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Nominada a cinco Premios Oscar, incluyendo mejor película, llega a las salas la última película de Alexander Payne, una tierna comedia que captura la melancolía de las Fiestas
Pedro Garay
pgaray@eldia.com
Navidad de 1970 en la Academia Barton, uno de esos internados de paredes de ladrillo de Nueva Inglaterra: los muchachos del internado y los profesores arman los bolsos mientras se anticipan a las aventuras que vivirán de vacaciones, al volver a casa.
Pero las Fiestas, lo sabe cualquiera, tienen dos caras: y también están los que no se van, los que permanecen atrapados en el internado, como si nadie los quisiera, olvidados. “Los que se quedan” son los que dan nombre a la nueva película de Alexander Payne, que cuenta con cinco nominaciones al Oscar (incluida mejor película) y que llega hoy a los cines locales.
Los que se quedan en Barton son tres. Uno es Paul Hunham, encarnado por el gran Paul Giamatti (“American Splendor”), que vuelve a trabajar con Payne tras “Entre copas”. Su personaje es un docente de Historia Antigua chapado a la antigua, estricto, antisocial, algo intolerante con una juventud que le hace rodar los ojos hacia el cielo. Lo padece Angus Tully, un Holden Caulfield cinematográfico a cargo de Dominic Sessa: cuando su madre no lo va a buscar porque decide viajar de vacaciones solo con su padrastro, revelando una complicada dinámica familiar, el inteligente y algo altanero muchacho, que incluso se había burlado de otros rezagados, tiene que pasar las Fiestas con el viejo agrio de su profesor de historia.
La mesa está servida para una deliciosa comedia navideña de peleas, desconfianza y desventuras de una pareja despareja (el profesor intransigente, el joven rebelde) con Mary Lamb, la cocinera de la escuela, encarnada por Da’Vine Randolph, quien se queda detrás mientras atraviesa el duelo de la muerte de su hijo, abatido en Vietnam. Pero como las Fiestas, con su melancolía oculta detrás de los brindis, las burbujas y el cotillón, Payne construye a partir de la superficie de una comedia navideña el melancólico relato de tres náufragos.
La cocción de esa salsa agridulce para el pavo navideño la hace Payne a la manera del cine clásico en dos aspectos claves. No hay en “Los que se quedan” grandes monólogos donde los protagonistas airean sus diferencias o explican sus personalidades, sino que el guión va dejando pistas sobre los motivos por los que estos tres han quedado descastados, descartados, motivos que ellos ocultan, que no quieren revelar, que incluso desconocen. Que nunca, en todo caso, podrían expresar con la claridad de un texto cinematográfico, pero que emergen, como emerge todo lo que bulle bajo la superficie.
Soledad, inseguridad, dolor. Clase social, raza. Los tres se creen solos en su dolor y sus problemas. Y se descubren acompañados en aquella conmemoración del nacimiento de Jesús.
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No hay patetismo, no hay parodia en estas criaturas al margen, sino una profunda empatía por la forma en que sus diversas condiciones los atraviesan, los han definido, una esperanza navideña (en Navidad, la esperanza es lo último que se pierde, convención del género) de que quizás, en el encuentro con el otro, esas condiciones que los definieron y los aislaron puedan ser superadas. La comunión no es otra cosa que la participación en común, después de todo.
El cine clásico siempre fue humanista: la puesta “vintage” que propone “Los que se quedan”, con sus texturas fílmicas (la calidez del grano en oposición a la fría imagen digital, la melancolía no como un filtro azulado sino como la evocación de un tiempo que se fue -y qué son las Fiestas sino eso-) y su montaje setentista, es un guiño a esa tradición que el propio realizador de la recordada “Election” (clásico de I-Sat) define como un cine “en oposición a aquellos repletos de dispositivos, convenciones o estrategias. Me gusta tener un protagonista y una historia que se aproximen a la vida real más que a la vida de las películas. Ahora sé que hacer películas de época es lo más cercano a viajar en el tiempo, por eso esta experiencia fue hermosa”. Figura y fondo se dan así la melancólica pero cálida mano: la película habita esa ambigüedad, la nieve de postal remite a las Navidades más felices del cine pero todo lo rodea, gélida; el imponente y frío caserón que se vuelve refugio.
“Me gusta tener un protagonista y una historia que se aproximen a la vida real más que a la vida de las películas. Ahora sé que hacer películas de época es lo más cercano a viajar en el tiempo”
Alexander Payne,
director de “Los que se quedan”
Las películas navideñas (y “Los que se quedan” es ante todo eso, aunque llegue tarde a Argentina, cortesía de una distribución que especuló con nominaciones al Oscar que llegaron pero que, vamos, ya no le importan a casi nadie) se han vuelto, como casi todo en el mundo moderno, una fórmula, comida rápida para saciar y reasegurarnos en nuestras propias festividades: historias de romances, enredos y felices para siempre se suceden sin matices, una tras otra, en las plataformas infinitas. “Contenido”. Diseñado por comité, para ser familiar, igual al anterior, de manera tal que nada incomode.
Pero Payne sabe que las películas navideñas no siempre fueron así -y todos sabemos que las Fiestas no son así (aunque no todos querramos enfrentarnos a ese amargor en el momento libre en que nos sentamos a ver una película). “Los que se quedan” honra ese sentimiento incómodo, tristón, nostálgico, de la Navidad y las mejores películas navideñas, desde “Qué bello es vivir” a “Mi pobre angelito” o “La Navidad de Charlie Brown”. Porque todos tratamos de levantar las copas y brindar contentos, pero a veces en el grito de salud se escapa esa angustia del recuerdo, inevitable, de los que no están, los que no vinieron, los que se quedaron.
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