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Jorge Cohen (*)
Nada me ha parecido más propicio en este momento que evocar título y pasajes de la novela del notable escritor Juan José Saer para titular esta columna. Porque pese a los insistentes reclamos de justicia por los atentados de la Embajada de Israel y de la AMIA, hoy no hay responsables, ni autores detenidos, ni siquiera acusados.
Es decir que hasta hoy, para la Justicia, nadie hizo nada, nunca.
Pero la realidad es muy diferente, y merece ser relatada. Y no como ficción, porque hubo un ataque que asesinó impunemente a empleados, diplomáticos, vecinos, al párroco de la iglesia vecina, a un taxista, a un técnico que colocaba un aire acondicionado, y a transeúntes como cualquiera de nosotros.
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Para tener idea del poder explosivo, el ataque terrorista destruyó el edificio de la embajada, el hogar de enfrente, parte de la Iglesia Mater Admirabilis, edificios vecinos, y construcciones de varias calles a la redonda.
El atentado sucedió a las tres menos cuarto de la tarde del martes 17 de marzo de 1992. Un día caluroso del verano que ya se iba.
“No quiere anochecer”, dice Saer. Tampoco ese día quería, pero oscureció a las tres menos cuarto de la tarde, pese a que había sol y nubes. Luego el escritor habla de “un mes irreal, concentrado, como un grumo”, y eso fue el marzo de 1992 para nosotros.
“Es pura maldad”, señala un personaje de “Nadie, nada nunca”, sin saber él, ni Saer, que esa mención le cabría a quienes destruyeron la embajada, y a sus virtuales encubridores.
Aquel terror asesinó a ciudadanos de seis países: Italia, Uruguay, Bolivia, Paraguay, Israel y Argentina. Algunos de los cuales, repito, caminaban por la calle rumbo a sus tareas cotidianas.
La embajada israelí en Argentina funcionaba, desde 1950, en la casona de estilo francés de Arroyo y Suipacha, que había sido construida en los años 30 como vivienda familiar, en línea arquitectónica con el viejo Barrio Norte de Buenos Aires.
Pero el atentado mortífero no sólo demolió la sede diplomática. “La mancha violeta, con la forma vaga de una lámpara, va astillándose, contaminándose, de la negrura que la rodea, empalideciendo, hasta que desaparece del todo”, dice otro párrafo de la novela de Saer, como si estuviera describiendo la lámpara de mi oficina de la embajada durante el ataque.
“Un relámpago empalidece el aire (...) Después de unos segundos de silencio, un trueno lo sigue. Primero es un punto, lejano, arriba, (...) y a medida que se acerca, va ganando violencia y anchura, desplegándose, endureciéndose y retumbando con tanta fuerza que las cosas, asentadas de un modo frágil sobre la costra terrestre, se ponen, al unísono, a vibrar”. Saer no habla de las tres menos cuarto en su ficción, pero la descripción resultaría perfecta.
Desde el segundo piso de la casona de Arroyo y Suipacha, a esa hora, eso viví, eso escuché. Antes de que el piso de la oficina se abriera en dos.
(*) Ex jefe de prensa de la embajada de Israel en el momento del atentado.
“Por los atentados a la Embajada de Israel y a la AMIA, hoy no hay responsables, ni autores detenidos, ni siquiera acusados”
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