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Carlos Leyba
La política es el arte de hacer posible aquello que es necesario.
Justamente lo que la política no es, es el “arte de lo posible”. Esta frase, pensamiento canalla, vacía la política de contenido y esconde la verdadera afirmación: “No hay alternativa” que es la confesión de la inutilidad de la política reducida a “administración”. A esa política de la gerencia no le hace falta “una visión”. La lógica administrativa es autosuficiente.
Hacer política, entonces, requiere de quién la práctica que tenga clara conceptualización de aquello que es necesario en el momento, la geografía y la condición social en que vivimos.
Su misión es verbalizar.
Hacer política implica un “ideal histórico concreto” (J. Maritain), un diagnóstico certero del presente, sus carencias y potencialidades, y una detallada prefiguración de la marcha, desde un presente de carencias, hacia un destino de satisfacciones.
Es obvio que al hablar de “política” estamos hablando de Nación, como proyecto, como propósito, como vivencia; y del Estado, como su ordenamiento histórico.
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La negación de “la política” primero es la negación de la Nación; y consecuentemente la negación del Estado.
J. J. Ortega y Gasset lo expresa con meridiana claridad “política es tener ideas claras de qué hacer desde el Estado para construir una Nación”. Para “construir un proyecto sugerente de vida en común”
Los anarcos, con bombas o sin ellas, primero niegan el Estado y consecuentemente a la Nación. Hoy asistimos a una construcción periodística, alucinada por el rating de personajes payasescos, de un discurso esencialmente negativo.
¿Sin Nación y sin Estado qué sentido habría de tener “la política”?
De la misma manera los “revolucionarios” que reemplazan o reemplazaron, la política (y la palabra) por las armas, para fundir en una sola esencia la Nación, el Estado y el partido, aniquilan “la política”.
Una apostilla de la parte berreta de la Argentina real: los que ayer tiraban bombas, mataban policías, abrían las cárceles y predicaban el socialismo nacional (revolucionarios) “las y los estúpidos imberbes” (Perón), hoy militan junto a los anarquistas del capitalismo concesionario, operadores de nuestra recién llegada oligarquía “pintoresca pero ordinaria” (JPR) construida sobre la base del saqueo del Estado y la corrupción de la política. Sigamos.
Por todas las razones previas de peso y también por estas últimas razones de quienes desean terminar con la política, el Estado y la Nación, el político, además, debe ser pedagogo. Si no lo es no es político.
La esencia de la marcha, la auténtica convocatoria política, no se hace en soledad, sino que es un camino colectivo. Y si no es colectivo no es camino.
Es necesario, esencial, que todos perciban que, por delante, está lo que hay que desbrozar en la ruta, los puentes a construir y la manera en que el futuro, una vez alcanzado o cuando estén disponibles sus señales, será distribuido. Distribución del futuro al tiempo en que el futuro va amaneciendo. No antes.
El pedagogo anuncia, prepara y enseña.
La historia está plagada de políticos, estadistas, que han abierto esas realizaciones, desbrozado, construido puentes y distribuido el futuro.
Ejemplos sobran.
Pero uno que responde de manera extraordinaria a esa ejemplaridad, es el diseño y la realización de Europa. Una construcción enorme y compleja, que fue anunciada desde el comienzo.
No fue obra del azar sino de una colosal conceptualización de lo necesario, un “ideal histórico concreto”, un diagnóstico del presente, sus carencias y potencialidades, una prefiguración de la marcha hacia un destino deseado. Un plan.
No hay construcción sin plan.
Fue un camino difícil. Los que quedaban detrás por la velocidad de los primeros, tenían al “estado comunitario” que velaba por ellos y aseguraba el acortamiento progresivo de las distancias.
Europa fue la integración de Naciones y también la “integración en las naciones”.
Una obra colectiva implica la participación de todos en el futuro y así fue, con sus más y sus menos, la construcción de Europa. Una obra de “la política” y de los estados.
En el inventario de nuestro pasado también, a pesar de enormes desencuentros, guerras civiles, encontramos el protagonismo de políticos de similar talante en términos de visión y compromiso con ella.
Y asociados a ellos largos años de prosperidad sólida, crecimiento económico, expansión cultural, y mejoras en las condiciones de vida de todas las clases sociales. Bien lo saben los inmigrantes del Siglo XIX y no menos los de la última posguerra.
Fueron recibidos con una generosidad inigualable y les fueron brindadas las posibilidades que en sus países, durante largas generaciones, les negaban.
Muchos vinieron a “hacer la América” y esta Argentina, la Argentina pensada, los hizo americanos.
Todos esos tiempos fueron años de “planes”, de una Argentina pensada por hombres a la “altura de las ideas de su tiempo” que conocieron en profundidad la tierra propia, la amaban y estaban dispuestos a realizar sus sueños acerca de ella y vaya si lo hicieron.
Lo convoco a Jorge Luis Borges. Nos dice: “A los criollos les quiero hablar: a los hombres que en esta tierra se sienten vivir y morir, no a los que creen que el sol y la luna están en Europa. Tierra de desterrados natos es ésta, de nostalgiosos de lo lejano y lo ajeno: ellos son los gringos de veras, autorícelo o no su sangre, y con ellos no habla mi pluma. Quiero conversar con los otros, con los muchachos querencieros y nuestros que no le achican la realidá a este país. Mi argumento de hoy es la patria: lo que hay en ella de presente, de pasado y de venidero. Y conste que lo venidero nunca se anima a ser presente del todo sin antes ensayarse y que este ensayo es la esperanza. ¡Bendita seas, esperanza, memoria del futuro, olorcito a lo por venir, palote de Dios!”. (Tamaño de mi Esperanza, 1926).
Esperanza. Eso.
Que estamos empantanados en una decadencia densa y abrumadora, es la cuestión central, única e indispensable.
Pero inexplicablemente la eludimos en toda discusión pública.
La hemos sustituido por una discusión pública de vuelo rasante acerca de las responsabilidades más próxima en la cadena de errores que nos vienen asfixiando año tras año. Todas esas discusiones son superficiales. Infantiles.
No ofrecen aquello que la política debe ofrecer. De ahí la desesperanza.
Todos sabemos que de lo que hablan “los políticos” no es “el problema del país” sino de cómo se cargan entre ellos las responsabilidades de este desastre.
¿Cuál es “el problema”? Una odiosa comparación nos ayudará a entender cómo se cuenta la decadencia.
Entre 1975 y 2017, el PIB real en Estados Unidos se triplicó y la productividad creció 60%.
En ese mismo período el PIB de Argentina sólo se duplicó y la productividad, con un crecimiento poblacional de 18 millones de habitantes, más bien permaneció estancada. En 2020 ? luego de una caída descomunal del PIB, pandemia y cuarentena? el PIB por habitante resultó igual al de 1974, con el agravante que el número de personas bajo la línea de ingresos de la pobreza, es igual al del crecimiento de la población desde 1974: una fábrica de pobreza solo es compatible con el estancamiento de la productividad. No lo dude.
El estancamiento de la productividad explica la decadencia, la pobreza, la destrucción del Estado, la fuga de los excedentes (blancos y negros) y lo peor “la fuga de la inteligencia” que es la ausencia de pensar y debatir el futuro.
Entre el tiempo de aquellos años de “planes”, de una Argentina pensada por hombres a la “altura de las ideas de su tiempo”, el espacio de la política y del poder, dirigencia de todos los estamentos, políticos, sindicales, empresariales, fueron y están ocupados por bragadinos, alquimistas, embaucadores de fórmulas mágicas.
Asistimos a “milagros” ? alquimias - de corta duración que, cuando le quitaron las muletas (ocultas) los cuerpos desvencijados se desplomaron.
¿Qué quedó de la convertibilidad cuando le quitaron las muletas del endeudamiento?
¿Qué quedó de la década soplada cuando se agotó el viento de cola y los pobres comenzaron a demandar? En ambos casos “tocata y fuga”: arcas vacías y legiones de pobres, ese fue el saldo común.
¿La razón última?
No había políticos ni una Argentina pensada, ni objetivos, ni instrumentos, ni medir las consecuencias. Obvio. La gran metáfora fue la trampa del Indec de Guillermo Moreno que es el mismo Indec de Martín Losteau y de Axel Kicillof: “Medir la pobreza es estigmatizarla”
Lo que medimos afecta lo que hacemos. Medir mal profundiza los errores.
Las consecuencias de aquellos errores son el presente. Acumulamos gobierno tras gobierno, hace más de cuatro décadas, consecuencias negativas.
Que Mauricio Macri fue lo peor no cabe duda. Lo dijo de manera irrefutable el FMI. Sus consecuencias, sumadas a las previas, nos llevarán años.
Que la situación heredada del kirchnerismo fue espantosa no cabe duda: default, agotamiento de todas las reservas (físicas y financieras) y expansión única del empleo público, jubilaciones injustificables, acumulación de compromisos públicos injustos, innecesarios e insostenibles, desorden social y obscenidad en los negocios públicos.
Pero el menemismo “y robo para la corona”, la destrucción del sistema ferroviario, la rifa del patrimonio estatal, la constitución de la perversa oligarquía de los concesionarios (el juego, servicios u obra pública) una matriz de captura y destrucción de valor que alumbró una docena de “nuevos híper millonarios” dueños del país.
Discutir cómo no caer en default con el FMI es imprescindible. Pero no fue ni será un escenario para una discusión relevante.
Nada tiene sentido si no parte de cómo salir de la decadencia.
Decadencia que alimentan la victimización de Pata Medina, Baradel, Daniel Muñoz, la Gestapo de Vidal, la AFIP, la AFI y la Justicia.
Sin un “ideal histórico concreto” estas miserias nos agotan.
Nada desaparecerá de la discusión ramplona hasta que una conceptualización magna la reemplace. Ese será el nacimiento de “la política”
(*) Subsecretario de Programación y Coordinación durante la 3° presidencia de Juan D. Perón. Opinión publicada en eleconomista.com.ar
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