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Ya nadie discute a Messi. Lo sintieron comprometido con la causa. Destacan que jugó, protestó y hasta abandonó el perfil sumiso de siempre
Martín Mendinueta
@firmamendinueta
Justo cuando la FIFA hizo saber que abrió un expediente disciplinario por el comportamiento de la Selección durante y después del partido que lo convirtió en semifinalista, los hinchas argentinos no paran de demostrar que ahora sí la identificación con este plantel alcanzó su pico máximo.
Como si el romance entre los que pisan el césped y aquellos que alientan, sufren y gozan, recién ahora podría catalogarse total, pleno y hasta ideal.
Después de momentos gélidos en esa relación, y de otros con recordada agresividad en la elaboración de críticas letales, la empatía goza de su punto cúlmine.
Por supuesto que haber ganado es la condición tan básica como imprescindible para la nueva construcción afectiva. Puede parecer demasiado cruel, pero sin triunfos, no habría existido tanto cariño.
De hecho, cuando las derrotas ocuparon los grandes títulos periodísticos (dos finales de Copa América donde la alegría fue chilena), y especialmente la caída en Junio de 2016, que determinó un escenario donde Lionel Messi decidió comunicar por una carta pública que renunciaba a su lugar en la Selección, la situación era bien fea.
El romance meloso de hoy nació en Río de Janeiro el año pasado, cuando Ángel Di María, mediante una exquisita definición, le hizo saber a los brasileños que la alegría pasaba a ser celeste y blanca.
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Ganar fue la llave que giró la cerradura del corazón de miles de compatriotas. En el fútbol, festejar algo importante y en condición de visitante triplica el valor de la gesta.
Argentina llegó a este Mundial percibiendo que su pueblo le tenía confianza. Como pequeña y simpática muestra puede citarse la fiebre por las figuritas de papel adhesivo en un tiempo gobernado por la tiranía de la virtualidad.
Por eso, la derrota frente a Arabia Saudita dolió tanto. Porque abolló la ilusión y porque infectó la confianza que hasta ese día lucía saludable y rozagante.
Luego de momentos gélidos, la empatía de la gente con los jugadores goza de su punto cúlmine
Después llegó el recorrido conocido por todos hasta el partido ante Países Bajos y, entonces, la más variada colección de vaivenes emotivos entró en escena para marcar a fuego los archivos de la memoria colectiva.
Ya transcurridas unas cuantas horas después del penal que Lautaro Martínez hizo gritar con la garganta y las tripas, las sensaciones siguen allí, a flor de piel, intactas.
El último viernes se vivió un partido picante como pocos.
Maneras polémicas del árbitro español Mateu Lahoz, los diez minutos que adicionó en el segundo tiempo, los errores y las distracciones argentinas en dicho lapso, gestos y bravuconadas de los holandeses y más ademanes con gritos en los festejos de los ganadores, construyeron un combo seductor para cualquier observador.
¿Qué tan mal estuvieron los jugadores nacionales?
Exactamente aquello que la Comisión Disciplinaria de FIFA está evaluando para resolver si amerita o no una sanción a la AFA, fue lo que martilló, con fuerza bruta, la comunión entre el plantel y los hinchas.
Dibu Martínez y Nicolás Otamendi, indiscutidas figuras, cometieron algunos excesos, pero nada que merezca una sanción severa de la organización.
Dichas actitudes quedaron estacionadas sobre el delgado hilo que separa lo que está bien de lo que no corresponde.
Independientemente de la vara que utilice cada uno, todo lo ocurrido traccionó con fuerza para que los hinchas sintieran que los que estaban en la cancha habían pensado en los que estaban afuera. Que a los jugadores les importó y los emocionó tanto como a ellos instalarse entre los cuatro mejores.
El carácter de los jugadores disparó la identificación con lo que sintió cada argentino
Pase lo que pase el próximo martes ante Croacia, da la sensación de que la Selección y su gente llegaron a un punto de identificación actitudinal que los pone a salvo de sufrir una profunda decepción.
Argentina se aseguró jugar siete partidos, y lo hizo evidenciando un carácter que lo pone a salvo de cualquier reproche.
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