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Séptimo Día |OPINIÓN

Las consecuencias de las incongruencias del modelo

Las consecuencias de las incongruencias del modelo

GUSTAVO PERILLI (*)

20 de Octubre de 2019 | 06:01
Edición impresa

La reducción de la inflación constituyó la máxima prioridad de la actual política económica. Antes de asumir, las autoridades la definieron como un fenómeno sencillo de combatir y eliminar.

Tanta era la base de confianza que se exhortaba juzgar a la gestión en función de este logro. Transcurridos cuatro años, el panorama luce diferente. El andamiaje teórico empleado para afrontar el desafío respondió deficientemente. En vez de erradicar la inflación, impulsó la estanflación (a la inflación se le sumó la recesión). ¿Cuál fue la razón? La existencia de un pobre diagnóstico de la realidad (la definición de los supuestos teóricos), no tanto los errores de ejecución del modelo (como por ahí se dice).

Cuando las autoridades hacían referencia a “la política de los últimos 70 años” como la causa de todos los males, razonaban de manera radical y dogmática adhiriendo, implícitamente, al discurso que circulaba en el mundo a fines de los ochenta. Aquel que llevó a Francis Fukuyama a afirmar que “el liberalismo ha triunfado fundamentalmente en la esfera de las ideas y la conciencia //…// es el ideal que “a la larga” se impondrá en el mundo material (Fukuyama, 1988)”.

A partir de esos rígidos fundamentos, se construyó un programa económico basada en una apertura expuesta a los avatares de la globalización comercial y financiera, acompañada por una política de salarios a la baja (determinados en mercados de trabajo flexibles y poco costosos para el empresario) orientados a desincentivar el consumo e impulsar las exportaciones (y el ingreso de dólares).

Esa lista de deseos se complementaba con el cierre de las brechas fiscal y externa en tiempo récord a los efectos de apuntalar la confianza en la órbita del mercado y los organismos internacionales de crédito.

En abril de 2018, apareció el primer cimbronazo e, inmediatamente, el modelo colapsó (el golpe al mentón).

Algunos inversores “corrieron” en dirección opuesta a lo anticipado por la teoría. Ante la repentina aparición del respaldo financiero del Fondo Monetario Internacional (FMI), quedó en evidencia la ausencia de una respuesta política clara.

En ese momento, los precios minoristas crecían a un ritmo anual de 26 por ciento pero, meses más tarde, se dispararon a 48 por ciento. Si bien las enseñanzas del liberalismo recomendaban la existencia de un mercado de cambios totalmente liberado (sin intervenciones del Banco Central –BCRA-), luego quedó demostrado que el modelo sufría severas falencias de origen: en un contexto de recesión, apertura y liberación de mercado, las tensiones cambiarias de abril y agosto ineludiblemente se trasladaron a la inflación (como ya se señaló).

Haciendo una observación panorámica de los hechos, una lectura general sugeriría que la economía argentina no debería exponerse más a estos experimentos impregnados de idealismos (más potables para otros países) sin la realización de estudios previos (y profundos) de factibilidad. Llama la atención, sin embargo, que en el reciente debate presidencial ciertos candidatos continuaran auspiciando la utilización de reglas monetarias y de precios (similares a las implementadas en estos años). Los desaciertos están a la vista. El índice de precios minoristas aumentó 5,9 por ciento en septiembre con respecto a agosto; en el acumulado de los nueve meses se ubicó 37,7 por ciento por encima del nivel registrado en el mismo período de 2018, mientras que el registro interanual del mes asciende a 53,5 por ciento.

Claramente, este último porcentaje es muy distinto del que, en un clima eufórico (en el marco del funcionamiento del régimen de metas de inflación), las autoridades del BCRA proyectaran en 2017 para 2019. En esa ocasión, aseguraron que en el año habría una inflación minorista cercana a 5%.

Es sumamente necesario leer la obra de pensadores tales como Marcelo Diamand

 

En vez de eso, ya no quedan dudas que el número final sólo será superado por el de 1991 (85 por ciento) en los tiempo en que, con dificultad, la economía estaba dejando atrás los temibles procesos hiperinflacionarios de más de 3.000 por ciento en 1989 y 2.300 por ciento en 1990. En esos años, cerca del 40 por ciento de la población se encontraba bajo la línea de pobreza, indicador que sólo sería superado en la crisis de 2001 cuando perforó el techo de 50 por ciento. Faltando sólo dos meses para finalizar el año, las proyecciones presagian un nivel de pobreza similar al de fines de los ochenta. Sabiendo esto, queda claro que tampoco se cumplirá la inédita (e inverosímil) meta de “pobreza cero”, celebrada eufóricamente por la clase media urbana de la Argentina.

Para entender “las manías argentinas” en lo inherente a la inflación (y la generación de pobreza), hoy por hoy es sumamente necesario leer (o releer) la obra de pensadores tales como Marcelo Diamand. Entre otros aspectos, la lectura debería ayudar a la compresión, primero, para reconocer que la inflación es un fenómeno complejo y multicausal; segundo, reflexionar sobre las históricas consecuencias de “la estructura productiva desequilibrada” existente en la economía argentina y, tercero, comprender los abruptos movimientos pendulares detectados en su historia. Diamand no duda en que “el proceso es esencialmente inestable. Basta que se reduzca la entrada de nuevos créditos o que un problema momentáneo de desconfianza frene el ritmo de las renovaciones para provocar el desequilibrio en el mercado cambiario con lo cual el Banco Central se ve forzado a vender una parte de sus reservas (Diamand, 1972)”.

 

(*) Profesor de la Universidad de Buenos Aires
@gperilli

 

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