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En “Flor inaudita”, el poeta mendocino configura un poemario donde lo conceptual y lo bello se entrelaza en formas únicas
AUGUSTO MUNARO
Dividido en tres secciones (o momentos): “Flechas”, “Desierto” y “Flor inaudita”, cada palabra del poemario deviene en variación de entramados asociativos. Ocurre que “Flor inaudita” es, antes que nada, una crítica a la representación. El poeta comprende que una obra no debe imitar sino producir sensación. Al romper la dependencia mimética de la realidad, pone en crisis su espacio figurativo. Busca, entonces, destruir cualquier representación, sustituyéndola por la presencia de la variación continua como elemento más activo y agresivo: la indeterminación. “Resonancia / de algo / que respira / cuenco de pájaros / sedientos” (“Cueva”). Sus versos explorativos ensayan percepciones. No hay cierres. Sí, en cambio, serpenteantes inconclusiones. “Allá el desierto / esmerila / el resto de las alas / en los riñones / del miedo / cangrejo sin espejo / sin pasado / atraviesa / el denso barro” (“Carta de la luna”). Poemas como por ejemplo “cóncavo converso” (con ecos de poesía concreta) o el combo “carro” y “caza” (ambos poemas distribuidos horizontalmente en la pagina) cristalizan el cambio, y sus incontables cruces, como nódulos intermitentes de sentido.
Entre lo figural y lo abstracto, su rigor constructivo en el detalle fluctuante, funda una dinámica cuyos versos movedizos, zigzagueantes, siguen un pulso que se mantiene a través de todo el libro. Uno no lineal, no estructuralizado, antijerárquico, sutilmente caótico, es decir, multiplural y complejo. Una expansión perceptual de un fraseo transpersonal único. Así van sucediendo extrañas escenas calibradas en un ir y venir, imágenes abrientes: “noches / de curvas se mecen / en perdición desprendida / acechante huella rítmica en la ciega / maleza aprendida del mantra quietud” (“cóncavo convexo”). En su manar sonante, Marín enhebra el latido de la lengua: sus misterios en espiral. “alga de lluvia / en la carne de la noche / acariciante” (“De lengua”). Perfora los ahuecados acentos en la urdimbre del poema, para así dar con el trazo, aquel mapeo espeso de los razonamientos del trance. Es decir, el arte de formar y deformar, inventar: fabricar, poniendo en juego el método creativo por excelencia, la imaginación desbocada. Un sistema abierto y susceptible a recibir modificaciones constantemente, siendo posible alterar infinitos montajes ya que no responde al orden representativo del mundo (léase opresivo y normativo que niega la singularidad).
Investigador de las formas, Lucas Marín, acaso por ser un artista visual y estar activamente ensayando procedimientos visuales, aquí los incorpora parcialmente, y con buen tino, al servicio de la lengua. El poeta hace verso del concepto y ritmo de la exploración. Hebras de canto. “Jugar / a ser tiempo / que insiste en durar / en mutar / como un tono lábil / continuo” (“Hacer tiempo”). Así, la afinación de su sonido no busca la contemplación, ni reflexión, o comunicación, es la actividad creadora la fuerza que impera. La energía impulsora que atraviesa cada palabra, ampliando la idea de múltiple posibilidad. Una rítmica hacia lo desconocido.
En tiempos de indecorosas antologías, donde el arte poético parece únicamente reducirse al ejercicio de indexar centenares de nombres para el olvido, o de las numerosas “obras reunidas” de poetas vivos (sic), detenerse en libros como “Flor inaudita” es un acto de justicia. La poesía, se sabe, felizmente sucede fuera de la jurisdicción de la pedantería, lejos del mercado.
Lucas Marín (Mendoza, 1974) es licenciado en artes visuales, trabaja con dibujos, pinturas, fotografías y micro-escenas. En su labor se vinculan la gestión cultural, la docencia y la curaduría como prácticas que se derivan de su propia experiencia como artista. De hace siete años data su primer libro de poesía Pizarras (2014). Flor inaudita, contiene un posfacio del poeta Reynaldo Jiménez. La edición cuenta, además, con una imagen del autor realizada en lápiz y tinta sobre papel.
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