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Sobrevivientes encienden una pequeña fogata para darse calor entre los restos de edificios colapsados en Kahramanmaras / AFP
Son las seis menos cinco de la mañana y el primer llamado a la oración resuena en Sanliurfa tras el mortífero sismo del lunes. En esta ciudad del sureste de Turquía, el día todavía no ha empezado y para muchos el hambre ya aprieta.
“¿Encontraron pan?”, pregunta un hombre de edad avanzada, con un gorro cubriéndole la cabeza, antes de seguir su camino.
Las calles están vacías. El mercurio supera ligeramente los 0 ºC, pero la sensación térmica es negativa. En el barrio, ningún comercio subió todavía las persianas. En la noche del lunes, a todos les faltaba pan.
A 100 metros de allí, detrás de las vallas del imponente hotel Hilton, donde decenas de familias encontraron refugio tras el arrasador terremoto del lunes, las palabras “sopa” y “pan” están en boca de todos.
Algunos niños juegan, aunque la mayoría siguen durmiendo sobre las baldosas, abrigados con capuchas y guantes. Muchos padres ya se despertaron o simplemente no durmieron en toda la noche.
“Llegamos aquí el lunes a la tarde. El hotel nos dio sopa por la noche, pero la noche ya pasó. Tenemos hambre y los chicos también”, dice Imam Çaglar, de 42 años.
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“Las panaderías están cerradas, no sé cómo vamos a encontrar pan”, se preocupa este padre de tres niños.
Ni se plantea ir a buscar víveres a su casa, situada a pocas calles, por temor a las incesantes réplicas. “Vivimos en el primer piso de tres. Tenemos demasiado miedo de volver”, afirma sacudiendo la cabeza. “Nuestro edificio no es en absoluto seguro”, agrega.
“Recibimos una pequeña taza de sopa, no es suficiente”, se queja Mehmet Çilde, de 56 años y padre de seis hijos, que espera que la autoridad municipal distribuya comida. “Pero no tenemos ninguna información, nada”, asegura.
Filiz Çifçi se perdió la distribución de sopa que se hizo el lunes un poco más arriba en la avenida.
La madre y sus tres hijos, que escaparon de su departamento en plena noche del lunes con tres mantas y sus teléfonos, prefirieron saltarse una comida que esperar bajo el viento y una lluvia gélida.
“Simplemente tomamos té y café el lunes por la noche, nada más”, lamenta la treintañera, con velo y túnica de color malva, sentada cerca de los baños del hotel.
Desconoce si los niños tendrán suficiente alimento para comer o en los próximos días. “Por ahora, no tenemos nada más que nuestras mantas”, asegura. Se frena, piensa, y continúa: “Al menos, aquí, el agua es potable”.
En la región de Siria afectada por el sismo con epicentro en Turquía, la situación también es delicada. Los habitantes de la ciudad siria de Alepo, devastada por años de guerra, se apuran ahora a enterrar a sus muertos y al mismo tiempo, rezan por los que aún siguen vivos bajo los escombros tras el devastador terremoto.
En el barrio de Bustan al-Qasr, un grupo de rescatistas, soldados y voluntarios trata de retirar los escombros de un edificio en medio del frío.
Cerca de las ruinas, Oum Ibrahim reza un rosario y se va secando los ojos con un pañuelo. Varios familiares esperan a su lado.
“Espero que los rescatistas saquen a mis hijos enterrados bajo tierra. Son siete. Confío en Dios”, dice esta mujer de 56 años, que pasó la noche en un auto estacionado en cercanías del edificio.
Cuando el sismo sacudió la ciudad la madrugada del lunes, se dirigió rápido a la zona. “Desde entonces no tomé ni comí nada. ¿Cómo podría si mis hijos tienen hambre bajo tierra?”, se pregunta entre llantos.
No muy lejos está Oum Mohammad, una mujer con una bufanda de lana sobre los hombros. También espera ansiosa para saber si su hermana y sus cuatro hijos siguen vivos. “No tuvieron tiempo de salir, igual están bloqueados en las escaleras”, lamenta, después de haber dormido en la calle. “El sismo es más difícil que la guerra. Durante la guerra cae el proyectil y se acabó. Pero ahora, no sabemos nada (...)”.
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