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Julia Segoviano
eleconomista.com
La economía que se viene será complicada. Reacomodar el esquema de pagos de deuda, transitar el camino hacia la desinflación, bajar las tasas de interés sin desestabilizar el tipo de cambio y reactivar el crecimiento son algunos de los desafíos que enfrentará la próxima gestión. Pero existe una variable a la que el gobierno entrante deberá darle suma importancia: la inversión. Si bien las teorías de crecimiento económico pueden diferir acerca de la relevancia que le asignan a las distintas variables a la hora de activar el motor de la economía, lo cierto es que en casi todas ellas los niveles de inversión son protagonistas.
La inversión puede venir en forma de progreso tecnológico (disminuye los costos laborales), en forma de capital humano y recursos cualificados, entre otras maneras, pero en todos los casos mejora la productividad y competitividad del país que la recibe.
La teoría clásica afirma que si todos los países poseen las mismas instituciones, la misma forma de producir y las mismas costumbres, deberían alcanzar el mismo crecimiento per cápita. En la práctica, entonces, las diferencias en el nivel del PIB se terminan explicando por los factores que afectan al escenario macro y microeconómico del destino de las inversiones.
Cuando pensamos en las reglas de juego que propone Argentina, no parece tan difícil entender el magro desempeño de los últimos años. Casi por definición, la inversión es una decisión de largo plazo, que implica hacer un cálculo más o menos acertado acerca de la rentabilidad del proyecto. En un contexto de elevada incertidumbre, cambios abruptos y continuados en los precios relativos y decisiones políticas que se modifican con una frecuencia de meses, se vuelve casi imposible realizar un análisis certero sobre las ganancias futuras.
El cortoplacismo que se evidencia en las medidas adoptadas durante al menos los últimos ocho años y al que nos conducen las recurrentes crisis sufridas, empieza a perjudicar cada vez más el desempeño de la economía argentina. Los niveles de inversión influyen notoriamente en los ciclos económicos. La inversión crece tres veces más en los ciclos alcistas y cae de igual manera períodos bajistas. Esto, más allá de la causalidad que se asigne, la ubica como determinante del ciclo económico. Desde 2011 en Argentina la inversión está estancada. Recién en 2017 hubo un crecimiento interanual mayor al 10% que permitía ilusionarse con cierto repunte, pero si se mide como porcentaje del PIB, el nivel alcanzado en ese año se encuentra un punto por debajo del pico de 2011. El notable estancamiento preocupa, y mucho. El segundo trimestre de 2019 vio caer la inversión 18% anual, y la misma representa apenas un 16% del PIB.
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Para dar vuelta la situación es fundamental encaminar al país en un proyecto de largo plazo, en el cual se presenten reglas de juego claras e instituciones firmes. Esto último no depende únicamente de la estabilidad macroeconómica, sino también de un consenso de la clase política sobre el modelo de país que se busca.
De esta manera las medidas adoptadas tendrán objetivos específicos y su correcta continuidad en el tiempo es la única forma de cumplirlos. Para potenciar los sectores con ventajas comparativas de la economía, las políticas específicas y duraderas son la única manera de asegurar el éxito. Una vez que la ayuda gubernamental mejora el dinamismo del sector, el empleo, la producción y las ventas comienzan a emerger. Esto permite lograr un aumento de la demanda, que, bajo un esquema de certidumbre, atrae las tan ansiadas inversiones.
Por ello, los cimbronazos políticos que venimos sufriendo complican la difícil tarea del desarrollo. Hacen casi imposible tener certeza sobre lo que se viene. Si no es posible saber donde se pisa, si los que gobiernan modifican las decisiones adoptadas una y otra vez estaremos atrapados en un wait and see eterno.
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