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Dicen que 10 años no es nada. Pero los 10 años del escritor Rodolfo Walsh en La Plata cambiaron su vida para siempre. Acá vivió con su primera mujer, nacieron sus dos hijas, jugó al ajedrez y conoció al fusilado que vive, Juan Carlos Livraga, uno de los protagonistas del clásico Operación Masacre. La casa en la calle 54 por fuera parece una más. Hasta que uno conoce su historia
Por PATRICIA SERRANO Y LUCRECIA GALLO
Vivir en una casa donde vivió Rodolfo Walsh puede ser un dolor de cabeza. Siempre aparecerán estudiantes de periodismo para un trabajo práctico. Tal vez alguien quiera hacer un homenaje, poner una placa. Y hasta entrar para ver si queda algo de él, cualquier cosa, un jazmín del aire que olía una mañana cualquiera, la reminiscencia de la escuela para ciegos y el tecleo incansable de una máquina de escribir.
En La Plata existe una de esas casas, como existe en Córdoba y existe en San Vicente. Vive gente que no quiere saber de Walsh, que no lo leyó y que cree que el ejercicio de recuperar la memoria no es más que una invasión a su privacidad. La casa de Walsh en la ciudad no está señalada y para llegar sin perderse, habrá que volver a leer el prólogo de Operación Masacre. Sacar las cuentas de las cuadras, ubicar la estación de ómnibus que ya no existe y zanjar, de una vez por todas, la ubicación del café de La Plata donde el propio escritor jugaba al ajedrez.
O se puede llegar de forma más simple. Basta con volver a la foto del documento de Walsh y leer la dirección. Graciela Giglio es médica y vive hace 48 años en la calle 54, número 418, en pleno centro de esta ciudad: el domicilio que Walsh llevó en la cédula de identidad hasta su muerte. “No quiero hablar sobre la historia de esta casa”, explica Giglio, cautelosa. “Les ruego me disculpen”. Pero a veces la propia historia es más fuerte que cualquier silencio.
No quieren, ni ella ni su marido, hablar sobre el pasado de la casa. Pero otros sí quieren, entre ellos, la única hija viva y heredera del gran escritor, Patricia Walsh, quien busca que la casa sea reconocida como el lugar donde su padre escribió la obra cumbre del periodismo argentino.
LA ESCUELA PARA CIEGOS
Lunes. Una de la tarde. Los 20 alumnos de la Escuela Diferenciada N° 15 para Ciegos y Disminuidos Visuales de La Plata izan la bandera en el patio de portland, en el fondo de la casa, lleno de flores y un gran jazmín del aire. En un rato los alumnos pasarán a las aulas con sus maestros y, entonces sí, Vicky y Patricia podrán jugar por la casa y terminarse el gran plato de frutas cortadas que todos los días les prepara su mamá. En 40 minutos sonará la campana y otra vez el bullicio escolar reinará en la casa.
“No cualquiera está con ciegos. Rodolfo se casó con una mujer y, junto a ella, con el mundo de la discapacidad visual. Había un solo baño y lo tenía que compartir con todos nosotros. Nunca se quejó”. El que habla es Marcelo Calvo, director de la Biblioteca Braille de la provincia de Buenos Aires, en la vereda de la que fue su escuela, donde cursó toda la primaria. Ahora su mano larga y cuidada como la de un pianista recorre la textura de lo único que queda de esa casa: el número 418 sobre la pared blanca.
Marcelo es alto, elegante y tan correcto que cuenta sus recuerdos con voz de actor, como si estuviera leyendo la historia para un radioteatro. Y podría ser. Porque sus recuerdos son tan nítidos que puede describir la casa, justamente, con los ojos cerrados. “Primero estaba el zaguán, atrás el hall, a los costados las aulas y más allá las piezas que ocupaba la familia Walsh, separadas por el baño”, dice tanteando el aire del lugar.
Para Marcelo esa casa es casi todo. Allí el mismísimo Walsh le enseñó a jugar al ajedrez y le dijo algo que no olvidará nunca: “vos te vas a destacar siempre, vas a ser alguien importante”. Tal vez por eso, este hombre que fundó bibliotecas para ciegos en toda la Provincia, no puede creer que los actuales habitantes no quieran saber nada con homenajear al ídolo de su infancia.
La escuela funcionó exactamente desde 1950 hasta 1960 en la casa de la calle 54. La misma estirpe que hoy no quiere saber nada del clan Walsh había alquilado la casa a la Dirección General de Escuelas bonaerense para fundar la primera institución para ciegos de la Provincia. A esa casa con habitaciones amplias y techo alto llegó el matrimonio Walsh desde Córdoba. Eran recién casados y ésa era la primera casa enteramente suya, aunque tuvieran que compartirla con una multitud de ciegos.
EL MUNDO LITERARIO
La ciudad es gris y Fary Montenegro la combate con flores desde su balcón. Así es ella: una sonrisa frente a la dificultad. Hace muchos años, cuando Fary recién se había casado con Pedro Rosell, pianista, profesor, no vidente, una biblioteca repleta de libros se les vino encima. Terminaron en el piso, con los libros por la cabeza, a las carcajadas y echándole la culpa a Rudy. Porque las bromas del destino para Pedro eran obra de Rudy.
Rudy no es otro que Rodolfo Walsh, amigo íntimo de la pareja, a la que conoció en la casa platense. Junto a Elina y otros amigos se juntaban por la noche en peñas literarias caseras, donde se leían poemas y se hablaba de literatura. El joven escritor, para ese entonces, era corrector de la editorial Hachette -publica la Antología del Cuento Extraño y Diez Cuentos Policiales Argentinos-, escribía cuentos infantiles y policiales y artículos periodísticos en las revistas Leoplán y Vea y Lea. Y su primer libro de cuentos Variaciones en Rojo. Todavía no había sido alcanzado por el amenazante mundo exterior.
La pareja vivía en un universo literario. Elina era poeta y Walsh, escritor. Los dos antiperonistas, se movían como peces en el agua en el mundillo platense. Cenaban o almorzaban en La Protectora, un clásico restaurante donde se juntaba la élite de la Ciudad. En las tardes soleadas Rodolfo caminaba unas pocas cuadras hasta llegar al Bosque y disfrutaba con sus dos pequeñas niñas del Zoológico, los caballos alquilados y ese lago artificial que era lo más cercano que tenía a su pasión por el agua.
Hoy, Fary camina por La Plata y sus ojos regresan 60 años en el tiempo. Se baja del tranvía en calle 6 y corre con pasos cortos y ruido de tacos altos hasta la escuela. Imagina la calle 54 en primavera, el olor a tilo que, según él mismo contaba, ponía nervioso a Walsh, los árboles altos y verdes. No hay autos estacionados, no hay edificios, todos los vecinos se conocen. La ciudad de los estudiantes se llama Eva Perón por unos años. Son épocas enrarecidas, se avecina el golpe del 55, la revolución de Valle, la transformación de un hombre que ya no podrá simplemente volver a jugar al ajedrez.
EL WALSH UNIVERSITARIO
“Irías vestido con pantalón azul, saco a cuadritos azules y blanco y bufanda azul y gorra con visera igual al saco. Usabas lentes con marco oscuro y fumabas en pipa. Por si no alcanzaba, llevarías un clavel blanco en el ojal”. La cita pertenece a Rodolfo Walsh, aquel muchacho, un libro de memorias escrito por su amiga platense, Delia Cortés.
Era otoño del 54, el periodista quería escribir sobre la locura, Delia hacía sus prácticas facultativas en el hospital Romero. Arnaldo Calveyra, escritor argentino y amigo de los dos, ató cabos sueltos y produjo el encuentro: deberían reconocerse en la cola del micro 75, a la una de la tarde, frente a la estación de trenes de La Plata. Walsh iría vestido como Sherlock Holmes. Ella no podría confundirse.
Aún hoy Delia recita de memoria los poemas con que Walsh la deslumbraba en el café El Rayo de La Plata, en 1 y 44. Eran un grupo de estudiantes universitarios de Medicina, letras y otras carreras que se reunían a escuchar a Rodolfo leer a Whitman en inglés, a descubrirles el mundo de Zaratustra, a recitar a Borges de memoria y hasta su propia poesía. “Siempre fue como un milagro en esta ciudad”. Delia lo dice y se le iluminan los ojos, aún se ve tan joven, bajo la lluvia, yendo al cine París.
Ellos eran un grupo de chicos universitarios. Walsh era más grande y, de a poco, su oficio de periodista lo llevó por otro camino. Apenas si cursó unas materias en la Facultad de Filosofía y Letras y dejó. La carrera que prometió terminar a su madre y quedó trunca para siempre.
OPERACION LA PLATA
Existe un hito en la historia de Walsh que cambiará el rumbo de su vida: Operación Masacre. La noche del 9 de junio de 1956 jugaba al ajedrez en el Bar Rivadavia de La Plata cuando la revolución de Valle literalmente lo sacó de una vida tranquila. Lo dirá en el prólogo: “Mi casa era peor que el café y peor que la estación de ómnibus, porque había soldados en las azoteas y en la cocina y en los dormitorios, pero principalmente en el baño, y desde entonces he tomado aversión a las casas que están frente a un cuartel, un comando o un departamento de policía”.
Enfrente para Walsh era el actual ministerio de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, entonces llamado Jefatura de Policía. La Plata se convirtió así en la ciudad que le puso delante la injusticia: el fusilado que vive y la necesidad de contar la historia de los invisibilizados. Después, todo cambiará. Se irá de La Plata, se separará de Elina, volverá casi todos los fines de semana para visitar a sus hijas. Pero algo de él quedará siempre en la casa de 54: allí hizo sonar la máquina de escribir Olivetti todas las noches hasta terminar el libro que se adelantó en nueve años a Truman Capote.
RECUERDOS DE LA NIÑEZ
Patricia Walsh está sentada en un bar de Palermo y recuerda la vida de niña en La Plata, sin preocupaciones hasta el 58: en ese año Elina, la madre, es becada para estudiar un año en Chile; las hijas son internadas en un colegio de Buenos Aires; Walsh se entrega al caso Satanowsky y luego parte a Cuba, su destino más conocido. Quedarán en el recuerdo de esa época dorada la casa de 54 donde el sonido constante del tecleo era casi una canción de cuna para Vicky y Patricia. “No teníamos una vida independiente, vivíamos en una escuela. Mi padre trabajaba en la pieza pero también compartía las actividades con los alumnos, comíamos todos juntos”, recuerda Patricia.
También queda el escritorio de cedro, fuerte, marrón oscuro, en que Walsh escribió Operación Masacre y actualmente es parte del mobiliario escolar de la escuela para ciegos: es el escritorio que la actual directora usa todos los días en Gonnet. Patricia todavía conserva la biblioteca. El juego de muebles del matrimonio se completaba con las mesitas de luz, una cama matrimonial y una mesa.
Hasta hace muy poco, Walsh todavía podría haber votado en La Plata, en la mesa electoral que corresponde a la calle 54. Siempre tuvo ese domicilio en el documento. Y de hecho hasta siguieron llegando propagandas electorales a su nombre a la casa platense. “Esto no puede ser. Mi abuelo hizo el monumento a la Bandera en la Legislatura y no por eso andan buscando dónde vivió para ponerle una placa”, se enoja Graciela Giglio, la actual dueña de la casa. Para ella Walsh “sólo fue un inquilino circunstancial”.
Patricia, la hija, cree otra cosa. “Mi padre no fue un inquilino más. Sería razonable que en la puerta, en la calle 54, entre 3 y 4, alguien pusiera una placa que dijera acá vivía Rodolfo Walsh cuando escribió Operación Masacre. O una baldosa en la vereda”.
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