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Las libertades peligrosas

Las libertades peligrosas

Michael J. Sandel, un filósofo empeñado en devolver la moral al debate político / Web

Sergio Sinay*
Sergio Sinay*

1 de Octubre de 2023 | 02:01
Edición impresa

La sociedad está integrada por individuos diferentes entre sí, que no pueden ser obligados a participar de proyectos comunes ni a cooperar con otros en función del bien común, porque eso violaría su libertad. La autonomía individual es inviolable, lo de cada uno es de cada uno y toda intervención del Estado para paliar desigualdades sería coercitiva. El Estado debería remitirse pura y únicamente a garantizar la propiedad privada, la seguridad y el derecho de cada persona a hacer lo que le plazca con su vida. Estas son, en una síntesis muy breve, las ideas que contiene “Anarquía, Estado y utopía”, un libro que apareció en Estados Unidos en 1974 y se convirtió desde entonces en una especie de catecismo del libertarismo, corriente forjada hacia los años 60 del siglo pasado para oponerse al Estado de Bienestar, nacido luego de la Segunda Guerra para paliar la devastación económica, social y moral que la conflagración dejó como saldo en Occidente.

El autor de ese libro es Robert Nozick (1938-2002), filósofo que enseñó en las universidades de Harvard, Columbia, Princeton y Oxford. En un principio de su carrera adhirió a lo que se conoció como Nueva Izquierda, aunque su posterior encuentro con las ideas de la Escuela Austriaca, nacida en Viena a comienzos del siglo veinte, lo impulsó a virar sus puntos de vista y terminó siendo un ícono de los movimientos de derecha ultraliberales y conservadores, adoradores del mercado y denigradores del Estado y de sus funciones sociales. Economistas como los austriacos Ludwig von Mises (1881-1973) y Friedrich Hayek (1899-1992) y el estadounidense Milton Friedman (1912-2006), y estadistas como Margaret Thatcher y Ronald Reagan, por citar algunos nombres, son representativos de esas ideas. En lo esencial la Escuela Austriaca se opuso a la aplicación de los métodos de las ciencias naturales a la economía, a las regulaciones de cualquier tipo en las actividades económicas y sostenía que los fenómenos económicos son subjetivos y resultan de las visiones y acciones de las personas que participan de ellos. De ahí que la intervención del Estado se considera coercitiva y cualquier propuesta vinculada a articular intereses diversos en función del bien común sea rechazada.

EL ÚNICO DUEÑO

Aunque Nozick se mostró posteriormente disconforme con varias de sus propias ideas, las que en el libro están desarrolladas de un modo a menudo complejo y oscuro, sus revisiones no tuvieron la misma repercusión que aquella obra y el libertarismo sigue abrevando en ella. Como lo define Michael J. Sandel (uno de los más respetados filósofos políticos de hoy) en su imprescindible libro “Justicia, ¿hacemos lo que debemos?”, el credo libertario puede sintetizarse así: Soy el dueño de mi mismo. Si soy mi dueño soy el dueño de mi trabajo y tengo derecho a quedarme con el 100% del fruto de él, porque si cedo parte de ese fruto a otro (el Estado, por ejemplo) este se convertiría en mi dueño. Como soy el dueño de mi mismo puedo hacer con mi persona lo que yo quiera, siempre que no perjudique a otros.

Siguiendo esa línea el libertarismo apuesta a una justicia retributiva y no distributiva. La primera sostiene que en la sociedad todas las transacciones son particulares y privadas, y cada uno recibe lo que acuerda con el otro. De ese modo se organiza la economía. Para la justicia distributiva, cuyos fundamentos desarrolló John Rawls (1921-2002), fuertemente criticado por Nozick, la noción de libertad no puede desligarse de la de igualdad, pues aquella no se sostiene en su esencia sin esta. Como apunta Michael J. Sandel, cuando en una sociedad existe una marcada desigualdad la libertad termina siendo simplemente libertad de mercado, y los más libres son los que más tienen. Si se dispone de menos recursos hay menos margen de elección y, en palabras de este filósofo, “el libre mercado, para quienes no tienen mucho donde elegir, no es tan libre”.

En su análisis crítico del libertarismo Sandel pone ejemplos como el del alquiler de vientres, la compraventa de niños, la venta de órganos o los ejércitos privados. Alquilar un vientre, dice, es un lujo que los pobres no se pueden dar. Y quienes alquilan sus vientres no lo hacen por mero ejercicio de su libertad, sino por necesidad económica. A su vez quien vende un órgano tampoco lo hace como un ejercicio de su libertad, sino como recurso desesperado de supervivencia. Nuevamente, ningún rico vendería un órgano, pero sí un pobre extremo. Si, ejerciendo la libertad de protegerse, quienes cuentan con recursos arman sus propios ejércitos privados, viviríamos rodeados de ejércitos de mercenarios, que no estarían al servicio de una bandera o una causa, sino de intereses particulares. Sus integrantes serían, como los órganos o los vientres, mercancías sujetas a la posibilidad de ser compradas o vendidas. El autor de “Justicia, ¿hacemos lo que debemos” vincula de esta manera la libertad de mercado, preponderante en la visión libertaria, con la moral. Al priorizar de una manera acrítica la libertad como un fenómeno abstracto, desligado de connotaciones sociales, se incentiva el utilitarismo, el egoísmo, la indiferencia por el destino colectivo, las visiones comunes y se va en contra de la naturaleza de los humanos como seres sociales que se necesitan mutuamente (no única y necesariamente para transacciones de mercado).

SOBRE COSTOS Y BENEFICIOS

Montado en una idea de libertad que lo recorta y disocia de cada congénere, de cada prójimo, cada individuo se convierte en una isla absolutamente solitaria, que solo se vincularía con los otros en función de un interés materialista. De hecho, el economista Gary Becker (1930-2014), miembro de la Escuela de Chicago y condiscípulo de Milton Friedman, sostuvo que las relaciones y acciones humanas (desde casarse hasta cometer un crimen) se llevan a cabo a partir de la evaluación costo-beneficio. Pero, como advierte con razón Sandel, no todo en la vida se puede medir por su beneficio económico o su valor de uso, por mucho que se mencione para ello a la libertad. Las personas se respetan, los objetos se usan y no todo se puede comprar, aun en un mercado libre.

Gritar “Viva la libertad” puede sonar atractivo y atraer multitudes justificadamente hartas de la desigualdad, de la injusticia, del deterioro social y de la pérdida de sueños y proyectos. Pero seguir ese grito atraídos por su sonido, sin averiguar de qué libertad se habla y cuáles son sus parámetros morales, encierra un riesgo grave. Podría reproducir la experiencia del flautista de Hamelin, el viejo cuento de los hermanos Grimm, solo que esta vez no sería cuento, sino una nueva, dolorosa y costosa frustración en una sociedad que ha sufrido demasiadas. Muchas de ellas por mano propia, causadas por priorizar la emoción sobre la razón. Hay llamados a la libertad confusos y engañosos que, como señala Michael J. Sandel, solo conducen a mayor desigualdad, menor empatía social y menor solidaridad. La vida buena, añade, no se puede pensar como un bien propio, sino como un bien común.

Las personas se respetan, los objetos se usan y no todo se puede comprar, aun en un mercado libre

 

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