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El Mundo |EL DIA EN VENEZUELA

“La Cubana”, el barrio de Caracas donde el hambre está por encima de la grieta

Está en el municipio de Catia. El 80% de sus habitantes viven por debajo de la línea de pobreza. Una ONG que da pelea

Luis Moreiro

Luis Moreiro
lmoreiro@eldia.com

25 de Junio de 2019 | 01:57
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CARACAS
Enviado especial

lmoreiro@eldia.com

Son las diez de la mañana del sábado y la caravana se abre paso, velozmente, por la autopista Francisco Fajardo hacia el norte de la ciudad. Sobre las avenidas colectoras, de tanto en tanto y sobre los frentes de las viviendas y comercios se ven rústicas pintadas de los que piden elecciones libres, la caída de Nicolás Maduro y el punto final para el régimen. “Elecciones ya”, “Fuera Maduro”, dicen los irregulares trazos de pintura negra. “Unidad cívico y militar para la rebelión”, clama otra pintada en las mismas puertas del Banco de Venezuela.

Contrastan con los muros que dividen los carriles de la autovía donde a cada paso aparecen las consignas chavistas pintadas con los colores de la bandera venezolana. “Chávez vive, la Patria sigue”, se lee aquí y allá. “Traidores, nunca”, dice una gigantografía en la que una foto de Maduro, de tres cuartos perfil, mira desde lo alto de un edificio a los vehículos que serpentean por la carretera. Más allá, Chávez y Maduro se unen en otro inmenso cartel. “Juntos, se puede”, arengan.

Vamos hacia la parroquia de Catia, una de las más populosas del Gran Caracas. Allí viven unas 800 mil almas, más del 80% de ellas en la pobreza extrema. El destino final es el comedor comunitario “María de Nazareth” del barrio “La Cubana” donde las viviendas de un furioso color rojo de ladrillos sin revocar, hacen equilibrio sobre la empinada ladera de un cerro en el que la exuberante vegetación tropical se abre paso a fuerza de sol, humedad y calor.

Tras unos pocos kilómetros hay que dejar la autopista mal demarcada y en la que se nota que los trabajos de mantenimiento se abandonaron hace ya un largo rato, para comenzar a trepar por una calle ancha y colmada de basura que se irá angostando a medida que se avanza hacia la cima del cerro.

Autos abandonados, quemados y desguazados se ven a derecha e izquierda. En las esquinas principales, los perros callejeros revuelven la basura que desborda los contenedores de chapa y pelean cuerpo a cuerpo con hombres y mujeres que buscan entre los desperdicios, cartones, latas, botellas y, tal vez, algo para comer.

En ese mundo en el que viven miles de olvidados y de irremediablemente caídos de todo sistema de contención, alambres de púas, cercas electrificadas, postigones de chapa invariablemente cerrados, protegen el bien supremo: la vida. Es que a plena luz del día sólo con una compañía confiable puede un foráneo aventurarse por esas callejuelas.

Los autos se detienen frente a una puerta enrejada pegada a un pequeño almacén en el que se atiende a través de un ventanuco abierto en la reja.

Para llegar al comedor comunitario hay que recorrer un estrecho y larguísimo pasillo que desemboca en una suerte de patio interior en el que seis o siete chicos corretean detrás de una pelota de fútbol. “¿Quién conoce a Messi?”, pregunta el cronista en voz alta y siete manos se levantan al unísono.

Por un recoveco se accede a otro patio, de cuatro metros de ancho por cinco de largo y que sirve de “palier” para otras cinco viviendas apiñadas en dos plantas que aunque ocupan lo que podría llamarse un pulmón de manzana, aparecen todas igualmente enrejadas del piso al techo.

DOLY

Ese es el territorio de Doly, una inquieta mujer de mediana estatura, piel cobriza, vivaces ojos negros y oscura cabellera que, de lunes a viernes, abre las puertas de su casa para que cincuenta chicos y un puñado de madres embarazadas o en periodo de lactancia reciban un plato de comida a la hora del almuerzo.

Ella llegó a “La Cubana” hace cuarenta años y hoy sostiene que el hambre de los pibes está muy por encima de la grieta entre chavistas y opositores. En lo de Doly, la política más importante es la de dar de comer, más allá de posiciones y convicciones.

Este es uno de los casi cien comedores que la ONG “Alimenta Solidaridad” abrió durante los cuatro años últimos en los barrios más pobres y violentos de diferentes ciudades de Venezuela.

Roberto Patiño es quien lleva adelante la experiencia. Él es un venezolano de apenas 30 años, educado en Harvard y que en 2012, militando para la oposición, llegó a “El Polvorín”, otra barriada de Caracas –lo que en la Argentina llamamos villas- y se encontró con Fabiola, una nena de no más de diez años y que muy lejos de las cuestiones políticas, sólo preguntaba si ese señor que la visitaba tenía “algo para comer”.

Hablar con las madres de esos chicos lo puso de cara frente a una impensada realidad. Los pibes y pibas no iban a la escuela porque sus padres los dejaban dormir hasta muy tarde en las mañanas. Era la manera de evitar el desayuno y saltearse, por carencias, una comida.

Hoy, cuando son más de 9.000 los chicos de hasta 12 años que reciben un plato de comida, para ellos mirar hacia atrás es todo un triunfo. Recuerdan los inicios en los que el chavismo pretendía expulsarlos de los barrios. Dicen que en Barquisimeto fueron tremendas las presiones para cerrar los comedores y que sólo la férrea resistencia de los vecinos que recibían la ayuda los salvó.

El sistema que aplican es sencillo: desde un centro de acopio en el centro de Caracas, una vez a la semana se reparten los insumos para todos los comedores. Arroz, porotos, choclo, carne, verduras de todo tipo, pescado, pollo, forman parte de las remesas. Las madres de los menores que se sientan a las mesas, son las encargadas del resto. Algunas, trabajan por las noches, lavando y cortando verduras, preparando lo que se comerá al día siguiente. Otras se encargarán de la cocina propiamente dicha y un tercer grupo servirá la comida y se encargará de lavar la vajilla y dejar todo limpio para el día siguiente. Ellas son las responsable, además, de proveerse de las “bombonas” de gas para abastecer las cocinas.

“Alimenta solidaridad” tiene tres formas de reunir fondos: a través de donaciones de organizaciones caritativas, los aportes que s llegan de la diáspora de venezolanos que viven en el exterior –cifras oficiales hablan de cuatro millones- y lo que recaudan a través de la venta de comidas a compañías privadas y clientes individuales.

“Cuando empezamos calculábamos que una ración de comida tenía un costo de cuatro dólares, hoy, con la inflación, estimamos que el mismo plato nos demanda doce dólares”, sostiene Alberto Kabbabe, uno de los referentes locales de la ONG. Vale recordar que el salario mínimo mensual es de siete dólares.

LAS CIFRAS DEL DOLOR

El reporte anual del Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales de la Universidad Católica Andrés Bello (tan prestigioso como el Observatorio de la Deuda Social de la UCA en la Argentina) asegura que la pobreza en Venezuela creció del 41 % en 2015 al 51% en 2018. Ya en 2017 el 80% de los hogares del país se encontraban en “inseguridad alimentaria”, con un 89 % de familias con insuficiencia de ingresos para la compra de alimentos.

El mismo estudio sostiene que en 2016 el excedente de muertes infantiles asociadas a la crisis alcanzaba a los 5.000 casos, pero estima que en el periodo 2017-2019 esa cifra trepará hasta 20.000. Según los últimos datos constatados por el mismo trabajo, en 2017 se calculó en 3,5 los años perdidos en esperanza de vida al nacer.

Sonrisas y ojitos brillantes se ven detrás de cada plato de comida caliente

 

Sin embargo, hoy, en “La Cubana” es un día de celebración. Es que se abre el comedor de Doly.

Dos voluntarias de la ONG hacen cantar, bailar y saltar a los chicos –todos bañados y vestidos como para ir de fiesta, diría Joan Manuel Serrat- dentro del reducido patio, mientras desde el comedor de la casa de Doly sale el inconfundible aroma del guiso que los espera.

Antes de subir hacia el primer piso de la rudimentaria vivienda, los chicos cantarán el Himno venezolano (“Sólo la primera estrofa, para no cansarlos”, pedirá Doly). No faltará el corte de cintas en la inauguración y tras el cerrado aplauso de los presentes, cada uno se irá acomodando en las mesas. Brillan los ojitos y se encienden las sonrisas dentro de esa habitación, de techo bajo, piso de cemento y mesas redondas de madera apenas barnizadas.

Kabbabe y Jesús Hernández son, aquí, las caras visibles de la ONG “Alimenta Solidaridad”, y ya en el viaje de regreso hacia el centro de Caracas dirán que saben que lo de ellos es apenas una gota en el océano. Pero nadie les quita la alegría de saber que esa noche, en uno de los barrios más pobres de Caracas, otro medio centenar de chicos se irá a la cama con un plato de comida digna entre pecho y espalda. Y no es poco.

 

Doly
Es la responsable del comedor comunitario María de Nazareth, montado en su propia casa. A través de la gestión de la ONG Alimenta Solidaridad, allí almuerzan de lunes a viernes cincuenta chicos de hasta 12 años y algunas madres embarazadas y en periodo de lactancia.Viven en uno de los sectores más postergados y peligrosos del Gran Caracas, pero quieren salir adelante a fuerza de solidaridad.

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