

Elisa Carricajo, Laura Paredes, Valeria Correa y Pilar Gamboa, las intérpretes de las 14 horas que conforman “La Flor” / BAFICI
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La cinta de Mariano Llinás, un proyecto inagotable que expande lo posible en el cine independiente, se proyectó por primera vez de forma completa en el festival porteño
Elisa Carricajo, Laura Paredes, Valeria Correa y Pilar Gamboa, las intérpretes de las 14 horas que conforman “La Flor” / BAFICI
Pedro Garay
pgaray@eldia.com
“La entrevista tendría que ser proporcionalmente larga: la película se filmó en diez años y es muy difícil hablar en cinco minutos de un proyecto tan gigante”, advertía Laura Citarella, productora de “La Flor”, la cinta dirigida por Mariano Llinás proyectada por primera vez en el BAFICI que ha cobrado notoriedad antes por la curiosidad de su duración (¡14 horas!) que por su desborde, más amplio, más profundo, de cine.
Y la profecía de Citarella se cumple: desgranar una creación de 14 horas a minutos de haber dejado la sala (y constreñido por el espacio, por los caracteres, por el lenguaje mismo) es complejo: permanezco abrumado de cine, preso de una lógica miopía.
Por eso, el siguiente texto será (no puede no serlo) expansivo, pero (porque) ya advierte que no logrará (no puede lograr) agotar los sentidos de “La Flor”: propondré apenas seis ideas, que en un caprichoso juego especular con la película no serán conclusiones, ideas cerradas, sino disparadores.
En “La Flor”, Mariano Llinás vuelve a jugar al cine con seis historias, cuatro que no tienen final, una que empieza y termina y una que comienza desde el medio y cierra la cinta. En seis historias que estallan en decenas de relatos enmarcados, Llinás se pasea por Hitchcock, Melville, el culebrón, el musical, el cine de terror, el cine de espías, juega con el cine mudo.
Estos extasiados sueños de ficción de Llinás precisaron, explica Citarella, de una ingeniería del ingenio de parte de El Pampero Cine, equipo comandado por Llinás, Citarella, Agustín Mendilaharzu y Alejo Moguilansky, que da así un cachetazo a la industria que asfixiada por presupuestos, fechas límites, requerimientos burocráticos.
“Se fueron inventando muchas estrategias para ir consiguiendo plata para sostener una estructura durante tanto tiempo”, revela la productora platense. Y a lo largo de ese período, “la película empezó a imponer sus necesidades”, necesidades que surgen como desafíos casi imposibles para una producción realizada al margen de la industria: los viajes a Rusia, a Alemania, a París, Corea del Sur, también por toda la Provincia de Buenos Aires, los escorpiones, las momias, todas “hazañas de producción que al principio ni nos imaginábamos, y que cuando llegó el momento de encararlas hubo que encararlas, repensar cuestiones para filmar: el ingenio de cómo resolver sin dinero”.
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Rodar durante diez años ha sido una aventura, la aventura de la ficción (de escribir y pensar engaños, de filmar ficciones, de filmar ficciones en Argentina), posibilitada gracias al dispositivo de realidad que se montó en torno a la noción de crear algo irreal, ficcional, sí, pero también imposible de producir (o casi), algo que escape a la sensatez de las formas de producción que, quizás, produzcan como consecuencia contenidos adocenados.
“Filmamos mientras hacemos otras cosas, laburos para vivir, otras películas”, cuenta Citarella, y explica que durante el extenso rodaje de “La Flor” “apareció un sistema del mientras tanto, una clave para poder hacer varias películas a la vez: si tuviéramos que hacer una película por vez, tendríamos la mitad de las películas”.
“Vamos haciendo varias mientras hacemos varias”, explica el método, “que es buenísimo porque mientras vas consiguiendo los materiales y seguís pensando la película, que no es más eso que pensaste un día en tu casa: la vas repensando, las vas refilmando, te vas dando la posibilidad de que la película sea un camino de pensamiento, de pregunta y de repregunta, y no tanto un camino estático: la película se vuelve también un espacio abierto”.
“La Flor”, así, es más que una flor: el concepto inicial estalla durante los diez años de replanteamientos, de cambios de pareceres, de experiencias, produce una multiplicidad de ideas e historias, se expande en lugar de cerrarse. La mutación del filme escapa también a lo meramente temporal y a lo narrativo y afecta al espectador, fugando, transformando siempre el “sentido”.
Ahora, Llinás y El Pampero no juegan solos al cine: “La Flor” es, según revela su director al inicio, una película de y para las Piel de Lava, el colectivo de actrices y dramaturgas conformado por Laura Paredes, Valeria Correa, Elisa Carricajo y Pilar Gamboa que durante 14 horas serán espías, cautivas, mujeres fatales, brujas, amantes y cantantes.
En una entrevista con La Nación, Llinás definió la unión como “el casamiento de dos formas de entusiasmo, la del cine independiente y la del teatro independiente”, formas de hacer que repiensan las formas de hacer detrás de escena, algo que se manifiesta luego en escena: la premisa de jugar a la ficción, de mutar roles, de transformarse también con el paso de los años delante de la cámara, se espeja con la idea de El Pampero Cine y Piel de Lava de forjar producciones en colectivo. Todos juegan, una noción que a lo largo del filme parece desestructurar incluso la noción del director y sus actrices. El concepto se vuelca en escena particularmente durante el Episodio IV, que parodia la noción de director como el único dueño de la narrativa.
“La mutación”, dice en este sentido Citarella, “es una de las claves de la película: las caras, los cuerpos de las actrices van cambiando, pero también los formatos en los que filmamos, y también vamos aprendiendo mientras van cambiando. Nosotros mismos vamos cambiando de rol. Es una película que es su propia escuela de cómo hacerla”.
Y una película mutante difícilmente pueda ser concebida de otra manera que en el margen. “El mainstream no te va a permitir hacer una película con estos tiempos”, asiente Citarella, aunque la noción de tiempo no se agota solo en la duración desbordada o en los diez años que llevó su producción: se vuelve un elemento poético del filme porque abarca “el tiempo en que cada uno puede hacer un plano, el tiempo que lleva producir una imagen: en la industria es muy difícil que el tiempo para producir una imagen sea el que necesita esa imagen, y no el que necesitan los productores y los sindicatos. Está todo puesto en una estructura donde lo que comanda ese tiempo de rodaje es otra cosa. Ahí hay algo clave, el tiempo y la paciencia para encontrar una imagen produce materiales diferentes que los que vienen de los apurones de la industria”.
La duración, así, “no es caprichosa, no es que el gesto va por delante de otra cosa”. Y es apenas una arista de las experimentaciones que propone “La Flor”. “Dentro de la película hay cientas de decisiones que tienen que ver con esos juegos formales: se ponen en crisis cuestiones narrativas, la forma del tiempo, y la consecuencia es una película de 14 horas. La película llega de manera orgánica a esa duración, experimentando con ciertas formas llega a experimentar y poniendo en crisis la idea de la duración estándar de las películas”.
Ese laboratorio de experimentos cinéfilos dirige Llinás en “La Flor”: en los primeros dos episodios, que componen la Primera Parte, un Llinás clásico sienta las bases, las reglas para el laboratorio, las mismas que romperá inevitablemente: la idea es jugar con los elementos de la tabla periódica del cine, los géneros, mezclarlos en los tubos de ensayo hasta provocar colores diversos, reacciones variadas, estallidos. El tercer episodio, que compone toda la Segunda Parte, asoma como la sublimación de ese experimento: el entusiasmo juvenil de la primera parte muta en una intensidad más ceñida en una película que durante seis horas rodadas en cinco años narra mil historias que plasman el sueño de Llinás.
Y quizás, a la vez, lo agoten: después de toda edad de oro viene inevitablemente la disolución, por agotamiento, de las formas clásicas. En el cuarto episodio aparece la metaficción, el juego pos-moderno que referencia explícitamente un autor fascinado y estrangulado por su creación, ahogado por su concepto, envuelto una pulseada por la narrativa entre director y actrices y abrumado por el cansancio de un trajín de una década. Solo el pulso narrativo siempre firme de Llinás consigue evitar el estallido de la película: el quinto episodio es un pequeño entremés, un experimento formal del que ya no forman parte las Piel de Lava; el sexto, un cortometraje rodado con una cámara oscura de despedida al proyecto y las actrices a las que Llinás dedicó diez años de su vida. La fuga final es hacia lo experimental, un salto -aunque siempre con el juego como premisa- al vacío (entre tantos riesgos que propone la película: esta es solo una lectura posible de la estructura de un filme heterogéneo que escapa a la clasificación).
O quizás, la noción del agotamiento del artilugio cinematográfico de “La Flor” sea apenas otro de los engaños de una película a todas luces infinita, pero que en algún momento tenía que terminar.
Hemos pasado 14 horas con “La Flor”: en la pantalla, durante 40 minutos de créditos (el último desborde de la película) queda reflejado el trabajo de un equipo nuclear muy pequeño, y la tropa de amigos, familiares y afines que hicieron posible un sueño desmesurado. Una familia de cine que tenía en “La Flor” “un lugar al que volver, al que uno volvía después de hacer sus cosas”.
El público también ha formado pequeñas y fugaces familias durante tres días y cinco intervalos en los que se habló de cine y de posiciones cómodas en la butaca, de Llinás y de cualquier cosa, mientras se traficaban gaseosas y golosinas. El desborde de ficción de Llinás desborda ampliamente el gesto de la película imposible, la película de 14 horas, pero abarca también ese gesto político, el de un filme infinito “en un contexto donde la gente se encierra a ver series 72 horas seguidas”, adhiere Citarella. Es decir, en el marco del consumo solitario, voraz, irreflexivo, una apuesta por volver a la experiencia colectiva del cine, a las charlas sobre cine, a los cines.
“La mutación es una de las claves de la película”, dice la productora platense Laura Citarella
Llinás juega al cine con Hitchcock, y se divierte con el musical, el terror y otros géneros
Elisa Carricajo, Laura Paredes, Valeria Correa y Pilar Gamboa, las intérpretes de las 14 horas que conforman “La Flor” / BAFICI
Las seis historias, graficadas en “la flor”
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