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Opinión |Editorial

La independencia judicial como garantía básica del sistema democrático

La independencia judicial como garantía básica del sistema democrático
7 de Mayo de 2021 | 02:59
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El sistema democrático no se justifica solamente por el hecho de que la ciudadanía vote en forma periódica y elija a sus gobernantes. Su plena concreción, en cambio, se alcanza mediante el continuado cumplimiento de las normas constitucionales, entre cuyas pautas básicas se encuentra el principio de la división de poderes, que implica respetar la independencia de la Justicia, el funcionamiento de los cuerpos legislativos y la gestión de las administraciones a cargo de los distintos ejecutivos.

Como bien se sabe, la división de poderes se remonta a Montesquieu, que a mediados del siglo XVIII la plasmó en “El espíritu de las leyes”, aún cuando Aristóteles ya había sido su precursor. La clave de esa obra, que se divulgó y fue aceptada por muchas naciones, se basaba en la división de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, estableciendo entre ellos un sistema de equilibrios que impidiera que ninguno pudiera degenerar hacia el despotismo.

Fue aquella y sigue siendo hoy una forma moderna de gobierno del Estado que apunta a excluir toda posible hegemonía o preponderancia de un poder sobre otro, que ha valido para consolidar la vida de la democracia en el mundo.

Los poderes se contrapesan entre sí y, en esa dinámica, como se dijo, a uno de ellos le toca administrar, a otro legislar y al tercero ser guardián de la Constitución, revisar los actos y hacer respetar los derechos esenciales de la ciudadanía.

A lo largo de muchas décadas se ha recordado en esta columna que, salvo muy contadas excepciones, fueron numerosos los poderes ejecutivos de muchos países que, equivocadamente, intentaron de una u otra manera avanzar sobre las administraciones de Justicia.

Esa negativa propensión se tradujo, por ejemplo, en impulsar proyectos para aumentar o disminuir el número de miembros de las Cortes o promoviendo reformas sobre las estructura judiciales, o también, mudando las reglas del juego para dejar abierta la alternativa de acomodarlas a intereses políticos particulares y circunstanciales, ajenos a los propios de una sana administración de justicia. Las presiones, que a lo largo de la historia, incluyeron muchas veces una escasa asignación de recursos para las administraciones de justicia, adoptaron otros diversos modos, cuando no desembocaron en intervenciones lisas y llanas.

Aún reconociendo que las tensiones institucionales son inevitables y forman parte natural de la política, lo cierto es que no puede haber democracia sin división de poderes. Todo el andamiaje estructurado en esa partición se viene al suelo, si un poder se sobrepusiera a otro. Y nacería entonces el absolutismo.

Lo explicó en su momento el propio Montesquieu: “Todo estaría perdido si la misma persona, el mismo grupo de nobles o del pueblo ejerciera un único poder que se convierte en despótico”. Ni el juez debe gobernar o dictar leyes, ni el legislador pretender administrar o juzgar ni el funcionario ejecutivo tampoco hacer uso de funciones que corresponden a los otros poderes.

Los derechos humanos, el derecho de las minorías, a la vida, a la justicia, a la salud, al trabajo, a la libre expresión, a la propiedad, la base toda de la democracia, de las garantías y de la forma republicana descansan en la independencia de los poderes. Nuestro país -al igual que lo hicieron la mayoría de naciones que adoptaron el sistema- eligió desde su nacimiento esta forma de gobierno que, a través del respeto a la división de poderes, es la única que mejor puede proteger a la sociedad de cualquier injusticia o intento de opresión.

 

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