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Argentina, el país de la emergencia eterna

Argentina, el país de la emergencia eterna

Carlos Botassi

4 de Enero de 2020 | 02:44
Edición impresa

Es decano de la Facultad de Ciencias Jurídicas (UNLP)

Mi primer comentario sobre la emergencia apareció en este mismo espacio hace casi veinte años en diciembre de 2001. Dije entonces que “la cuestión estriba en establecer cuál es el grado de elasticidad que el sistema jurídico puede resistir sin colapsar”. Es decir ¿cuánta emergencia puede tolerar un régimen normativo que llamamos “Estado de Derecho” porque subordina el Poder de turno a la Constitución y las leyes?

El interrogante sigue vigente y se potencia cada vez que la Nación (a la que siguen puntualmente las Provincias con sus propias emergencias locales) decreta lo que algunos llaman “estado de sitio económico”. Hoy día cabe volver sobre el tema con motivo de la sanción de la “Ley de Solidaridad Social y Reactivación Productiva en el Marco de la Emergencia Pública” nº 27.541 (B.O. 23.12.2019; reglamentada por Decreto nº 99/2019, B.O. 31.12.2019). Una vez más, la excepcionalidad se reconoce como habitual haciendo que la emergencia argentina, por ser eterna, haya transformado en rutinario el estado de excepción, cancelando el sistema representativo y republicano que no en vano aparece en el primer artículo de la Constitución Nacional.

El fenómeno no es exclusivo de nuestro país, aunque nosotros, acostumbrados a la anomia -también eterna-, lo hemos naturalizado incorporándolo a lo cotidiano sin reflexionar sobre su pertinencia y nocividad. En Francia Pierre Rosanvallon le dedicó el capítulo “El estado de excepción” en su libro “El Buen Gobierno” (Edit. Manantial, 2015) y el italiano Giorgio Agamben público un volumen de 160 páginas, “Estado de excepción” (Adriana Hidalgo Editora, 2005). El primero explicó que la emergencia, que se presenta bajo circunstancias extraordinarias, implica una “brutalización de la realidad, por ejemplo cuando estalla un conflicto armado o se produce una catástrofe”. Agamben, una década antes, había advertido que “el totalitarismo moderno se define como la instauración de una guerra civil legal a través del estado de excepción, ese lapso –que se supone provisorio- en el cual se suspende el orden jurídico, y se ha convertido durante el siglo XX en forma permanente y paradigmática de gobierno”.

Afortunadamente, en Argentina no estamos en guerra ni soportamos una catástrofe natural. Padecemos, eso sí, una grave y constante crisis económica que afecta a millones de compatriotas y amenaza su propia subsistencia. Si observamos lo ocurrido en los últimos cien años advertimos que han pasado autoridades de todos los signos políticos, incluyendo gobernantes de facto que detentaron la suma del poder público. Ninguno detuvo el camino de la decadencia. Ahora, una vez más, deben tomarse atajos mediante decisiones fundamentales y urgentes (y seguramente necesarias). Lo que no resulta claro, y no se explica ni siquiera mínimamente en los fundamentos de la reciente ley de emergencia, por qué razón las medidas que deben adoptarse no pueden serlo dentro del marco constitucional y legal. La transferencia de potestades propias del Poder Legislativo al Presidente elude el debate parlamentario de asuntos de enorme trascendencia, impidiendo que los ciudadanos conozcan las opiniones disonantes de todos los sectores representados en el Congreso. El clásico “presidencialismo” argentino, mácula para la democracia y fuente de no pocos males que supimos padecer, se ve exacerbado en la emergencia y nos interpela respecto del sentido y efectiva vigencia de un régimen representativo bicameral integrado por más de trescientos legisladores nacionales que ceden su representatividad a un Poder unipersonal.

Bien se sabe que el Derecho es tributario de la Política y ésta de la Economía, pero la relativización exagerada del primero afecta valores esenciales de una Nación (vigencia de la Constitución, representatividad del Parlamento) que deben preservarse, cuidando de atender y solucionar los acuciantes problemas que atravesamos desde hace décadas pero sin derogar el debido funcionamiento de las Instituciones de la República.

“La transferencia de potestades propias del Legislativo al Presidente elude el debate parlamentario de asuntos de enorme trascendencia”

 

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