y las acciones. Si antes debíamos viajar horas para llegar a un lugar y ese viaje era muchas veces una experiencia de transformación, conocimiento y aprendizaje, la aceleración hace que el trayecto se cumpla en tan poco tiempo que perdemos la noción de localización y de distancia. Es como si el planeta entero estuviera en un solo y único lugar. Y como este lugar se uniformiza, se pierden las características propias de cada sitio. El mundo empequeñece y pierde matices. Los aeropuertos, los cines, los shoppings, los supermercados, los edificios son iguales en todas partes y, aunque nos desplacemos, ya no tenemos la sensación de viajar. Perdemos el contacto con la experiencia y con la diversidad a la que ella nos permite asomarnos.
Lo que ocurre con el espacio y las distancias se repite con el tiempo. El filósofo, sociólogo y teólogo germano Hermann Lübe, focalizado en el estudio de la civilización moderna, advierte que, como las distancias, también el presente se contrae. Vivimos, por lo tanto, en el instante. Esto es distinto de vivir en el presente, donde confluyen experiencias (pasado) y expectativas (futuro). Vivimos, entonces, en un tiempo comprimido, en el que las transformaciones no se dan de una generación a otra (con lo cual se hereda memoria y perspectiva), sino dentro de una misma generación. Así ocurre que hoy quien estudia una carrera o se prepara para un oficio lo hace en una atmósfera de ansiedad. Percibe que aquello que está aprendiendo será obsoleto antes de que pueda aplicarlo, y corre, como un hámster que no puede detenerse, en una rueda que gira cada vez más rápido, pero no lo lleva a ningún lugar.
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Cuando quedamos desarraigados del tiempo y de la distancia, atributos esenciales de la vida humana, estamos alienados. Es decir, afuera de nosotros mismos, ajenos a nuestro ser, como astronautas que salieron de la nave y quedaron perdidos en la inmensidad del universo, angustiados por la imposibilidad de volver.
El novelista, dramaturgo y periodista británico Arnold Bennett (1867-1931), autor de obras muy reconocidas en su tiempo, como “El hombre del norte” o “Ana de cinco ciudades”, había percibido la génesis de este fenómeno cuando publicó, en 1911, su breve y agudo ensayo “Cómo vivir con veinticuatro horas al día” (reeditado recientemente). Bennett advertía que el trabajo no debe determinar nuestra vida, sino al revés. Y que seremos como muertos vivientes transitando un tiempo siempre escaso sin un honesto y profundo autoexamen que nos lleve a determinar cuáles son nuestras verdaderas y esenciales prioridades existenciales. Cuando esto no ocurre, decía, el tiempo se escapa como por una alcantarilla, producto del desperdicio, y el final del día nos encuentra agotados, pero no satisfechos. Muchas de nuestras actividades están fogoneadas, escribía Bennett, por falsas necesidades que nos hemos impuesto como “naturales”. Necesitamos dinero para atenderlas, decimos. Pero no tenemos más tiempo del que hay (veinticuatro horas al día), recordaba, y si bien a cambio de tiempo se consigue dinero, todo el dinero del mundo no compra tiempo. A su vez Rosa insta a recuperar o crear patrones de vida propios, esos que a menudo extraviamos mientras corremos en un mismo lugar, y sin tiempo.
(*) El autor es escritor y periodista. Su último libro es "La aceptación en un tiempo de intolerancia"
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