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Espectáculos |EL ESTRENO DE LA SEMANA

“Días perfectos”: luces y sombras de una vida invisible y sutil

Wim Wenders cuenta el día a día de un hombre que limpia baños en Tokio. Una oda a lo simple y un canto contra el acelerado siglo XXI

“Días perfectos”: luces y sombras de una vida invisible y sutil

Koji Yakusho, protagonista de la delicada “Días perfectos”, que llega mañana a los cines locales

Pedro Garay

Pedro Garay
pgaray@eldia.com

7 de Febrero de 2024 | 05:54
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En medio de Tokio, entre 14 millones de personas apuradas, un hombre limpia baños públicos con la dedicación y la delicadeza de un artesano, con una serenidad inhumana para estos días de ataques de pánico. Invisible, casi literalmente: los usuarios de los baños, en general, ni lo miran, con desdén, quizás con vergüenza. Él, Hirayama, el protagonista de “Días perfectos”, la última película de Wim Wenders, prosigue su trabajo sin inmutarse ante estas violencias cotidianas.

La película, en salas locales y en la plataforma Mubi, trata, sí, sobre un hombre que limpia baños: el director de “Paris, Texas” y “Las alas del deseo” fue convocado para realizar una serie de cortos documentales sobre la arquitectura de los baños públicos de Tokio, ubicados en diversos parques y cada cual construido en respuesta a su ambiente. Los hay más rústicos, hipertecnológicos, de madera, de piedra. A Wenders le pareció que allí confluía algo más grande: entonces, decidió rodar un largometraje en el poco tiempo del que disponía, 16 días.

Pero el realizador sabía que, con la premisa de una historia alrededor de los baños públicos, nadie iría al cine a menos que contara con un actor muy especial: el elegido para la tarea es Koji Yakusho, actor de “Bailamos” y “Babel”, leyenda en Japón, que con una sutileza propia de su personaje, casi sin palabras, sin un gesto de más, consigue comunicar los matices de la historia imaginados por el guion de Wenders, la profundidad detrás de la simpleza que el realizador alemán aprendió del cineasta Yasujiro Ozu.

Y como el personaje, también el guión decide no decir más que lo necesario. Deja pistas, aquí y allá, para que sepamos que, tal vez, Hirayama no nació en los márgenes, sino que decidió irse hacia el margen de la sociedad, correrse de ese pulso arrasador del siglo XXI. Y refugiarse en el pasado, en lo analógico, lo descartado por la sociedad: Hirayama compra libros usados, escucha casetes donde suenan los himnos de los 60 y los 70 que componen una banda sonora invencible, y cada mediodía se sienta en un parque a almorzar y toma fotos con una cámara de fotos a rollo. Con ella captura el “komorebi”, el brillo tembloroso de la luz del sol entre los árboles, que nunca se repite más allá de ese instante. Es lo inasible: el protagonista quiere atrapar ese momento que siempre se está yendo, que ya se fue. Metáfora, tal vez, del arte para Wenders.

Pero también, claro, y más allá de las apropiaciones “light” de Occidente de este tipo de términos tantas veces tatuados, el komorebi es una metáfora de cómo Hirayama vive el presente con intensidad, cómo dedica cada momento de su atención al ahora, al instante. Una vida plena, sin la ansiedad del futuro, sin la culpa del pasado.

Un propósito noble, una decisión contra un mundo hostil, rapaz. Pero como la captura fotográfica del komorebi, también, finalmente, quizás un imposible: cuando el pasado se filtra, en la forma de una sobrina escapada de su casa, el orden monástico se agrieta.

Su decisión de vivir de otra manera, abrazado a los placeres simples, es valiente, y construye una película que es también un bálsamo al horror que nos rodea: una película silenciosa que, como su protagonista, busca la belleza en cada instante, incluso en los baños públicos, incluso en los almuerzos acelerados en el trabajo, sobre todo en los sonidos (una excepcional banda sonora y un bálsamo de silencio alrededor).

Pero, finalmente, ningún hombre es una isla, decía Hugh Grant que decía un poeta: Hirayama tampoco. Su rutina se revela como un ordenamiento frente al caos, como un escape, mientras el afuera golpea y golpea, busca entrar, genera grietas. Para mal, también para bien, en ese reencuentro con el otro, con el amor, en esa salida del confort.

Entonces: “Días perfectos” no es una película “buenista”. No es una película buenista, no es “un haiku”, como definieron algunas críticas (la mencionada moda del uso liviano de ciertas ideas orientales), un mero poema evocativo. O no es solo eso. Es además, diría ante todo, una película que debajo de lo simple de su puesta y su propuesta incomoda, se pregunta cómo se puede vivir en este mundo voraz, cómo podemos vivir (la misma pregunta se hizo Hayao Miyazaki, otro maestro japonés, en el título original de su última película, también en la cartelera). ¿No queda otra que irse? ¿Es la solución, realmente, el aislamiento, sólo podemos retraernos? ¿Es posible, además? Responde el silencio. A Wenders le gusta no decir las cosas.

 

Wenders filmaba la arquitectura de los baños públicos de Tokio, pero encontró algo más

 

En los días perfectos, perfectamente calculados, de Hirayama, donde no entran el amor ni otros riesgos, esa incomodidad, esa pregunta sin respuesta, nada sumergida, invisible. Los días perfectos que cantaba Lou Reed también tenían algo incómodo, en sus versos melancólicos y ebrios negados por el estribillo triunfante, en su ominoso final (“cosecharás justo lo que sembrás”, canta Lou). La Velvet también tenía melodías igualmente encantadoras y ambiguas: de fondo de esas canciones bellísimas, sonaba la viola de John Cale, “dronando”, emitiendo un ruido continuo apenas perceptible pero desestabilizante. Era, decía, “el ruido de la vida moderna”.

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