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Policiales |OCURRIÓ EN LA PLATA

Bin Laden se compró 100 de paleta y queso en lo de Aníbal

La policía, los servicios de Inteligencia y hasta la Interpol se habían lanzado en la frenética búsqueda del autor de un crimen que conmovió al país

Bin Laden se compró 100 de paleta y queso en lo de Aníbal

El barrio de lo de Aníbal, el lujo asiático de Dallas y los Conzi cayendo en paracaídas. Con lentes, Horacio Conzi

Hipólito Sanzone

Hipólito Sanzone
hsanzone@eldia.com

7 de Febrero de 2021 | 02:46
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Si esa noche Horacio Conzi hubiese dejado un segundo más la vista clavada sobre el vaso de Royal Label (al decir del Coco Basile el mejor whisky del mundo) con el que jugueteaba apoyado en la barra de su boliche, es posible que Marcos Schenone hoy estuviese vivo. Pero como si fuese una secuencia del Efecto Mariposa, Conzi levantó la vista en el momento justo en que del otro lado del ventanal su circunstancial rival lo saludaba con el dedo anular extendido, en claro de gesto de burla. Fue una ficha tirada, de última, sobre un paño incierto y peligroso que contenía una timba mortal. Un gesto hacia la incertidumbre del ventanal polarizado detrás del que, calculaba Schenone, Conzi seguiría mirando hacia la calle. Y acertó, porque Conzi lo vio. Para colmo, antes de doblar la esquina y perderse en la calle lateral, Schenone pasó su brazo por sobre el hombro de Paula, la piba del “conflicto” si se puede llamar así al disparador de la locura de un hombre violento y acostumbrado a no escuchar un no como respuesta.

El crimen de Marcos Schenone y las circunstancias que lo envolvieron antes, durante y después, tuvieron en La Plata uno de sus escenarios centrales. Y en el anecdotario de una búsqueda febril en la que el gobierno de entonces, aguijoneado por una indignada opinión pública, lanzó a todas sus fuerzas de seguridad a una cacería pocas veces vista.

PLAZA ITALIA

En medio de esa cinematográfica búsqueda, con agentes encubiertos, teléfonos “chuzados” y otras postales del espionaje criollo, parece ser que el prófugo más buscado anduvo por La Plata, una tarde de sábado caminó 100 metros por la diagonal 77 desde la calle 45 hasta Plaza Italia, entró al supermercado de Aníbal y compró 100 gramos de paleta y queso para hacerse un alto sándwich. Después nada más se supo de él durante casi dos meses.

Una búsqueda febril, con el gobierno aguijoneado por una indignada opinión pública

 

Chicos y chicas, estudiantes del interior afincados en los edificios que rodean Plaza Italia; dueños y encargados de boliches nocturnos y otra gente “de la noche” y también vecinos y empleados de las oficinas públicas de la zona, le dieron durante mucho tiempo a “lo de Aníbal” un halo de especial consideración. Su fama radicaba en que sus puertas podían llegar a estar abiertas las 24 horas o bien profundo en la madrugada y de ahí en buena medida se justificaba lo variopinto de su clientela.

Cuentan que después de mucho tiempo “lo de Aníbal” cambió algunas veces de firma y los avatares de la modernidad lo empujaron a un supermercado moderno, pero no son pocos los que, aún sabiendo que “lo de Aníbal” ya no es más “de Aníbal”, lo siguen llamando así.

En enero de 2003 Marcos Schenone tenía 23 años y como muchos de su edad buscaba sacar el mayor jugo posible a los recursos económicos con que contaba para salir a divertirse. Por eso esa noche del 16 de enero eligió un lugar donde sabía que debía cuidarse, no excederse por el valor de las consumiciones, pero donde encontraría lo que buscaba. Y lo que buscaba tenía nombre y apellido: Paula Alonso, veinteañera como él y con la que tenían algunos asuntos pendientes que bien podrían resolverse esa noche.

EL JET SET

En buena parte de los 90 y el inicio de aquellos tumultuosos 2000, Dallas o Las Olas Boulevard era punto clave para buena parte del mundillo de la política y el espectáculo. El complejo gastronómico puesto a todo lujo en la esquina de avenida Del Libertador y Alvear, en Martínez, brillaba por dentro y por fuera en un despliegue de recursos pocas veces visto y con una decoración en la que estaba bien claro que no habían reparado en gasto alguno. Dallas tenía un sitio especial para alojar a los niños mientras sus padres cenaban y estos podían ver lo que hacían, al cuidado de un batallón de babysitters, a través de un circuito cerrado de televisión. Las pantallas estaban sobre las paredes de los boxes donde ubicaban algunas de las mesas. En un rincón había tres mesas de billar forradas en paño naranja, que, se decía, había sido importado especialmente de Arabia.

En el segundo piso, comensales y visitantes podían juntarse en una suerte de espacio bailable, con varias islas-barras. El lugar era un enorme salón que ocupaba toda la planta, con vidrios de punta a punta, tonalizados de manera tal que desde afuera parecía una pared pero que desde adentro permitía ver la esquina de Libertador y Alvear, los movimientos de sus transeúntes y hasta sus gestos. Incluso si alguno levantaba una mano y le hacía un “fuck you” al ventanal.

Hugo y Horacio Conzi, los hermanos propietarios del complejo, eran además dueños de una fama en la que se mezclaban los negocios “audaces” con bastante condimento de violencia. “Muy Pesados”, coincidían en describirlos y a dato lo ayudaba en buena medida el aspecto físico y sus “caras de malo”. Se decía que una parte de la fortuna que mostraban provenía de un litigio que habían tenido con una importante petrolera en tiempos en que manejaban estaciones de servicio y ese juicio lo habían ganado más por viveza criolla que por otra cosa.

LOS PESADOS

De los dos Conzi, Horacio no solamente era el más pesado sino el más creativo, el que siempre buscaba algo nuevo para hacer. A pesar de sus orígenes humildes ambos eran personas de paladar fino.

Esa noche y a pesar de contar con un batallón de patovicas, Horacio Conzi, como otras muchas noches, recorría personalmente el boliche acaso para cumplir con ese adagio que dice que es el ojo del amo el que engorda el ganado. Y en la escalera al segundo piso se topó con Paula. Le gustó, se lo hizo saber y la chica le dio alguna prudente señal de sentirse halagada. Y aceptó una copa, y vino charla de atropellada que incluyó una propuesta de ser su secretaria para que lo ayudara en un emprendimiento que planeaba y que incluía escribir libros con “nuevas enseñanzas” religiosas.

A la chica le pareció divertido, pero hasta ahí nomás. Y cuando se lo hizo saber, Conzi se puso sombrío. Insistió, se le acercó, le acarició el cabello, le ofreció tomar lo que quisiera y volvió a hablarle de “lo bueno” que sería para ella trabajar para él.

Paula inventó una excusa y consiguió perderse en el gentío. Conzi se acodó en una de las barras con forma de isla y ordenó una copa.

EL BESO

La noche fluyó como tantas otras. De vez en cuando algún “seguridad” se acercaba a contarle sobre algún problema siempre resuelto. Conzi era un hombre al que solamente había que hablarle de soluciones. De pronto, en un rincón de la pista de baile vio a Marcos y a Paula. Bailaban y reían. Y en el remolino de las luces y la música se zamparon un beso. Para Conzi aquello fue suficiente.

“Esos dos no van con el boliche, ya les dije que tengan cuidado a quien dejan entrar”, fue el prólogo para ordenar que echaran a la pareja de jóvenes, vestidos como jóvenes pero acaso sin el “glamour” del resto de los presentes. Para Conzi fue suficiente excusa.

Ni Marcos ni Paula, ni la pareja de amigos que estaba con ellos se resistió. “Amablemente”, como suele decirse en esos lugares, los acompañaron a la puerta.

La noche estaba fresca y los cuatro expulsados salieron por la puerta grande sobre Avenida del Libertador, a la altura donde se hace más angosta pero mantiene la doble mano y en medio de la cuidada arboleda de un vecindario “importante”.

Cuando cruzaron la calle y llegaron a la otra vereda, alguien recordó que de la esquina de Alvear, unos 30 metros hacia el río había una remisería y fueron a por un auto.

Había tres mesas de billar forradas en paño naranja, que, se decía, había sido importado de Arabia

 

Pero antes de perderse en la contraluz de los reflectores del boliche contra la centenaria arboleda, Marcos Schenone tuvo un impulso. Pasó su brazo por sobre el hombro de Paula, giró la vista hacia el enorme y oscuro ventanal del segundo piso del boliche y extendió el dedo índice de una mano. Pequeña revancha del que se quedaba sin boliche pero con lo mejor que le había pasado esa noche.

BALAZOS Y MAS BALAZOS

Esos Guionistas del Infierno que trabajan para superar cualquier ficción imaginable, se ve que esa noche estaban atentos. Porque detrás del vidrio polarizado, sentado en la barra, masticando la bronca por la chica que a su juicio se le había “escapado” en brazos de “un pibe, un seco que acá ya dije que no lo dejen entrar más”, Conzi vio todo.

Acusó recibo y empezó la locura.

La crónica policial de entonces describió una frenética persecución por las calle del límite de Martínez con San Isidro. Una enorme 4 x 4 contra un muy caminado Ford Galaxy de remís.,

“Me parece que nos sigue el dueño del boliche”, alcanzaron a decir los perseguidos.

En una bocacalle Conzi sacó un arma plateada de esas que se ven en las películas y repartió balazos según creyó justo y necesario en su locura galopante.

Tras la muerte de Marcos Schenone y al conocerse detalles del caso, el país estalló de bronca. Conzi se profugó esa misma noche.

Después de ir de un abogado a otro, su hermano Hugo logró la asistencia del platense Fernando Burlando a quien, cuentan, además de auxilio legal le pidió ayuda para mejorar la imagen mediática de su hermano. Un domingo lluvioso en una quinta de Villa Elisa, Burlando le dijo que él milagros no hacía. Y le recomendó entregarse cuanto antes.

La profugez de Conzi duró 57 días, casi dos meses durante los que el poder político nacional y provincial recibió un cachetazo detrás de otro por parte de una opinión pública indignada y convencida de que “no lo agarran porque no quieren”.

Juan Pablo Cafiero era ministro de Seguridad y Justicia de la Provincia y ordenó que la captura de Horacio Conzi fuese prioridad por sobre todas las prioridades. Lo mismo hizo el gobierno nacional a través de la entonces SIDE y las delegaciones de la Policía Federal. Sumado a los avisos a Interpol, Conzi llegó a estar tan o más buscando que el mismísimo Bin Laden.

NORDELTA

Pero en medio de la búsqueda, pasaron cosas.

El remisero al que le habían dejado el Galaxi como un queso gruyere, decía que no podían extraerle la bala alojada en un glúteo porque era diabético. El plomo era una prueba que podía ayudar a Conzi, estimaba la defensa. Una “indemnización” de 32 mil pesos, más o menos lo que costaba un departamento en Mar del Ajó, permitió que se hiciera la operación.

Paula, en cambio, hasta no hace mucho seguía con el plomo que recibió esa noche, incrustado en una de sus piernas.

La policía le secuestró a Conzi, en su casa, tres pistolas, un revólver y un fusil. Todas armas de última generación y otras cinco en los fondos de un restaurante que, se sospechaba, el prófugo tenía a nombre de un testaferro en Mar del Plata.

Ya por entonces, el country Nordelta, recibía “visitas” judiciales y policiales. Allanamientos, o sea. Para los fiscales Kohan y Collantes que dirigían la búsqueda, Conzi ese día se les escapó por un pelito y quedaron convencidos de que el prófugo nunca salió del predio y se habría ocultado en alguna propiedad vecina. Pero no podían allanar a todo el country.

En el interior bonaerense lo buscaron en Pergamino y en Lobos, donde el hermano Hugo concurría cada 15 días a un aeroclub para tirarse en paracaídas. “Es mi cable a tierra”, le confesaría una vez Conzi a este cronista, acaso al no encontrar otra manera de describir el placer que eso le producía.

“Y se llevó 100 gramos de queso y 100 de paleta. Y un pan de esos largos”, dijo la mujer

 

Hacia mediados de febrero se anunciaba que agentes de la SIDE contaban con una “tecnología superior” capaz de oír conversaciones a varios kilómetros. O Conzi no hablaba con nadie o el aparato andaba flojo de pilas porque “Bin Laden” no aparecía.

El 27 de febrero la causa Conzi sumaba datos novelescos. La justicia rechazaba un pedido de eximición de prisión de los hermanos Horacio y Hugo, y de su amigo Roberto “Roby” Halbinger, sospechado de ser quien conducía la camioneta el día del crimen de Marcos Schenone mientras Horacio Conzi repartía balazos. Y entraba en escena un ex piloto de TC 2000 Rafael Sorrentino, que negaría haber ocultado a Horacio Conzi en una quinta de su propiedad, en Tigre.

CIEN DE PALETA Y QUESO Y UN PAN LARGO

En la primera semana de marzo de ese tormentoso 2003, una mujer dejó un mensaje en el 0-800 que Seguridad de la Provincia había habilitado para ayudar a cazar a Conzi.

“Hace un rato, entró a lo de Aníbal fue hasta el sector fiambrería y se llevó 100 gramos de queso y 100 de paleta. Y un pan de esos largos”, fue el mensaje ubicado en La Plata.

Lo “de Aníbal” era el icónico supermercado de Plaza Italia que a esa altura acaso ya no pertenecía a Aníbal. Los investigadores desecharon la pista y hasta rieron con ganas. Nadie imaginaba a uno de los empresarios gastronómicos más fuertes y si se quiere sofisticados, comprando 100 de paleta y queso.

Pero la sonrisa se les borró horas después, cuando algunos medios de comunicación recibieron un fax con citas bíblicas donde Conzi aseguraba que había un plan para matarlo, que lo de Schenone era una pantalla. El fax había sido enviado desde un pequeño locutorio que funcionaba en diagonal 77 y 45. A metros de los 100 de paleta y queso.

El 14 de marzo Horacio Conzi fue detenido en Mar del Plata por “un equipo especial de contrainteligencia de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE)”, según la historia oficial. Llevaba puesta la gorra que, además, había descripto la mujer de los 100 de paleta y queso.

Tiempo después Conzi sería condenado por el crimen, obtendría prisión domiciliaria, la violaría y volvería a la cárcel. Y la familia de Marcos seguiría pidiendo justicia. De la verdadera.

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