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Una imagen de la última movilización masiva en defensa de la universidad pública / NA
Julián Portela
Profesor de Derecho Constitucional, UNLP
Mientras se llenan calles y aulas por la natural reacción del cuerpo universitario a una política de ajuste grosero a su financiamiento desde un Gobierno nacional que se jacta de su disciplina economicista ortodoxa, desde la gélida escandinavia llega la novedad del máximo galardón de la ciencia internacional a tres economistas (Acemoglu, Johnson y Robinson) que han detectado la relación directa entre el progreso de las sociedades y la estabilidad de sus instituciones.
Pero volvamos a Argentina y al actual debate sobre el financiamiento y -por lógica- la razón de ser de sus universidades públicas: sabido es que, en forma constante desde hace décadas y con fresquísimo respaldo en sendas encuestas de estos meses, son ellas las instituciones que mayor respaldo generan entre los argentinos, con una confianza muy por encima de todas las otras (incluyendo prensa, justicia y política), que en nuestro país se muestran para la imagen ciudadana como más débiles e inestables.
Puede ser hasta esperable que todo quien no ha pasado por la universidad pública y sólo la conozca de mentas pueda estar lleno de prejuicios respecto a su funcionamiento, pero aún así no puede ignorarse su valor aglutinante en la identidad argentina. Para justificar esta creciente asfixia económica, no solo se invoca el paradigma del déficit cero (inoponible cuando en simultáneo se privilegian gastos extendidos en materias de servicio secreto o compra de armamento), sino que se avanza en acusaciones contra el uso de la autonomía universitaria para solapar un oscuro manejo de fondos partidarios y una costosa e innecesaria subvención a la educación sólo de las clases pudientes, atento a la escasa incorporación de los pobres (hoy mayoría argentina) a la vida universitaria.
Este nuevo plano de discusión es mucho más profundo, pues indudablemente toca una de las aristas centrales que ven a la universidad pública como un auténtico patrimonio de la argentinidad: su carácter integrador de una sociedad compleja, su valor como esperanza final de progreso aún para los más desfavorecidos.
La reacción lógica y proporcionada no se ha hecho esperar, y todo el músculo universitario (estudiantes, docentes y trabajadores, pero también sociedad adherente) se ha movilizado masivamente y por todo el país, en marchas multitudinarias que hace mucho no se lograban congregar, además de disponer un esquema de lucha permanente mediante tomas pasivas de las sedes y clases públicas de visibilización de la protesta (con alguna reacción estatal). En menos de los casos se ha dispuesto la huelga sin clases, que para este tipo de gobierno parecieran ser mecanismos indiferentes o hasta funcionales a su discurso prescindente.
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Como producto, integrante y promotor de la misma, no puede negarse que la universidad pública es una vaca sagrada de nuestra identidad, pero lejos está de ser perfecta, y algunas de las críticas que el Gobierno hace actualmente son estratégicamente sobre flancos abiertos para mejorar.
Pero no por ello puede caerse en decir que todos son chorros, es una falta de de respeto a todo “gran profesor” y a quienes laburan todo el día y toda una vida “como un buey”. Atrasa al menos al siglo XX el ataque que confunde a todos en la misma bolsa, todos manoseados.
Pero, por obvio que parezca, corresponde siempre exigir mayor transparencia abriendo instancias de auditorías ciudadanas periódicas (superando a la formal revisión técnica actual de la AGN o la más forzada de la Sindicatura), pero también se deben agregar los muchos pendientes que puertas adentro son clamores populares en el seno universitario: el relevamiento interno de concursos de idoneidad docente, el diagnóstico y la corrección de prácticas viciosas (la partidocracia financiada por acumulación de cargos de unos pocos, la transparencia de gastos y salarios -el gran componente del presupuesto-) y sobre todo, hacerse cargo de la apertura de canales sólidos para detectar tempranamente, acompañar y consagrar los futuros profesionales que se destacan en la educación pública inferior, allí donde hoy es apabullante la composición de alumnos de clases media baja y baja.
Está en juego la supervivencia misma de un sistema universitario que es patrimonio identitario de los argentinos, pero además del repertorio de herramientas de protesta o defensa legal que tradicionalmente pueden implementarse en forma reactiva, siendo el análisis crítico y la proposición superadora dos diferenciales de la vida universitaria, esta crisis debe ser también una instancia apta para un debate que nos debemos como sociedad. Nuestra constitución federal ha situado a la autonomía de las universidades públicas como una política de estado (art. 75.19), a resguardo de las coyunturas ideológicas como las actuales, pero no de revisar y corregir sus falencias internas para evolucionar hacia la famosa excelencia académica.
Mientras ya estamos trabajando analíticamente con alumnos y equipo docente las aristas de este verdadero “caso constitucional”, indudablemente hay proposiciones que pueden motorizarse de inmediato con el mayoritario cuerpo legislativo que ha apoyado la defensa de un esquema de supervivencia universitaria: así, un proyecto de modificación de la actual ley de educación superior puede plantearse mediante cláusulas de auditorías civiles, mayor transparencia en la rendición de cuentas y resultados, programas de facilitamiento en instancias públicas previas, etc. Pero a la vez, también, enfatizar la obligación del Tesoro nacional de -cumplidos esos recaudos- automáticamente respetar las cuotas presupuestarias históricas.
“¿Por qué fracasan los países?” se intitula una de las obras premiadas que permitió que los economistas obtuviesen este reciente Nobel; es deber de todos no dejar que sea porque no se respetan las instituciones que nos unen y nos definen como argentinos, ligados -a la manera de la universidad platense- “por la ciencia y por la patria”. Solo así podremos aspirar a seguir esquivando que el mundo sea una porquería, como en el 510.
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