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Espectáculos |MUERTE DE UNA ESTRELLA

La sonrisa de Jack Palance

La sonrisa de Jack Palance

Jack Palance.

19 de Noviembre de 2006 | 00:00
Mi primer recuerdo de Jack Palance es el pistolero de "Shane, el desconocido". Un killer siniestro, como empleado del Diablo (tal vez el Diablo mismo, con uno de sus disfraces) contratado por los ganaderos para expulsar de sus tierras a los pacíficos granjeros. Debió ser en 1954; yo tenía diez años. Cuando Jack Palance lo asesina a tiros al bajito y arrebatado Elisha Cook, siempre desprotegido y conmovedor, cuando su cuerpo por los impactos sale disparado hacia el barro de la calle central del pueblo, ahí me di cuenta de la energía irreversible de la maldad. Ese hombre, Jack Palance, con su cara de mongol, sus ojos achinados, los pómulos salidos, su sonrisa ominosa, todo vestido de negro, con los pantalones dentro de las botas y esos guantes también negros calzados con meticulosidad en las manos antes de matar, como si fuera una operación quirúrgica la tarea de tomar los revólveres asesinos (Palance cargaba dos, uno a cada lado), ahí, el personaje, toda la situación en fin, me paralizó, me sobrecogió. Me dije: "¡Ah, esto es la maldad! Pero entonces no tiene solución. Nadie podrá detenerla nunca". Sí, ya sé que Alan Ladd al final, con su bruñido revólver de cachas blancas da cuenta de Jack Palance. Pero la maldad de Jack Palance queda flotando. Alan Ladd se va, porque es un solitario y el bien siempre es solitario y a veces huye de sí mismo, quizás asqueado. "Shane, el desconocido", la obra maestra de George Stevens, es probable que sea una película existencialista. Por supuesto que entiendo que el pibe Brandon de Wilde es la esperanza y su continuidad, pero vendrá otro Jack Palance, siempre vendrá otro Jack Palance porque el mal se viste de negro y es invencible, lucharemos contra él, en la medida que nos animemos y queramos, pero es invencible, indestructible. Es algo profundamente existencial, humano.

Este es mi primer recuerdo, nunca borrado, de Jack Palance, en 1954, cuando estaba en el gobierno Perón pero ya se percibía -en casa escuchaba hablar mucho de política- que se venía abajo. Yo pensaba en Jack Palance. Esa sonrisa suya me inquietaba, "¿qué significa?" me preguntaba y todavía lo hago. La de Jack Palance fue siempre para mí una sonrisa siniestra, no porque se anunciase con gesto malvado sino porque me ha parecido todo este tiempo la sonrisa de la resignación del mal. El mal, el supremo mal, el mal absoluto y radical, no significa nada para el que lo hace. Perpetra el mal con resignación, como puede prepararse un café con leche. El mal está vacío, tiene cara de nada, no tiene un rostro particular. Esa es la sonrisa inolvidable de Jack Palance, cara de nada, de la nada, del vacío, de la tragedia que es la existencia humana con su maldad ejercitada como insignificancia necesaria e infaltable. Ya sé que Jack Palance tenía cara de ucraniano porque sus padres lo eran. También sé que fue boxeador peso pesado y de ahí su nariz achatada y los ojos más asiáticos aún, en su figura inmensa y su caminar chueco. Ya sé que tuvo un accidente de avión en la Segunda Guerra Mundial y se le quemó el rostro, que debieron hacerle una extraña cirugía estética. Probablemente con esa cirugía nació el Jack Palance que muchos conocimos, el de Hollywood. Y he aquí una curiosidad, otra verdad que ignoraba: hace poco, una mujer bella y muy querida, me dijo que la sonrisa de Jack Palance es tierna. Tierna. Las mujeres son extrañas, o bien sucede que pueden doblegar al mal en su útero, si quieren. Entonces pensé también en la última aparición exitosa de Jack Palance en Argentina: "Bagdad Café", en 1988. Allí, con sonrisa tierna, es un pintor que en un bar polvoriento del este californiano desea y disfruta pintando desnuda a la alemana tipo Botero Marianne Sagebrecht. Es cierto, allí esa sonrisa de Jack Palance es cálida, ofrenda confianza, calma, serenidad, sabiduría. Cualquier mujer puede y debe desnudarse ante una sonrisa así.

Todo esto porque resulta que Jack Palance, uno de los poquísimos héroes que me quedan, se murió el viernes de la semana pasada a los 87 años. Filmó en su carrera muchísima basura (como él reconocía), sobre todo en Italia y España. Algunos jóvenes de veinte años atrás tal vez lo hayan descubierto en "Bagdad Café". Para esa época, cerca de la década del 90, su imagen para mí casi había desaparecido de la pantalla. Lo había seguido mucho antes como figura central. En 1957, Jack Palance volvió a conmocionarme en "Ataque". A mis trece años, en uno de los tres cines habidos en Punta Alta, pueblo militar, yo ya me decía pacifista y socialista. Y entonces en "Ataque" de Robert Aldrich me lo encuentro a Jack Palance como el oficial que pelea en el frente traicionado por Eddie Albert, rubio y cobarde capitán. Sufrí mucho cuando el tanque alemán le pasa por encima del brazo a Jack Palance; no creí que sobreviviera. Su boca -ahora sin sonrisa- abierta como fauces de dolor en silencio me confirmó en mi pacifismo socialista. ¡Esa boca, de nuevo! Y después, yo muy impresionado, reaparece Jack Palance, muy maltrecho, moribundo, y Eddie Albert, milico traidor, lo goza. ¡¿Cómo era posible tanta humillación, tanta maldad, y ahora con Jack Palance como víctima?! Pero a Eddie Albert, el pusilánime, lo ejecutan en silencio y Lee Marvin, el coronel, supremo cínico (pragmático le dicen hoy) hace como que no ve nada. Después de eso, la última imagen que tengo de Jack Palance la conformé el año pasado, cuando recién pude ver por televisión "Intimidad de una estrella" ("The Big Knife"), también de Aldrich pero de 1955, dos o tres escalones peldaños más abajo que "El ocaso de una vida" ("Sunset Boulevard"), la obra maestra de Wilder. Jack Palance apenas si sonríe, pero está triste, no tolera la presión del sistema, quiere huir de Hollywood y su riqueza. No le creen, no lo dejan. Se suicida. De nuevo, como a los diez años, me atraganté. Ahí corroboré lo que me temía: esa sonrisa de Jack, la del pistolero de guantes negros, anda suelta por el mundo.

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