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Facundo Bañez
facundogb@eldia.com
Lo primero que nos llamó la atención fue la enana con bonete. La vimos venir por la calle Nueva York y pensé en el acto en esas historias de aparecidos que solía contar mi padre. Era tarde y el cielo de Berisso se arqueaba sin sol por encima de unas nueves desflecadas y grises. Enseguida supimos que estaba recién llegada de Uruguay, que era actriz y que con ella venían otros actores para filmar partes de una película rodada en Colonia. Estarían en Berisso apenas dos días.
Yo tenía nueve años y era el primer fin de semana que me quedaba con mi abuelo, un inmigrante polaco desembarcado en los años veinte y que había abierto –sobre la calle Montevideo- una mercería llamada El Che Botón.
Mi abuelo era amigo de Cipriano Reyes y uno de los tantos trabajadores del frigorífico Swift que habían marchado a la Plaza de Mayo el 17 de octubre del ‘45. Decía que el peronismo lo había hecho argentino y hablaba del Berisso de sus primeros años, cuando era un nene recién llegado, como de una tierra mítica donde los marineros se empedaban en las calles y cantaban en todas las lenguas. Un arrabal de sueños que ya nadie soñaba.
Aunque iba poco porque mis padres eran de La Plata, en Berisso había logrado hacer dos grandes amigos: el Ruso y el Oreja, unos hermanos de mi edad que tocaban el clarinete en las celebraciones de la colectividad judía. Mi abuelo los conocía y me dejaba salir con ellos hasta que se hiciera de noche. Para nosotros eran nuestras primeras salidas solos, y el hecho de estar lejos de casa sin nadie que nos vigilara, al menos por unas pocas horas, nos hacía sentir como reyes.
El primer día, después de enterarnos de quién era la enana, fuimos derecho a la carpa que habían montado a orillas del río y nos quedamos azorados viendo los preparativos de la filmación. Grababan con tres o cuatro cámaras, cerca del club de pesca, y después se iban a comer la fonda de la colectividad italiana. La gente del lugar, acostumbrada a una historia que de tan olvidada y lejana se estaba haciendo leyenda, los miraba y escuchaba como seres de otra dimensión. Nosotros, tres amigos de fin de semana que recién estábamos descubriendo las Rocky, como una prueba irrefutable de que había vida después de la pantalla. Pero ni mis amigos ni yo, que tanto nos jactábamos de recitar de memoria las formaciones campeonas de Estudiantes de La Plata, supimos decir de entrada quién era el protagonista que se robaba todas las miradas y los elogios. Lo teníamos de vista y sabíamos que era italiano, pero ninguno de nosotros era capaz de acertarle apellido, nombre o apodo.
Al tipo le gustaba ir a caminar por las callecitas del puerto; andar por los recovecos del viejo frigorífico y sentarse en el cordón del empedrado de la Nueva York como si pensara en otra cosa. Lo hacía después de comer o de filmar alguna escena, cuando todos se volvían a la carpa o a las habitaciones de la ciudad cercana. A veces bajaba a la playa y se quedaba durante horas mirando los fondeaderos y el horizonte infinito y de cielo embarrado. Iba impecable: traje a cuadros, camisa de cuello ancho y un sombrero panamá que se sacaba sólo para saludar. Encajaba en aquel paisaje casi tanto como una heladera en medio de la selva.
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Nosotros lo seguíamos a la distancia, disimulando el interés y tirando al voleo algunos nombres disparatados y posibles. Era tal el respeto que le tenían, tal la admiración, que la gente apenas le sonreía, muy tímida, hablando por lo bajo y mirando a ese sujeto elegante y bonachón como si no fuese de la vida real.
Entonces ocurrió. El domingo, después de toda una tarde mirándolo de lejos, el tipo se acercó y nos preguntó si lo estábamos siguiendo. Lo hizo con una voz de gárgara dulce, casi cómplice, y nos tomó tan de sorpresa que apenas pudimos contestar que no éramos ladrones. Ni bien lo dijimos soltó la risa y se sentó con nosotros de cara al río. Tenía ojos brillosos, amables, y una sonrisa de cardenal que parecía traída de alguna de sus películas –aunque no sabíamos cuáles-. El Oreja le dijo que un amigo de su padre también era italiano, de Viterbo, y el Ruso, siempre a flote de cualquier ignorancia, le aseguró sin demasiados detalles que lo admiraba desde chiquito.
Estábamos sentados sobre los restos de una explanada de hormigón, cerca del canal que desaguaba en las tres bocas del Río Santiago. El tipo sonreía y hablaba de él como si no tuviera importancia; nos preguntaba sobre nosotros, se abanicaba con el sombrero y cada tanto, sin dejar de sonreír, pensaba una frase en italiano y la soltaba al aire sin traducción.
Nos contó que le gustaba el tango, que amaba la pesca y los barquitos encerrados en botella, y que en la película que estaba filmando, allá en Colonia, tenía que cantar junto a otros actores una canción llamada Caminito.
-¿Conocen Caminito? –preguntó con algo de pena y curiosidad.
Con mis amigos nos miramos y negamos con la cabeza. Sólo el Ruso dijo que alguna vez lo había escuchado, pero que no se lo acordaba. El tipo sonrió y se levantó con algo de esfuerzo. Parecía agitado.
-¿Puedo cantarlo?
Lo estudiamos como una rareza y creo que hasta llegamos a pensar que estaba medio borracho. Dejamos que cantara ese tango y entonara otros que se le venían a la memoria una y otra vez. Luego, recitó parte de su guión y nos dedicó cada frase como si fuésemos los últimos espectadores del planeta. Parecía contento, y al terminar se acomodó el panamá y se despidió con una frase que no llegamos a entender:
-La cosa pericolosa della curva, cari ragazzi, è che potrebbe non tornare indietro.
Algunos días después, al regresar a mi casa, me enteré por la televisión que la escena que se había filmado en Berisso era parte de la película De eso no se habla, y que el tipo con el que habíamos estado toda una tarde se llamaba Marcello Mastroianni e interpretaba en aquel film a un caballero europeo que se enamoraba de una enana. En esa historia, supe después, la enana se iba con el circo y abandonaba a Mastroianni para siempre.
Por supuesto que nadie me creyó nunca esta historia. Y es justo. Lo pienso a la distancia y la memoria se hace amable pero auténtica: el tipo sin nombre había actuado sólo para nosotros, sin cámaras y sin testigos, y lo había hecho con una entrega absoluta, sabio, bajo un cielo de río y tarareando compases como si hubiéramos sido los cuatro viejos y queridos amigos. Mastroianni nos había cantado un tango. Y nosotros ni siquiera sabíamos la letra.
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