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Asfixiado por la cuarentena, el artista hizo catarsis pintando una serie de 28 cuadros en busca de “sanar este alma de pandemia”
“El símbolo más evidente de la perplejidad es el laberinto”, escribió Jorge Luis Borges. Décadas después, perplejo por la pandemia y el encierro, el platense José Luis Gagliardi se encontró con las visiones de Borges sobre los laberintos, y decidió convertir su angustia en pintura, buscando a través del pincel una salida para ese laberinto de cuatro paredes y desarrollando una serie de 28 pinturas para perderse y encontrarse.
Gagliardi se dedicó al arte en su juventud, pasando incluso por la facultad de Bellas Artes (“me fui porque no coincidían mis ideas con la universalidad de la misma universidad”) y aprendiendo con maestros como Aurelio Macchi y Eduardo Vigo. Expuso sus obras, vendió al exterior, pero “pero por cosas de la vida, dejé el arte y me recibí de profesor de Historia”: profesor de Historia y licenciado en Ciencias Sociales por la UnQui, Gagliardi dedicó su vida a la docencia.
Pero “cuando empezó la pandemia, me empecé a sentir asfixiado en mi casa. Siempre agarro algún libro clásico de la biblioteca, y agarré ‘El Aleph’: cuando caí en el cuento ‘La casa del Asterión’, donde Borges toma el mito del Minotauro y lo revierte, me di cuenta de que estaba viviendo en un laberinto. Mi propia casa era un laberinto”.
Siguiendo el sendero de los laberintos borgianos, Gagliardi leyó relatos como “Los dos reyes y los dos laberintos”, que fueron aportando las semillas del estilo que cimentaría la serie de cuadros producidos en cuarentena en base al mito del Laberinto. Aparecía en aquel relato la idea del desierto como laberinto, y también los reyes y sus coronas, una palabra con resonancias obvias en el presente. Gagliardi comenzó a pensar sus laberintos como redondeces, sin fin como el desierto, redondos como las coronas, circulares como algunos relatos borgianos. Sus cuadros, realizados con acrílicos sobre soportes variables, “lo que había en casa”, retratan figuras difusas compuestas de redondeces. “La misma pintura se puede transformar en el laberinto: no solo la figura, que trato de no definirla del todo; trato de que el todo sea un laberinto, que uno pueda quedarse perplejo mirando tanto un rincón del lienzo como la totalidad”, dice Gagliardi. “Traté de hacer una imagen sutil, mezclándola con abstracciones, porque en el mismo laberinto uno se pierde en la abstracción”.
“La gran inspiración fue Borges, ahí empecé a entender que podía llegar a saciar este estado de perplejidad que nos toca atravesar. Encontré, parafraseando a Borges, que uno sabe cuándo arranca un cuadro, y se imagina cómo termina, pero en el desarrollo te podés llegar a perder”, dice el artista e historiador platense. Y en su propio laberinto de influencias, los senderos borgianos lo llevaron a Cortázar y hasta “El resplandor” de Kubrick, con sus encierros y locuras que resuenan en el hoy. Gagliardi era un hombre obsesionado con una idea, atrapado en sus laberintos mentales.
“Al pintar, uno se evade de uno mismo y, al final, muchas veces me encontré pensando ‘¿yo hice esto?’”
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Decía Borges: “En la idea del laberinto hay una idea de esperanza también. Porque si supiéramos que este mundo es un laberinto, entonces nos sentiríamos seguros. Pero posiblemente no sea un laberinto. Es decir, en el laberinto hay un centro. Aunque ese centro sea terrible, es el Minotauro. En cambio, no sabemos si el universo tiene un centro. Posiblemente no sea un laberinto, sea simplemente un caos, y entonces sí estamos perdidos”: esas ideas opuestas oscilaban en su mente, la búsqueda de algún tipo de ordenamiento a través de la pintura, por un lado, y la más insondable perplejidad provocada por el encierro y la situación de pandemia, por otro, un descenso forzoso a nuestro propio interior que puede ser catastrófico.
Gagliardi busca a través del pincel una salida para su laberinto de cuatro paredes
Tratando de “sanar este alma de confinamiento”, de entender “qué me pasa a mi” en estos tiempos donde “la sensibilidad quedaba encuadrada entre cuatro paredes, las cuatro paredes de mi casa, que a su vez yo encuadro en un lienzo”, “me sentí en la necesidad de oxigenarme en el arte, y agarré los pinceles con una furia total”, cuenta: el resultado fueron las 28 obras compuestas en cuarentena.
Una catarsis necesaria, al punto de que, cuenta Gagliardi, su compañera sabe cuándo pudo pintar y cuándo no, cuándo esa idea queda atravesada: “Al pintar, uno se evade de uno mismo y, al final, muchas veces me encontré pensando ‘¿yo hice esto?’”, relata el artista.
“Encontré, parafraseando a Borges, que uno sabe cuándo arranca un cuadro, y se imagina cómo termina, pero en el desarrollo te podés llegar a perder”
Pero concluida la catarsis, con ese importante material producido en sus manos, Gagliardi se percató de que no había donde mostrarlo. No había galerías abiertas, ni posibilidad de que abrieran pronto. Por eso, “con ayuda de mi hija adolescente, que me fue explicando”, Gagliardi se abrió una cuenta de Instagram (@joseluisgagliardi) donde pueden verse sus obras.
“Encontré un universo más viable que el Facebook para el arte”, comenta. Y empezó a publicar. Algunos cuadros de la serie ya se vendieron. Pero además, Gagliardi comenzó a tejer redes: se comunicaron coleccionistas, también galerías interesadas en mostrar, de alguna forma, en algún futuro, a la salida del laberinto, su obra. “Todo gracias a las redes, me tiraron más nafta para que esto ebullicione”, cuenta Gagliardi quien, entusiasmado tras haber terminado 28 laberintos, comenzó ahora otra serie: “Acostumbrándonos”.
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Gagliardi, en acción en su casa
“Buscando el hilo”, de José Luis Gagliardi
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