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Autor de decenas de obras que transformaron ciudades, rompió con la geometría tradicional y convirtió la arquitectura en emoción, riesgo y piel metálica. Su legado
FRANK GEHRY
A los 96 años, Frank Gehry murió en la serenidad luminosa de su hogar en Santa Mónica, ese mismo territorio desde el que imaginó curvas imposibles, superficies vibrantes y formas que parecían desprenderse del suelo para volverse movimiento. Su estudio confirmó que una breve enfermedad respiratoria apagó su vida; pero nada en su legado parece apagarse. Gehry edificó con materiales duros lo que otros solo intuían con metáforas: que la arquitectura es emoción, gesto, desafío; un cuerpo que late dentro del paisaje urbano.
Sus obras reconocibles al instante —pieles metálicas como velas tensadas, fachadas que ondulan como telas agitadas por el viento, volúmenes fluidos que jamás se resignan a la recta convencional— lo convirtieron en el arquitecto más influyente, tal vez el más audaz, del último medio siglo. Fue llamado starchitect, estrella global, referente de la ruptura; y aun así, evitaba el título con pudor. “Las etiquetas no explican nada”, decía. Él prefería que hablara la forma.
Frank Owen Goldberg nació en Toronto en 1929, en el seno de una familia judía que, como tantas, buscó en Estados Unidos un futuro menos áspero. Migraron a fines de los años 40 y fue allí donde el joven Frank decidió cambiar su apellido a Gehry para escapar a la sombra persistente del antisemitismo. Ese gesto, íntimo y silencioso, fue tal vez su primera operación de diseño: modificar el nombre para poder construir un destino.
Se formó en la Universidad del Sur de California, y luego continuó estudios de planificación urbana en Harvard, aunque abandonó el programa antes de completarlo. La vida urbana —congestión, flujo, tensiones, belleza y violencia superpuestas— no dejó de ser, desde entonces, material y pregunta. Pasó por el estudio de Victor Gruen, pionero de los centros comerciales, trabajó en París junto a André Remondet, y regresó para abrir su propio estudio a comienzos de los 60. Era el germen de una revolución.
Los años 70 y 80 lo encontraron en sintonía con la escena artística funk de California: irreverente, material, experimental. Mientras muchos seguían defendiendo el ortogonalismo, Gehry se atrevió con superficies derramadas, con volúmenes torcidos, con casas que parecían estar en pleno movimiento. Lo que para otros era osadía formal, para él era un modo de pensar.
Su propia casa de Santa Mónica, remodelada en 1978 con chapa y metal corrugado abrazando la estructura original, fue su manifiesto temprano: un edificio convertido en collage, en vibración, en choque entre lo cotidiano y lo radical. Una obra doméstica que rompió, literalmente, el molde.
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Adoptó pronto herramientas de modelado digital —entonces casi experimentales— para materializar diseños que parecían imposibles. Lo que la mano no trazaba con precisión, el software sí podía transformar en estructura. Gehry entendió la computadora no como límite sino como prótesis creativa. Con ese salto conceptual llegó el reconocimiento mayor: en 1989 recibió el Premio Pritzker.
El punto de inflexión llegaría en 1997 con el Museo Guggenheim Bilbao. Curvas ondulantes, gigantismo elegante, titanio como piel de pez al sol vasco. La obra fue un sismo. Philip Johnson lo describió como “el mejor edificio de nuestro tiempo”, y el mundo viajó para comprobarlo.
El viejo corazón industrial de Bilbao se transformó alrededor de ese reflejo plateado: hoteles, comercios, vida cultural, otra economía posible. Nació el concepto “efecto Bilbao”, esa fórmula casi mística por la que la arquitectura deja de ser objeto y pasa a ser motor urbano.
Si el Guggenheim fue una explosión, el Walt Disney Concert Hall en Los Ángeles fue una sinfonía. Las superficies tensas que rodean la sala de la Filarmónica parecen expandirse como un instrumento en resonancia. La Orquesta expresó en X su devastación por la noticia: “Perdimos a un creador con una imaginación audaz”.
Luego vendrían la Fundación Louis Vuitton en París —velas de vidrio tensadas como si fuesen viento materializado— y el Centro Lou Ruvo en Las Vegas, donde muros y ventanas parecen derretirse bajo el sol del desierto. Gehry buscaba algo similar a la música: ondas, ritmos, pausas. Y lo logró.
Durante décadas, los arquitectos evitaron curvas. Eran caras, difíciles, irritantes para los ingenieros. Gehry, en cambio, preguntó por qué no. Fue hacia un software de diseño utilizado por la industria aeroespacial y lo adaptó a la escala de un edificio. Donde otros veían costo, él veía forma. Donde otros veían riesgo, él veía posibilidad.
“No soy un artista caprichoso”, decía. “Simplemente me gusta resolver problemas”. Esa simplicidad enmascara lo monumental: pensar, probar, fallar, insistir.
Frank Gehry murió, pero sus edificios siguen respirando. Siguen doblando el sol y la sombra. Siguen enseñando que la arquitectura puede conmover como una melodía o herir como un recuerdo. Cada estructura suya parece estar en movimiento cuando el visitante la rodea; cada superficie invita a tocar para creer que es real.
Su obra no fue solamente construcción: fue sensibilidad. Fue riesgo. Fue un modo de mirar el mundo y decidir que la curva también merece existir.
Los poemas sobreviven a quienes los escriben. Gehry diseñó poemas de titanio.
FRANK GEHRY
Weisman, Universidad de Minnesota Ubicado en el campus de la Universidad de Minnesota, el Weisman anticipa la estética que años después definiría a Gehry. Sus planos metálicos curvos, casi líquidos, le confieren una fuerza escultórica que lo destaca entre los edificios académicos. El director del museo eligió a Gehry porque su lenguaje visual permitía asociar de inmediato el edificio con el arte. Abrió en 1993 y en 2009 inició su ampliación —nuevamente a cargo del arquitecto— inaugurada oficialmente en octubre de 2011
Walt Disney Concert Hall, Los Ángeles Levantado entre 1992 y 2003, el Walt Disney Concert Hall es una de las cumbres expresivas del trabajo de Gehry: un edificio que parece suspenderse en el aire, revestido por placas de acero inoxidable que se curvan como un instrumento afinándose en pleno concierto. Surgió de un concurso internacional con más de setenta propuestas, y su inauguración en 2003 transformó la vida cultural de Los Ángeles, convirtiendo la sala en referencia mundial tanto por su acústica como por su diseño. Como dato singular, la fachada metálica debió matizarse: el reflejo del sol encandilaba a los conductores y provocaba accidentes.
Museo Guggenheim, Bilbao Fue el proyecto que modificó para siempre la identidad de Bilbao y demostró que un museo puede cambiar el destino económico y cultural de una ciudad. Construido entre 1992 y 1997, el edificio —con sus formas fluidas y su piel de titanio brillante— se volvió un símbolo global de la arquitectura contemporánea. Supuso un antes y un después para Gehry y para el urbanismo reciente: después del Guggenheim ya nadie volvió a mirar una ciudad igual.
Dancing House, Praga Terminada en 1996 y diseñada junto a Vlado Milunić, la Dancing House se convirtió en emblema contemporáneo de Praga. Dos volúmenes: uno ondulante, otro quieto; una pareja que parece girar en pleno baile al borde del Moldava. Su irrupción en un entorno histórico causó debate y admiración, abriendo paso a una nueva sensibilidad arquitectónica en Europa. Un edificio que cuenta un movimiento —y una historia— sin usar palabras.
Edificio Peter B Lewis, Cleveland Destinado a la Escuela de Negocios Weatherhead y finalizado en 2002, combina acero y ladrillo en una conversación formal poco convencional. Su fluidez desafía la estructura rígida típica de la arquitectura universitaria y encarna la visión innovadora de Peter B. Lewis, mecenas del proyecto y ferviente admirador de Gehry. El resultado es un edificio académico que no se conforma con enseñar: también se atreve a provocar.
Hotel Marqués de Riscal, Rioja Alavesa Inaugurado en 2006, es el desembarco del Gehry más icónico en los viñedos de Rioja. Titanio convertido en cintas ondulantes, con reflejos dorados, plateados y rosados que flotan sobre la bodega histórica.
Fondation Louis Vuitton, París Inaugurada en 2014 en el Bois de Boulogne, representa la madurez expresiva del arquitecto. Sus velas de vidrio, tensadas como si el viento las mantuviera infladas, transforman el paisaje y la luz con cada cambio de hora.
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