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Alejandro Castañeda
Alejandro Castañeda
La Casa Rosada sufrió mucho con las cartas que enviaba el papa Francisco. Macri lagrimeaba cada vez que el cartero entregaba un sobre del Vaticano. Sabía que traía cualquier cosa, menos bendiciones.
Ahora arribó otra carta que sacudió el despacho presidencial. La firma una papisa que anduvo sonriendo en el Vaticano y que ahora le mostró los dientes a un cristiano que no sabe cómo dejar este limbo. Fue un mensaje extenso, imperativo y exculpatorio. El “yo te lo dije” retrata el clima de ese búnker lleno de reproches y lamentos.
Como no quiso usar los micrófonos oficiales, Cristina lanzó una carta en cadena que para Olivos sonó como una homilía. Pero al querer pintar a Alberto como un nuevo Nerón, ella quedó como Pilatos. Tras el incendio recogió todos sus angelitos y vació una Casa Rosada que en pleno duelo electoral se va quedando con más lloronas que deudos.
Las cartas públicas valen por su remitente. Una semana antes, en una extraña reacción, Alberto habló de traición. ¿Por qué? Nadie se explicaba. Ahora, surgieron rastros: ¿Vio lo que se le venía encima? ¿Dylan olfateó un traspié? ¿O Tolosa Paz le avisó que la carta natal del domingo 12 pronosticaba huracanes?
Es indudable que Cristina aclaró a su manera una separación que nadie confirmaba y todos veían. Prefirió blanquear el divorcio. Y hasta agarró unos ministros en la división de bienes.
Su declaración en voz alta obliga al destinatario a responder con hechos. Hay varias renuncias, pero los muchachos evitan añadirle lo de “indeclinable”, no vaya a ser que firmen una tregua y por apurados pierdan secretarias, chofer y viáticos.
La española Marta Caparrós dice que los funcionarios públicos no son creyentes porque no pueden concebir que exista otra vida mejor en el más allá.
Alberto, tan locuaz, esta vez prefirió no responder. Sabe que esa carta es inspiradora. La diputada Fernanda Vallejos, una de las apóstoles de la papisa, lo trató de mequetrefe, inútil y ocupa. Casi llama a un exorcista. Ahora Alberto busca nuevos infectólogos. Pero ya le avisaron que todavía no hay vacunas capaces de salvarlo de esos virus tan mandones, destructivos y contagiosos.
Después de leer cien veces la carta, el Presidente se durmió arrullado por Cerati: “Despiértame, cuando pase el temblor”.
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