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Una mirada sobre el universo de esta novelista, filósofa y ensayista que supo despertar fascinación y embeleso en dosis iguales
Susan Sontag
ADRIÁN FERRERO
El impacto que una intelectual (no sólo una mera autora de literatura) como Susan Sontag tuvo en occidente como paradigma de la escritora para quien la neutralidad frente al mundo resultaba prácticamente una insensatez según sus premisas morales, constituye una posición que se echa de menos. Frente a la grisura ideológica y polémica a la que estamos asistiendo en este momento, son pocos los referentes que han hecho la opción por un proyecto de fuerte intervención en la esfera pública.
Asistimos en la actualidad a la presencia de escritores y escritoras que promocionan sus libros y hacen giras por universidades, que dictan conferencias o bien escriben en suplementos culturales (muchas de las cosas que Sontag también hizo o le ocurrieron sin haberlo buscado, pero lo hizo según sus términos). Es cierto que también la desveló desentrañar la obra de los grandes creadores de la cultura literaria o bien indagar en otras formas de representación del mundo (de la fotografía al cine, pasando por la pintura). Pero lo hizo siempre también de un modo singular. En esas manifestaciones culturales (aún en su crítica literaria y cultural) es posible advertir una mirada atenta al mundo y sus conflictos o bien centrar su interés en artistas que, por distintos motivos, eran funcionales a su proyecto.
De modo que por detrás de esta aparente variedad de temas y registros, que abarcan desde agudas intervenciones públicas, novelas y cuentos, libros sobre la fotografía o las imágenes y la escritura de ensayos literarios, la dirección de películas, es posible advertir una coherencia interna sin fisuras.
Este rasgo suele ser infrecuente en un autor o autora y, por el contrario, evidencia la presencia en ella de cierta clase de convicciones (no sólo de pensamiento de ocasión) que la vuelven radicalmente invariable e indoblegable en sus puntos de vista e imprescindible para pensar los grandes acontecimientos de su tiempo histórico.
Leo a Sontag desde este proyecto que, traducido en lenguajes de distinta índole, ella orientó siempre hacia el mismo objetivo. Quizás ese proyecto puede ser formulado en términos que consideraba que un creador debe estar pendiente de la excelencia de su arte pero, a la vez, con otro ojo puesto en el mundo dentro del cual ese arte se inspira, nace, circula e impacta. O por algún motivo deja de hacerlo, lo que sería grave a sus ojos.
Lo cierto es que entre esta mujer que atentó contra la ideología del imperio y estuvo presente como corresponsal de guerra desde Vietnam a Sarajevo (donde montó una puesta de “Esperando a Godot” de Samuel Beckett mientras la ciudad estaba sitiada y en ruinas) y la que escribía notables novelas, no subyacía ninguna contradicción ni dispersión. Sino que no podía concebir la indiferencia en ninguna de sus formas frente a su entorno, incluso el internacional.
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Es cierto que también la desveló desentrañar la obra de los grandes creadores
Por otra parte, sus experiencias autobiográficas (como el cáncer, frente al que dio una dura batalla hasta el final, o su mirada ante el SIDA) le sirvieron para esclarecer esa taimada mezcla de campañas de desprestigio, prejuicios, tabúes y mitos.
Su interés por pensadores y creadores heterodoxos, de Roland Barthes, Antonin Artaud a Walter Benjamin, entre muchos otros, son la prueba más contundente del espíritu que alentaba su trabajo. Ni sumirse en la credulidad de ideologías devenidas dogmáticas sino apropiarse de la parte de ellas funcionales a su proyecto (insisto en esto) y centrarse en esos intelectuales que habían eludido esas trampas. Leer la ciudad, leer la fotografía, leer la sociedad desde estos puntos de vista fue, a mi juicio, lo que hizo que fuera distinta del resto de sus colegas. Le brindó recursos y herramientas afines a sus planes de trabajo.
Entre esta mujer humanista y la patria ideológicamente retrógrada, antiintelectual, pragmatista e imperialista que habitó (pese a que Nueva York, lo sabemos, suele ser definida habitualmente en términos de una metrópoli cosmopolita), mediaba un abismo cuyos obstáculos casi insalvables fueron, quizás, los que pusieron en movimiento su dispositivo creador. De no haber tenido enemigos probablemente su rabia no hubiera sido tan revulsiva. Pienso que el inconformismo jamás se ausentó de su proyecto. Era inherente a su personalidad y a su ideología. Era la intelectual del desacuerdo.
Decidió ser protagonista de su época y legar testimonio de varias disciplinas
Sus libros son tan inteligentes que dan la impresión de estar conversando con una persona que lo ha leído todo y ha establecido con ese legado conexiones de una sutileza y una complejidad renovadoras y radicalmente originales. Se la añora, por ese mismo espíritu crítico tanto como cuestionador del sentido común contra el que logró lanzar dardos letales y también por su perfil erudito y conocedor del arte como mirada totalizadora. Todo ello es el testimonio de alguien que decidió ser protagonista de su época y dejar un testimonio no sólo de ella sino del legado de varias disciplinas, con abordajes innovadores y aportes inolvidables.
Si bien realizó un largo aprendizaje en las aulas de EE.UU y luego de París, nada menos que con Roland Barthes de maestro, comprendió casi de inmediato que su vida no podía consistir en ser una investigadora “de gabinete”, una académica, sino más bien alguien que mantuviera con las instituciones del saber una reticencia inteligente, por más que fue invitada a dar conferencias y cursos en muchas de ellas.
Entre esa figura colosal, que daba la impresión de haber devorado bibliotecas, de haber asistido a todos los museos y haber visto el mejor cine de todos los tiempos, también latía una mujer que no soportaba ni los atropellos a la libertad, tanto de expresión como a cualquiera de los Derechos Humanos, y que se comprometió en una batalla sin cuartel por defenderlos, aún a costa de arriesgar en ocasiones su propio pellejo, literalmente hablando.
Su novela “El amante del volcán” (1992) me parece su punto culminante y pienso que la ficción previa fue un aprendizaje hasta alcanzar ese clímax. Dejó un legado inmenso. Y no me refiero sólo a su obra, que también lo es, sino a la figura de intelectual a la que me referí al principio. La de alguien a quien no le alcanza con escribir libros. Y pienso que allí estriba su singularidad. Su gran herencia inconformista. Sin dudas, me atrevería a afirmar que su formidable virtuosismo estribó en la lucidez y la creatividad de su potente pensamiento.
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