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En las últimas horas del viernes una noticia conmocionó a la cultura platense: murió Lumpen Bola, nombre artístico de Eduardo Alcántara, uno de los referentes centrales del arte urbano platense en los últimos 25 años. Su muerte, repentina y sorpresiva, caló hondo entre amigos, colegas y seguidores. “Vuela muy alto y descansá en paz, querido amigo”, escribió Rocambole en una placa negra con letras blancas, en la que fue una de las primeras despedidas públicas.
La conmoción fue inmediata. Lumpen Bola estaba lleno de proyectos, energía y planes para el futuro: en pocos días pensaba inaugurar Taller 321, un centro cultural que estaba remodelando con la misma entrega con la que pintó cientos de paredes. Su partida dejó truncada esa nueva etapa que lo entusiasmaba tanto como su primera intervención mural.

A lo largo de los años, cultivó un estilo de fácil reconocimiento
Eduardo Alcántara solía recordar que no había empezado en las paredes, sino “en la pintura de caballetes, de bastidores, de dibujo”. Pero su vida cambió en Olmos, su barrio natal, cuando la fábrica Maffisa atravesó un conflicto laboral que movilizó a la comunidad. Una agrupación llamada Sien volando llegó para apoyar a los trabajadores y lo invitó a pintar con ellos. “Así me fui enganchando en el traspaso de imagen a escala”, contaba. Ese aprendizaje marcaría para siempre su destino.
Tras la disolución del colectivo, formó junto a Luxor un proyecto de arte urbano más vinculado a lo artístico que a lo político. Fue allí cuando encontró una voz propia: el homenaje al rock.
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En el barrio La Loma pintó más de 38 murales dedicados a Luca Prodan, Spinetta, Los Redondos, Cerati y tantas figuras de la música popular. Facebook amplificó ese vínculo: los vecinos buscaban sus murales, los fotografiaban, organizaban recorridos a pie. Sin proponérselo del todo, Lumpen Bola había transformado un barrio, y la ciudad entera empezó a mirarlo como un artista imprescindible.
Él mismo definía su obra como una forma de democratizar el arte: “La calle es la gran galería”, decía. Y explicaba por qué: “La galería de la calle hace que cualquiera pueda tener accesibilidad al arte… las paredes son una piel constante de épocas y sucesos”. Ese credo fue su brújula.
Compromiso social y una vida sembrada de vínculos
Quienes conocieron a Eduardo hablan de él más allá del artista: recuerdan a un hombre cálido, solidario, siempre dispuesto. “Transformo el espacio de los muros en luz y color”, se definía en sus redes. Pero su obra no era lo único que dejaba huella: su conciencia social era inseparable de su nombre.

Lumpen Bola y Rodrigo Zito de Entretantos, con el mural que pintaron en Valparaíso, Chile
En los últimos años había tejido una sociedad artística y afectiva con Entretantos, una banda de rock con la que viajó por distintos rincones del país, intervino espacios, acompañó causas y dejó murales que celebraban la música y la comunidad. En Iruya, Salta, pintaron juntos el frente de una escuelita barrial pese al calor agobiante. No era un encargo: era su manera de retribuir.
Los músicos lo definían como parte de una “cofradía de amigos”. De hecho, parte de la banda —encabezada por Rodrigo Zito— se encontraba hoy en Chile en una causa cultural de la que también formó parte Lumpen Bola. Desde Valparaíso recibieron la noticia. “Con el corazón destrozado”, escribieron, sin poder comprender cómo una muerte súbita podía arrancarles a un amigo cuya obra seguiría hablando desde cada pared.
Un legado que ya es parte del ADN platense
Además de sus murales icónicos en La Loma, Eduardo había pintado obras que marcaron hitos en la ciudad: su representación del patrimonio platense en 6 y 46, su mural por los 40 años de democracia en la UNLP con Alfonsín y Sábato, o su reciente mural “bien argentino” en Altos de San Lorenzo con Messi, Maradona, Evita, Favaloro, las Abuelas y las Malvinas, construido en diálogo con los vecinos. “La obra deja de ser mía una vez finalizada… pasa a ser del barrio”, solía decir.
Hacía entre 40 y 50 murales por año. Pintaba todos los días. El oficio lo agotaba, pero también lo impulsaba. “Primero siento emoción, después enojo por el cansancio, y al terminar ya quiero empezar otro”, confesaba. Lo que más disfrutaba era ver la reacción de la gente: ahí, decía, estaba el verdadero sentido del muralismo.
Su fallecimiento tomó por sorpresa incluso a quienes lo veían a diario. No había señales, no había pausa: Lumpen Bola estaba activo, trabajando, soñando.
Su ausencia se sentirá pero seguirá hablando a través de sus muros, contando su historia y la de otros. Sus murales -la mayoría hechos a pulmón, sin buscar nada más que un gesto con la comunidad- permanecerán como testimonio de una vida dedicada a transformar la calle en belleza compartida.
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